Prambanan
El valle de los templos
Luego de levantar sus templos deslumbrantes, cayó el telón por casi mil años sobre este rincón de la principal isla de Indonesia. El valle sagrado se puso endemoniado. Todos huyeron. los dioses se quedaron solos. Erupciones, terremotos y saqueadores europeo intentaron borrarlo de la memoria humana. Sólo los devotos y sus dioses tuvieron fuerza para salvarlo. Hoy es Patrimonio de la Humanidad, uno de los santuarios más bellos del hinduismo.
TEXTO Y FOTOS: Luis Alberto Ganderats, DESDE YOGYAKARTA, INDONESIA.Caminaba por la dulce Bali cuando la idea de conocer Prambanan se me empezó a transformar en obsesión. Quería entender por qué las 11.500 islas habitadas de Indonesia acogen a la mayor cantidad de musulmanes en el planeta, y sólo una de ellas, Bali, permanece masivamente fiel al hinduismo.
Durante ese deambular por la ciudad de Ubud un monje me dijo que si quería saber de dónde viene la fortaleza del alma de Bali debía visitar los templos de Prambanan. Estos templos del secreto se encuentran en la isla de Java, más cerca de Australia que de cualquier país asiático, a unos 18 kilómetros de la ciudad de Yogyakarta, donde ahora me encuentro. Aquel monje de Ubud, de túnica y barbas blancas, que se hace llamar Arjuna, me había dicho:
“Verá que son una de las maravillas de Indonesia. Su existencia sólo se explica por una voluntad apoyada firmemente en el hinduismo de mil años. Cuando la población indonesia tuvo que ceder ante los musulmanes, muchos decidieron abandonar Java y venirse a Ubud y a otras ciudades de Bali. Se negaron a abandonar sus creencias. Gracias a ellos, Bali es lo que es”.
Muchos nobles y sacerdotes, junto con los más importantes intelectuales hinduistas de Indonesia, formaron parte de la multitud de refugiados que llegó a Bali. Ellos traían sus libros sagrados y sus registros históricos. Sus plegarias de siempre. Sembraron entonces una semilla de un árbol robusto que lleva cinco siglos reforzando la atmósfera espiritual de Bali.
Hermanos de Angkor
Ahora que he llegado a la misteriosa Prambanan me estoy dando cuenta que sus templos espléndidos no se parecen mucho a la masiva arquitectura religiosa que descubrí en Bali. Un monje me ha dicho que en Bali el hinduismo se hizo diferente al ser atravesado por las creencias y costumbres animistas de las tribus locales. Su arquitectura es más íntima, y a escala humana. Sus escasos templos altos derivan de la pagoda china, no del hinduismo. La arquitectura que luce Prambanan, en cambio, es monumental. Se parece a mucho a la de algunos santuarios de la India.
Realmente lo que me tiene sorprendido –¡entusiasmado!– es que sus templos parecen hermanos de los más admirables de Angkor. Si no son gemelos, son hermanos en estilo, en altura y en reciedumbre. Ahora me entero que ambos pueblos levantaron montañas-templo, siguiendo el mito del Meru, la morada de sus dioses, monte que según los hinduistas tradicionales tiene 450.000 kilómetros de altura.
Aproximadamente, claro.
Tres siglos separan, sin embargo, a Prambanan y Angkor. Sus templos son hermanos, no son contemporáneos entre ellos. Prambanan fue primero si lo comparamos con los santuarios más valorados de Angkor. Prambanan florece como nunca en el siglo nueve; Angkor, en el once. Y es bueno recordar que los admirables templos-montaña no nacieron en el Sudeste Asiático. Nacieron en el Medio Oriente, y fueron adoptados después en la India. Desde ese país-continente llegaron a Prambanan durante el noble período Mataram. Y luego arribaron a Angkor, la hoy vacía capital de los jemeres en Camboya.
Puede adivinarse en la historia de Bali, sin embargo, la misma fuerza espiritual y religiosa de los hombres que levantaron Prambanan. O, tal vez, más. En la minúscula Bali, sus 20 mil templos hinduistas han logrado sobrevivir siglos, aunque los rodea un mar de musulmanes. Se podría pensar que ser distintos ha sido una maldición para ellos. Pero ha sido bendición. Por constituir una minoría, se mantienen alerta, más puros y observantes de sus principios. Esa ha sido su suerte.
