Praga, la sin envidia

Praga, la sin envidia

Es una ciudad encantadora que nos irrita. En pocos días puede hacer inútil todo lo que hemos aprendido de arte en una vida. Mezcla todo a su manera. El que llega teme  encontrarse, entonces, con un adefesio kitsch. Y le resulta tan exquisita que la amará para siempre. Irremediablemente.

Por Luis Alberto Ganderats

No quisiera engañar a nadie: hay una pequeña foto de Praga sobre mi velador, afirmada al pie de la lámpara. Buscando la luz. La miro antes de empezar a soñar. Y cuando se inicia el día, debo retirar un viejo frutero algo barroco que se ha apoderado de la mesa del comedor. Lo levanto -como si fuera reliquia- para dejarlo en lugar seguro, aunque es de metal, y ha perdido sus brillos y ha criado manchas de origen incierto.

Es enteramente Praga.

Lo encontré en una polvorienta vitrina en el barrio donde naciera Jan Neruda, en la Nerudova, la calle de esta capital condecorada por el barroco.

Ha pasado un año largo desde que Praga se apoderó de mi voluntad. Todo ese tiempo se me ha hecho poco para tratar de entender lo que me pasó. Y lo que le pasa a tantos. La tarea supera mis fuerzas. Tanto que no he podido escribir sobre ella.

Hoy debo hacerlo.

En mi último reportaje para esta revista no podía dejar afuera la seducción más entera.

Cualquiera lo sabe. Es tarea imposible envolver en pocas páginas la inmensidad de una pasión. Quise dejar mucho espacio a las imágenes de Praga. Mostrar mucho y explicar poco. Nadie necesitó explicarme nada para saber por qué lo que hizo conmigo y lo ha hecho con millones. Dejarnos con la boca seca. Dejarnos con los ojos brillosos. He pensado que ahora debo decir lo indispensable. Tratar de explicar, tal vez vanamente, algunas cosas. Recoger lo que las imágenes no explican por sí mismas. Y separar de esas imágenes lo que cada uno de nosotros les agrega al fundirlas con los malditos sueños.

Es ésta, por lo tanto, una invitación a buscar respuestas por cuenta propia. Praga es de las ciudades que hacen crecer la fe en la capacidad creadora y la sensibilidad del hombre.

Una sensibilidad que se nos ha hecho escasa.

García Márquez dijo

Un todavía juvenil periodista y escritor llamado Gabriel García Márquez recorrió los países de Europa bajo influencia soviética. Entonces la hoy República Checa era parte de Checoslovaquia, “el único país socialista”, dijo el novelista, “donde la gente no parece sufrir de tensión nerviosa, y donde uno no tiene la impresión -falsa o cierta- de estar controlado por la policía secreta”.

Lo dejó escrito en su libro “De viaje por los países socialistas”(1957). Caminó, dice, una Praga viva, alegre” De una antigüedad no anacrónica, de un buen gusto y un orden que tiene la gracia adicional de que no se le ven los hilos. Tampoco la notó “peinada para recibir turistas”, como la Unión Soviética.

García Márquez se entretenía haciendo un test cuando iba a bordo de los tranvías de Praga. Adelantaba su reloj en una hora y lo ponía en las narices de un checo para que se viera obligado a mirarlo. Al ver esa hora, la víctima, que creía estar atrasado, bajaba del tranvía “y se iba a saltitos”. En Moscú ese test no funciona ni tampoco le hacía reír: “Nadie miraba los relojes, salvo para analizar su forma, admirarse de su brillo”.

Praga le enamoró el corazón.

“Ha asimilado las influencias más indigestas sin engordar demasiado y sin úlceras. Es un término medio entre la antigüedad mejor conservada y el presente más cuerdo”.