Los dioses solos
No han tenido la misma buena estrella los templos de Prambanan. Nacieron durante la dinastía Sanjaya, cuando este valle sagrado vivía el segundo siglo de una admirable explosión creativa. Pero poco después de existir, los templos, fueron dañados –según parece– por una erupción del Merapi, que todavía se ve a lo lejos con su eterno penacho de humo y vapor. Muy pronto el santuario fue abandonado, como si todos hubiesen pasado de creyentes a dudantes. Y lo mismo le ocurrió a todo el valle de Prambanan. Los reyes se trasladaron a otra zona de Java. Los dioses se quedaron solos.
Siglos más tarde, un terremoto les provocó daños catastróficos. Es que Prambanan se encuentra –como Chile—en el Cinturón de Fuego del Pacífico, largo escenario del 90 por ciento de los sismos del planeta. Y tras la irrupción del Islam en el siglo XVI, esos altos templos vacilantes quedaron ya sin protectores. La historia peor se iniciaría más tarde: europeos y norteamericanos se apoderaron de todo el Sudeste Asiático (menos Tailandia).
Entonces el valle sagrado parecía maldito. Java entera fue sometida a lo que Sukarno llamó “la codicia y ferocidad” holandesas. Las esculturas de Prambanan sirvieron para adornar jardines de esos colonizadores, y muchas piedras nobles, para construir caminos, levantar viviendas… En 1883, al iniciarse aquí nuevas excavaciones, en Holanda se hicieron millonarias subastas públicas de piezas arqueológicas sustraídas de los templos hinduistas y budistas cercanos a Yogyakarta. Los tejidos más finos, de contenido espiritual o cultural, salieron de la isla, y ahora enriquecen un museo de Ámsterdam. Lo cual tal vez se explica porque –al menos hoy—más de un 40 por ciento de los holandeses no cree en estas religiones ni en ninguna. Por estos días, hacen esfuerzos por devolver a sus lugares de origen a los desesperados que en el último tiempo llegaron huyendo de Asia, el continente donde Holanda se hizo imperio.
Una noche con ninfas
Dejemos los Países Bajos y volvamos a Prambanan. Hace dos siglos los británicos iniciaron aquí trabajos de restauración, los que quedaron como un intento frustrado. Sólo hacia 1930 se comenzó un rescate a conciencia. Y por fin, hace 25 años, fue reconocido como Patrimonio de la Humanidad. Gracias a la UNESCO hoy Prambanan luce al mundo sus templos milenarios. Es lo que hoy día he visto, maravillado, al llegar. En 40 hectáreas cohabitan templos, grandes jardines de amortiguación y un río, el Opak. Me han parecido, como a muchos, los templos hindúes más bellos del planeta.
Ellos se han beneficiado con la grandeza del gobierno musulmán de Yogyakarta, todavía en manos de un sultán, el único en toda Indonesia, con mucho poder, con harén y corte suntuosa. El monarca –islámico antes que islamista– respalda los cuidadosos trabajos de restauración de la hindú Prambanan.
¿Hay algo en el espíritu de Prambanan que pueda explicar su supuesta influencia en el singular carácter de Bali? ¿Han descubierto los arqueólogos algo particular en las piedras de sus templos?
Me tienta responder como lo hizo George Lucas prestando su voz a un personaje de Indiana Jones: “La arqueología es la búsqueda del hecho…no de la verdad. Si lo que buscas es la verdad, amigo, la clase de filosofía del doctor Tyree está al otro lado del salón…”.
Olvidémonos del salón por ahora. Dejemos a los filósofos en lo suyo. A los arqueólogos también. Nosotros vamos a ver antes lo que sorprende en Prambanan. Y lo que emociona. Al morir el día lo que emociona es un espectáculo de danza y música, de luz y sonido, con verdaderas ninfas celestiales, y algunos solemnes bailarines que parecen haberse alimentado de la misma leche que permitió vivir a los dioses. En el enorme escenario interpretan versos del Ramayana, historias que hace mil años artistas desconocidos tallaron en los bajo relieves de este santuario. A espaldas de los bailarines, a lo lejos, algunos templos aparecen y desaparecen en la noche, como iluminados por luciérnagas.
Ni piedras tallas, ni ninfas danzantes pueden contarnos los 24 mil versos del Ramayana. Tampoco seríamos capaces de entender todo lo que encierra el libro épico más rico de la India. Ellos logran, sin embargo, despertar la sensibilidad del visitante, le comunican su trascendencia. Y al final lo enmudecen. Me enmudecen. La emoción aumenta con la pausada música de gamelán, que siempre acompaña las obras teatrales y ceremonias cortesanas pulsando o frotando cuerdas, haciendo sonar gongs, metalófonos, xilófonos, y soplando largas flautas de bambú.