Esa responsabilidad del checo seguramente tiene que ver con su mezcla de pueblos puntuales y normalmente trabajadores.  Praga es obra de los checos, primera población eslava instalada aquí después de la caída del Imperio Romano. Es obra, también de los muchos inmigrantes venidos de la vecina Alemania. Y de los flamencos. De los piamonteses y burguiñones. De una infinidad de judíos, que han enriquecido su vida cultural y comercial por siglos. Los alemanes pusieron también su sello de progreso al fundar en la Ciudad Vieja una de las iglesias de San Nicolás, el patrono de los comerciantes. No estuvieron ausentes en la otra iglesia de ese nombre, jesuita, en  el barrio de Malá Strana. Exhibe un barroco magnífico -jesuítico le han llamado- que se expandió por la ciudad hasta llegar a la calle de Jan Neruda.

Antigua es la importancia de su territorio. Ya era reconocido en el Neolítico, cuando los ríos querían ser las autopistas de hoy. El lugar que ocupa en el centro de Bohemia tenía una gran carretera de agua, el Moldava o Vltava. Era encrucijada natural de rutas comerciales. Su momento de gloria fue cuando se convirtió brevemente, ¡y nada menos!, en la capital del Sacro Imperio Romano Germánico. Esa suma de naciones que por casi mil  años uniera a buena parte de Europa bajo el mando alemán.

Fue Carlos IV, precisamente, un emperador germano nacido checo, quien le dio a la ciudad una importancia que superaría a las de París, Londres y Moscú. Sólo debía inclinarse ante Roma y Constantinopla.

Cuando García Márquez la descubrió, aún le quedaban por vivir torturas y estertores. En algunos períodos, el gobierno pro soviético tuvo bajo llave a la oposición. Cuando floreció la Primavera de Praga, hace 30 años, y se intentó recuperar la democracia tradicional, los tanques rusos y del Pacto de Varsovia se instalaron en la hermosa Plaza Wenceslao. Entonces el estudiante Jan Palach se incendió como una pira humeante. 

Esos humos fueron señales de alerta para la temida rebeldía checa.

Ella hizo posible lograr, sin violencia, el fin del experimento socialista, con la “revolución de terciopelo”. En 1989 Václav Havel es designado presidente. En 1993 nace la República Checa, al separarse de Eslovenia.

La ciudad de las 100 torres (en realidad tiene más de 400) ya no es la “ciudad de los andamios”. La llamaban así, con sorna,  en los días comunistas. Las restauraciones duraban más que el odio. Se empezaban y rara vez concluían. Los andamios se hacían antigüedad.

Ahora se encuentra finalmente restaurada, no falsificada.

Música en todo lugar

No es una anécdota insignificante. La sociedad checa vivía los años de posguerra, en medio de las agudas estrecheces económicas del período socialista. La vida no era fácil para nadie. Los músicos iban vestidos pobremente como todos por la calle cargando en una mano su instrumento, y en la otra, un bolso sencillo. Pero llegaban a una esquina cualquiera -o a la sala de conciertos- y en pocos instantes vestían un burgués traje negro con solapa de brillos.

Entonces tocaban a Mozart o a Smetana.

Nunca nadie pudo vencerlos. Ni ridiculizarlos.

La música en Praga es como nuestro pan caliente en el desayuno. No viví en otras ciudades musicales, en Viena ni en Salzburgo, una experiencia semejante. Ni tampoco en Alemania, salvo quizá cuando asistí -hace pocos días- a un concierto junto a la tumba de Juan Sebastián Bach dentro de la catedral de Leipzig (en la antigua Alemania socialista).

Aquí en Praga la mejor música del mundo me ha ido siguiendo por las calles. Sale de ocultos parlantes en las galerías comerciales. En las esquinas menos pensadas. Los jóvenes que entregan volantes en las calles no invitan al último espectáculo de sexo en vivo o a una fiesta para vender “tiempo compartido”. Invitan a compartir un allegro grazioso de Mozart, un adagio de Vanhal, cualquier rondó de alguno de los Stamic o una danza eslava de Dvorak, ese hijo de campesinos que estaba destinado a ser carnicero.

Se llenan de gente las iglesias, buscando unir la espiritualidad del gótico con la alegría de un músico barroco. O algo así.

Cada vez que he pasado junto a la casa de Kafka, en el número 5 de calle Radnice, he gastado diez dólares… La casa de música Trío, instalada en esa dirección, todo el día echa a la calle notas de compositores checos, alemanes, austríacos. Fatalmente, he tenido que entrar a preguntar ¿qué es eso? Y he salido con un disco compacto más y 10 dólares menos. Un consejo: evite acercarse. Sus clarines, fagotes y flautas se apoderan de nuestra voluntad. De nuestra billetera. Es una sucursal de Hamelin en la Bohemia.

En Santiago de Chile suelo compartir las alegrías de radio Corazón. Es un corazón latino. En Praga, el corazón es otro, pero también se esponja con música, porque la música es una sola. Aquí nació la polka. Pero la música culta no sólo alegra, transforma. A Praga le han llamado “el conservatorio de Europa”. Lo mismo les ocurre a los amantes del teatro, de las marionetas, de las cervecerías. Praga golpea sin aviso.

Al llegar, mire para todos lados antes de entrar.

Modernismo aquí y acullá

Ese catalán amante del modernismo y de la capital de Bohemia que es Ignacio Vidal-Folch, nos tentó un día:

“Tomar un café turco en el Hotel Europa de Praga dentro de una taza modernista, mientras al piano alguien interpreta una pieza de Smetana, es uno de los grandes lujos a nuestro alcance en la vida”.

Nada nos dijo, claro, sobre Bedrich Smetana. Que primero quedó sordo. Luego bebería los tragos de su vida en un manicomio de Praga después de haber dirigido la Opera y de ser uno de los creadores de esa escuela musical en Bohemia.

Vidal-Folch no dijo nada de eso porque el modernismo, admirable en Praga, odia la tragedia. No acepta el viejo truco del que habla Camus: resolver la sublevación con melancolía. La riqueza del siglo XX que nacía le hizo inventar otra vez el optimismo. El placer. Los juegos. Por eso, Praga tiene también ese rostro modernista, del cual no se habla lo suficiente. Ni se le muestra. Al iniciarse ese siglo, pocos querían saber de barrios de la Edad Media. Tampoco de las pompas del barroco. De este “vivero de fantasmas”. Parte irrenunciable del alma praguense. El modernismo, entonces, se esparce en la arquitectura, el afichismo, la música. Imita a Francia. Así los checos quisieron hacer desprecios a Viena, la vieja capital imperial. Son cuentas pendientes que ellos saldan con la moneda del modernismo. Miran a París para no ver a Viena.

Hay aquí una bella calle llamada París (Parizka). A once meses del año 2000, reúne el comercio elegante. Tiene  perfumerías. Aterrizaron en ella las líneas aéreas. Las tiendas donde el cristal de Bohemia viste galas. Es la gran vía del modernismo. Cinco cuadras con edificios altos, levantados donde antes estuvo el gueto judío, con todas las expresiones del llamado art nouveau. Esta vía debería llevar los nombres de artistas de esa tendencia que se aman todavía: Alfons Mucha, Jan Kotera, Otto Wagner, el enloquecido Smetana.

Praga y su amaneramiento modernista no sólo se expresa en la calle París. Se asoma en la famosa plaza de la Ciudad Vieja. En ella se instaló el monumento al mártir protestante Jan Hus, concebido por el modernista Ladislav Laloun. Se expresa también en la milenaria catedral de San Vito, con los vitrales del moravio Mucha. Y, por supuesto, en el Hotel Europa, y en un clásico como lo es el Hotel Parisz.

Antes de que el siglo se echara a perder definitivamente, antes de la primera guerra mundial y del congelamiento auspiciado por Stalin, Praga, con el modernismo, “se enfermó de estética”. Hoy es uno de los elementos que le dan carácter y se encuentra muy presente en  mil letreros que identifican a los negocios, florecidos cuando la primavera de Praga pudo finalmente echar raíces.

Praga no se agota nunca. Es cosa de caminar sus “callejuelas umbrías y patios misteriosos”.

Caminar sin rumbo.