Desafiando a Borobudur
Casi en puntillas me acerco a los templos de Prambanan, y lo primero que veo son las historias del Ramayana presentadas en cientos de bajorrelieves. Su abundancia y variedad gusta y abruma a la vez. Algunos devotos hinduistas parecen transportados. Sus ojos miran sin ver. El mayor de los templos en que encontramos esas imágenes tiene casi 50 metros de altura y se llama Casa de Siva o Roro Jonggrang. Los dos templos que le acompañan se acercan a los 40 metros, y están dedicados a Brahma y a Visnú. Los tres forman el Trimurtí, la trinidad, los dioses o formas principales de la muy poblada mitología hinduista. Esta mitología es un bosque casi impenetrable, y no intentaremos entrar ahora. Basta saber que estos tres templos sobre el anaranjado horizonte de Prambanan representan los ciclos de creación, conservación y destrucción del universo.
Se hallan los tres sobre una elevada plataforma rodeada por un muro de piedra con varios accesos, donde los visitantes se detienen a contemplar. El espectáculo humano es muy raro frente a la solemnidad casi sobrenatural que parece salir de los templos. Todos los turistas llevan (llevamos) bajo la cintura, sobre la ropa, un breve sarong gris, floreado, tan inexplicable como… obligatorio.
Sobre la gran plataforma central, los tres templos mayores no están solos. Frente a cada uno de ellos se ve un templo más pequeño. El principal contiene una gran estatua de Nandi, el toro divino, vehículo usado por Siva. No ocurre lo mismo con los templos vacíos frente Brahma y Visnú. Se repite a menudo que en su interior debieron estar los vehículos o vahanas correspondientes a ellos: Hamsa, el cisne de Visnú, y Garuda, el águila enorme de Brahma.
–Pero nada existe que puede confirmar esa hipótesis, y por eso ha perdido credibilidad–, afirma mi acompañante, el javanés Dr. Omar Djatayu.
En verdad nadie sabe qué pudo haber en esos dos templos.
Sobre la plataforma central se levantan otros dos templos. Y fuera de dicha plataforma hay unos 220 más. La mayor parte de ellos permanecen convertidos en cerros de piedras esperando la reconstrucción. El conjunto de todos forma un mándala perfecto, que sólo se aprecia bien desde la altura. El mándala también está presente (de otro modo) en el templo de Borobudur, a 90 minutos en dirección oeste, donde el que reina es Buda y no Siva. (La altura de ambos templos es semejante. Prambanan tiene una elevación ligeramente mayor, ya que fue construido después, como un templo-desafío de los hinduistas a aquella obra maestra del budismo).
Mandalas y macrocosmos
Budistas e hinduistas tienen muchas cosas en común, entre ellas el mándala, representación simbólica y ritual del macrocosmos y el microcosmos. Es lo que subraya el Dr. Djatayu:
–Para ellos y nosotros, la vida se encuentra gobernada por un místico lazo entre el hombre, representado por el microcosmos, y el universo, por el macrocosmos. Creemos que nuestras vidas son determinadas por fuerzas cósmicas, como son el movimiento del sol, los planetas, las estrellas. Y hoy ya no podemos ignorar que los hombres estamos hechos de estrellas. Los átomos de nuestros cuerpos y casi todo lo que nos rodea están formados de restos de estrellas desintegradas.
Sabemos que para armonizar con estas fuerzas, en Oriente se creó un modelo mítico del cosmos: la montaña mágica, el monte Meru. Es presentado como eje y centro del universo, donde todo lo que existe guarda una posición ordenada desde el principio de los tiempos. El complejo de templos de Prambanan responde a este modelo del universo según la cosmología hindú. Sus templos tienen tres niveles que representan los tres reinos. El reino más bajo está habitado por los mortales: seres humanos, demonios y animales. El reino medio es de los santos, ascetas y deidades menores. Y Dios o los dioses ocupan el reino más alto.
–Por eso, los templos que vemos en este lugar –dice Djatayu–, no son creaciones de arquitectos inspirados ni de artistas buscando la emoción de producir algo desconocido. Sus arquitectos y constructores no buscaron la satisfacción personal, buscaron satisfacer a los dioses. Por eso aquí puede haber infinita armonía, pero no hay auténticas sorpresas. Algunos afirman que ni siquiera es posible imaginar en Prambanan la participación de grandes arquitectos. Sólo constructores y tal vez un poco apresurados, para terminar pronto nuevos espacios donde tallar bajorrelieves alusivos a la doctrina, y así rendir tributo a dioses exigentes y severos. Por eso, los espacios interiores están hechos a la ligera, se ven claramente imperfectos y ocurre lo mismo con muchos aspectos de la forma de construcción.