Barrio judío  

Difícil es hallar en esta ciudad un muerto más vivo y robusto. A fines del siglo XIX, en 1892, se decidió dar muerte al gueto, que naciera en el siglo XII. Pero tras ese anuncio quedaron suficientes vivos y muertos como para que el barrio judío se niegue a morir. Uno de los sobrevivientes es la sinagoga más vieja de Europa, creada el año 1280. Y especialmente su cementerio, uno de los más raros del planeta. Era parte del gueto. No podía crecer para los lados. Entonces creció hacia abajo. Se hizo subterráneo hasta lo impensable. Tiene doce niveles en algunas partes, según se dice. Y al visitarlo podemos ver la mayor concentración y el peor caos de piedras, estelas y grabados. Una multitud de silencio entre pura maleza y piedrecitas que se llevan a modo de ofrenda.

Unas doce mil lápidas fueron instaladas desde medio siglo antes de la llegada de Colón a América, hasta 1787, cuando una soberana Habsburgo ordenó la expulsión de los judíos de Praga. Al año siguiente les serían reconocidos sus derechos cívicos, pero llevaban siglos marginados de la vida pública. No sólo eso: todos debían adherir a su ropa una identificación mortificante -un círculo amarillo- y usar un alto sombrero. Nada nuevo.

Gueto, vocablo traído de la asoleada Venecia, se hizo laberinto aquí, y sombra, como lo describiera Meyrink en su novela El Golem. El judío Kafka, aunque inmortal, se halla bajo tierra en el camposanto Olsany. Vivió entre las calles mínimas de la ciudad vieja, sin recorrer mundo -¿de ahí sus laberintos?- escribiendo siempre en alemán, entre recelos checos y desdenes judíos:

“Los rincones oscuros, los pasajes secretos, las ventanas ciegas, los patios mugrientos, las cervecerías bulliciosas, las posadas siniestras, siguen viviendo entre nosotros. El sucio barrio judío es mucho más real que la nueva e higiénica ciudad que nos rodea”.

A principios del siglo XX había unos 25 mil hebreos en Praga, contra 100 mil alemanes y medio millón de checos. Einstein, que fuera uno de sus hijos adoptivos, vivió aquí cuando el gueto ya estaba en el suelo y el modernismo quería que todo sonriera.

Dos años después empezó la primera guerra mundial.

El puente con dudas 

Se trata de un puente esquizofrénico. A veces se cree plaza. O bulevar. A ciertas horas, un puente para unir las dos mitades de Praga. Y no es ninguna de esas cosas, en verdad. Hay muchos otros puentes para no nadar el río. Otras plazas y otros bulevares. El puente de Carlos es una escultura. Una escultura donde el hombre rinde homenaje a la libertad. Una obra de arte que hace mucho decidió negarse a la vulgaridad de ser un puente. Fue  imaginado por un muchacho romántico de 27 años. Y por un rey de 30. Pura juventud. Tal vez por eso las parejas se detienen en medio de la multitud como si no hubiera nadie más, y sólo se permiten escuchar sus propias voces. Ninguna otra. Mirarse a los ojos. A ningún otro. Y en un momento, aunque están abrazados, hasta el ser amado pareciera no existir.

La mente de cada uno va remontando las esculturas que ocupan las arquerías del puente. Atraviesan la niebla y terminan clavadas en un extremo, sobre el perfil de la más bella torre gótica de Europa, sobre la primera pila del puente. Y el cuerpo se vuelve luego en busca del otro extremo, y ahora son dos torres las que nos obligan a mirar. Dos torres más jóvenes, pero que igual nos llevan a algún relato de niños y magos.

¿Qué es, en fin, el puente de Carlos? Tal vez una prisión sin rejas. Nadie se va de el por voluntad propia. En estos días puede ahuyentar el frío. La noche que llena de nieve los pulmones. Y en verano, el calor, o el reloj, el hambre, la fatiga.

Todo viajero, sin embargo, vuelve una y otra vez, y va por el puente con la misma lentitud que hemos inventado para recorrer el cuerpo que amamos. El autor de estas notas -lo ha dicho antes- tiene en su velador una fotografía de Praga. Lo que no ha confesado que se trata del puente de Carlos en medio de la bruma. En sepia oscuro. El color de los mejores sueños de amor.

¿Y quién este puente, este Karlúv most, como aquí le llaman?

En Europa no hay puente más largo hecho de piedra. Mide 516 metros. Es ancho como bulevar. Se inició en 1357 por orden de Carlos IV. El puente y su gran torre gótica del siglo XIV la hizo ese muchacho romántico de 27 años al que aludimos antes. Peter Parler se llamaba. Era alemán. 

Desde los años 70 del siglo XX que no pasan vehículos sobre las piedras del puente. Sólo personas. Se detienen a mirar una serie de figuras o grupos escultóricos religiosos, que lo transforman en puente-escultura. Uno de los más notables del mundo. Todas son copias, se ha dicho, porque las originales, hechas en arenisca, no podían más de fríos y neblinas. Están guarecidas en el Museo Nacional. Fuera de las copias, han sobrevivido aquí un Juan Nepomuceno hecho en bronce, y un Felipe Benizzi, en mármol. Sólo el puente Viejo de Florencia, sobre el Arno, se le puede comparar en capacidad para remover emociones. Y Praga tiene varios otros, y sin su ronda de puentes sería como una Roma sin sus fontanas y un París sin sus bulevares.

Ingratitud en piedra bruta    

Nadie podría, con justicia, negarle mérito a Carlos IV. La Praga que visitamos no existiría sin su pasión de rey casi adolescente. Su tocayo, mexicano universal educado en Chile, Carlos Fuentes, nos decía que “no hay ciudad más hermosa en Europa; entre el alto gótico y el siglo barroco, su opulencia y sus tristeza, se consumaron las bondades de la piedra y del río”. Pero lo que ayuda a entender mejor el mérito de la obra de Carlos IV es que cuando decidió hacerla capital del Imperio tenía menos población que hoy la ciudad de San Felipe, o sea, unos 40 mil habitantes. Venía de vivir en la corte de París, y encontró a Praga casi en ruinas. Al concluir su obra, 32 años después, era más grande que París, Moscú y Londres.

Carlos fue el único puente de piedra que tuvo la ciudad en 600 años, hasta hace poco más de un siglo. En 1870 todavía le llamaban el puente de piedra o el puente praguense. Sólo ese año alguien se acordó del emperador y le pusieron su nombre. Es que la ingratitud puede durar tanto como la piedra.   

Cuando Praga naufraga

Sólo la verdad entera es verdad. Por eso diremos que quien sube al metro de Praga debe llevar cerrados los bolsillos y abiertos los ojos. Pueden acorralarlo con disimulo, apretarlo. Y ya está. Son hombres cuarentones, o más, esos desesperados.

Diremos, además, que sus hoteles son caros. Cada día más. Se multiplican los de alta calidad, bien situados. Pero también son caros aquellos levantados en sus barrios de construcción reciente. Escasos en gracia. Buscando se pueden hallar menos caros, sin estrellas. Como el King George´s House, en la calle Liliová 10, en una casa del siglo XIV refaccionada, a dos pasos del puente de Carlos.

Muy activa es la red de casas de cambio. Son las primeras que abren, si alguna vez cierran, porque en la noche las he visto resplandecer. Algunos cajeros duermen, pero despiertan para recibir los billetes y los examinan como si hubiesen encontrado una costilla de extraterrestre. Usan todo. Lupa. Contraluz. Tacto. Abundan también los servicios higiénicos públicos. A veces tan iluminados como una casa de cambios, y quizá ganan como si lo fueran. No serían tantos si no cobraran y no hubiera una multitud recorriendo sus calles.