Tantos templos abandonados que he visto en viajes por Oriente tal vez tienen su origen en esa forma de concebirlos. Hecha la obra, consumado el homenaje a los dioses, ante la menor provocación o razón política, el santuario era olvidado o abandonado. Son otros los que en el 2016 les dan valor. Quizá son remotos descendientes de los constructores y muchos hombres de otras religiones y culturas van ahora por el Oriente rescatando templos del bosque o del pantano, protegiéndolos de la ignorancia o de la avidez de los traficantes.
Se diría que frente a estos afanes los dioses miran para otro lado, indiferentes.
Eso trato de descifrar en Prambanan. Y aunque ha empezado a llover, y un enorme dios-gárgola echa agua por la nariz y me moja más de lo necesario, tengo los ojos fijos –un poco abrumado– en la multitud de bajorrelieves en piedra que rodean los templos de Siva y Brahma. En ellos es donde se cuenta la leyenda del Ramayana, que entre otras muchas cosas nos habla de cuando Sita, la esposa de Rama es secuestrada, y el rey-mono, Hanuman, trae su ejército para liberarla.
El tercer templo nos relata en sus bajorrelieves la historia de Krisna, una de las muchas “encarnaciones” de Visnú.
Con la guía de Rimbaud
Hay una imagen muy sensual que sobresale Es la estatua que en ha desplazado al dios Siva en el interés de los fieles. Ocupa la más concurrida sala en el tosco interior de los templos. Incluso le dio su nombre, Roro Jonggrang, al templo principal de Prambanan, llamado oficialmente Casa de Siva. Se trata de una mujer joven. Ocupa una pequeña cámara, normalmente tan llena de ofrendas que suele costar acercarse a ella. Innumerables manos de sus adoradores han frotado por siglos su busto y su vientre desnudos, hasta darle a la piedra un brillo casi cobrizo. Se trata de la princesa Dunga, consorte de Siva. Su nombre común, Roro Jonggrang, significa “doncella esbelta” (en el Chile de hoy sería “una gordita acinturada”). El mito dice que la princesa fue hecha estatua por una divinidad vengativa que no logró enamorarla.
Su esposo, Siva, el Gran Dios, joven y robusto, con su tercer ojo y cuatro manos, ocupa la cámara principal de templo principal. Tiene tres metros de altura. Las otras cámaras menores dan cobijo a su hijo con cabeza de elefante, Ganesha, y a Agasti, su maestro, un sabio autor de himnos védicos. Los dos templos restantes del Trimurtí sólo contienen imágenes de los dioses a los que veneran.
Hoy el templo Roro Jonggrang se encuentra cerrado por reparaciones. No es posible visitar a la gordita acinturada. Sólo la he podido ver con detenimiento usando mi iPhone. Seguiré, entonces, mi camino recorriendo el área que rodea Prambanan. Se trata de un distrito semi rural sembrado de grandes templos hinduistas y budistas. Forma parte de un enorme valle sagrado del cual todavía sabemos poco. Si bien está claro que Prambanan es hoy el predilecto de los viajeros.
Pero en el área hay templos aún más antiguos, semi ocultos, habitados por otros seres de luz o de sombra. En verdad, en toda la isla de Java la historia nos lleva irremediablemente más allá de los hombres. Es limítrofe con los mitos; su última frontera es territorio de dioses. Frente a lo desconocido, ciego en medio de una multitud de divinidades, ¿habrá al menos una que me quiera guiar por el resto del Valle Sagrado?
Tal vez sea el espíritu del poeta Arthur Rimbaud, adolescente prodigio, que llegó a esta región como… militar mercenario del Ejército Real de las Indias Holandesas. Desertó en el pueblo de Salataga (no lejos del lugar donde esto escribo), y nadie sabe qué hizo durante los seis meses que permaneció desaparecido, hasta que un día cualquiera se dejó ver en París. Desde entonces, estas tierras de colinas y selvas no sólo son un reino del monumental arte hindú y budista, sino territorio poético. Rimbaud, una de las aventuras creadoras más apasionantes de la poesía francesa, punto de referencia central dentro de la evolución de la lírica europea moderna, dejó aquí –como en su vida entera– una bruma de misterio que en 140 años nadie ha logrado despejar.
Esperemos que nos sirva de custodio en este territorio que nos queda por descubrir.
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