Los jóvenes llegan en enjambre, y tienen un comportamiento ejemplar si se compara con las hordas multilingües que suelen apoderarse de otras viejas ciudades. Praga invita al respeto, como una basílica abierta. Aunque hacen multitud las prostitutas en las calles, sobre todo en la parte nueva. Muchas son altas, delgadas, de dedos finos, con piernas tan largas que parecen prolongación del intestino. Toda la República Checa está llena de mujeres bellas (de hombres bellos también, supongo). Sostienen la mirada si se les observa.

Esta belleza humana refuerza la de sus calles históricas, a menudo más hermosas que otras de Europa. Hay muchas razones. Los letreros de publicidad son mantenidos a raya, pese a la presión, a las tentaciones funcionarias, a las necesidades del gobierno local. La dignidad de los praguenses tiene fuerza todavía para impedir invasiones publicitarias, si bien muchos no olvidan que cuando los burgueses se fueron en el siglo XVII a buscar otros negocios, la ciudad se puso lánguida, más pobre.

Ahora procuran convivir con el mercader, sin venderle el alma.

Que no la vendan

Si lo hubiesen hecho, Milos Forman no habría podido filmar aquí su inolvidable Amadeus. Ni los viajeros se irían enamorados, rogando volver.

Que no la vendan. Praga no es Broadway.

La Praga bohemia

Los cafés vienen animando el ánimo de Praga y sus conversaciones literarias desde poco después del 1700. Aún se recuerda el café Las tres avestruces, en la vecindad del puente de Carlos. Ni el café donde La metamorfosis de Kafka fue leída por primera vez. Ni el Slavia, que animaran Apollinaire y Maiakowski. Tampoco el severo Café Nacional donde saboreaba y leía Rilke.

Muchos siglos antes de esos primeros cafés y del descubrimiento de América, se habría descubierto aquí la cervecería. Había una en el remoto año 1082. Y en el siglo XII, una ciudad también de la Bohemia, vecina y hermana, Pilsen o Plzen, se había convertido en la capital de la fermentación del lúpulo. Hoy los praguenses son los mayores consumidores de cerveza de Europa. Tal vez del mundo. La cervecería es el segundo hogar del hombre de Praga. Son “bohemios que nunca dejan de beber”. Algunas de las más interesantes cervecerías abren sus puertas a la calle Karlova, en la Ciudad Vieja. Allí todo viajero camina haciendo curvas aunque sea abstemio. La vía avanza en perpendicular o ángulo agudo. Este barrio todavía se puede caminar entre galerías medievales abovedadas, los pasaz o pasajes, y por las llamadas casas de paso, buenas para acortar camino entre las tripas de la ciudad vieja. Así caminaba Mozart cuando vivió aquí, huyendo de Austria.

Al caminar por Praga es fácil recorrer un milenio en pocas horas. Se pasa entre construcciones del románico primitivo hasta las rarísimas fachadas cubistas. En grandes y bellas casas lo románico se halla apenas maquillado con lo gótico, y vemos casas góticas barroquizadas que conservan sus…bases románicas. Un laberinto de estilos. Ni Florencia está ausente en Praga por el renacimiento italiano traído por los Habsburgo, y Venecia se asoma en la calle Husova.

Si se mira desde una colina al atardecer -con el cielo del Oeste hecho sangre- se verá una procesión de campanarios con forma de cebolla, agujas góticas, cúpulas redondas o en trapecio. Una fiesta para los sentidos.

Hay todavía más que ver. Ningún guía se va a saltar el llamado Callejón de Oro, del Castillo. Casas bajísimas, estrechas, llenas de color. Les atribuyen historias de alquimistas, de habitantes enanos. Muchos se lo creen. Es una zancadilla que Praga le hace al turista. Se trata en realidad de casas de antiguos sirvientes, de fundidores, de orfebres. Estaban en ruinas. No hace mucho fueron maquilladas por Jiri Trnka, un dibujante de cómics y pintor.

Es un pecadillo que se le perdona, porque no es obra perfecta. Ha sido también  escenario de titubeos y de atrevimientos en la construcción, en el arte, en la historia. Pero pensar en Praga siempre es anuncio de días intensos. De días dulces. Y por estos días -¡ay!- también de muchedumbres.

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