Marrakech
“¡Ándate al tiro!”.
La plaza más legendaria de África se encuentra en esta ciudad imperial marroquí, cuyo nombre, Marrakech, significa “Ándate al tiro”, en buen chileno. Eso era antes. Hoy su plaza simboliza bien lo que es la ciudad: un museo sin techo de tradiciones orales milenarias. Lo invitamos a sumergirse en este país de cultura islámica, arropado siempre por toda la amabilidad posible… ¡Venga al tiro”
Por Luis Alberto GanderatsHabía que salir corriendo. El área asustaba por su soledad, por su rostro áspero. Por eso, traducido al buen chileno, el nombre Marrakech significa “¡ándate al tiro!”. Pero pasados cerca de mil años, los que llegan, no quieren irse. Esta antigua ciudad imperial es un oasis con ciento ochenta mil palmeras, muchos jardines, más una infinidad de hoteles magníficos en sus barrios nuevos, llenos de sueños legendarios. Ninguno logra superar al exquisito hotel La Mamounia, ni siquiera uno por inaugurarse que imita al Palacio Real. Pero, por las dudas, La Mamounia concluye su puesta al día, y anuncia la reapertura para el segundo semestre.
Sólo hay una cosa en Marrakech que le supera en fama. Es la Xemaá el Fná, la “plaza más plaza de todas las plazas”, según el orgullo local. Es hermana de las plazas de Venecia, del Vaticano, de Isfahan, de Bruselas y Tianamen. No hay otra más admirable en África. Claro que sería más fácil recordarla si tradujéramos su nombre Xemaá el Fná al español, “asamblea de muertos”, aunque eso no sea más que cosa del pasado. Se hacían decapitaciones, y muchas cabezas eran dejadas allí por varios días, en macabra asamblea.
Ahora lo que vemos es una fascinante concentración de los seres más atrayentes y fuera del tiempo: narradores, juglares, encantadores de serpientes, comedores de vidrio y fuego, presentadores de espectáculos con animales, músicos y bailarines. Y turistas, claro. Existe espacio para sacadores de muelas al aire libre y vendedores de agua al menudeo, médicos no convencionales, numerólogos, fabricantes de horóscopos, tatuadotes y arrendadores de faroles.
Vendedores de lo imposible, hombres ataviados como para un sueño, especialmente al caer la tarde. La UNESCO, intentando proteger esta vida de la avidez de los especuladores urbanos y de los antropófagos del comercio internacional, dio a Xemaá el Fná el rango de Patrimonio Oral de la Humanidad. Ahora, su fijación oral de siglos se encuentra protegida.
Cualquier descripción será siempre pobre, aunque su desorden es pura apariencia. Para entenderla es necesario haber nacido aquí. Tampoco sirven los guías, que se ofrecen a cada paso, aunque vale la pena contratar a uno para ahuyentar al resto. Simplemente, hay que sumergirse en la multitud. Ni siquiera se necesita curiosidad. En este mar de rarezas, la curiosidad surgirá de nosotros como un estornudo. Incontrolable. Igual de inevitable es la compra. Sus vendedores siempre nos vencerán, pues son los dueños del tiempo. Nuestro apuro es su mejor aliado. “El que tenía prisa está en el cementerio”, dicen los berebere del Atlas, y por eso aquí vuelan muchos dólares de viajeros. ¡Regatear o morir! Cuando el regateo se hace duro, nos invitarán a un té con menta, hirviendo, para terminar venciéndonos como corresponde, es decir, poniendo caras de derrotados, para no humillarnos con su triunfo. Cada uno de los 7 millones de turistas que llegaron el año pasado a Marruecos -franceses, españoles, chinos, rusos- podrán contarnos esas derrotas. Esas compras inexplicables.
Muros que no hablan
Xemaá-el-Fná, como todo Marrakech, pareciera la forma más amable de acercarse al mundo islámico. No se permite entrar a las más importantes de sus 120 mezquitas. Tampoco subir al bello minarete recién restaurado de la Kutubiya, la torre Eiffel de la afrancesada Marrakech, que fue imitada en Sevilla con la Giralda. Pero igual respiraremos una atmósfera de tolerancia, que en otras ciudades musulmanas ha eclipsado. Entre sus 650 mil habitantes hay una antigua comunidad hebrea, cobijada bajo los verdes techos del barrio Mellah, repleto de joyerías impecables, con tres sinagogas y un gentío callado para siempre en el cementerio.
Incluso el principal consejero del rey es judío.
Nadie abandona las tradiciones. Algunos viajeros recorren la ciudad con la nariz entrenada por el guía berebere. Si huele a menta, quiere decir que en el barrio de las lanas están tiñendo de verde. Si huele a amapola, tiñen de rojo. El azafrán anuncia el amarillo; la henna, el color naranja, y si la brisa transporta la fragancia del cedro, están tiñendo marrón.
Cuando huele a mil diablos muertos, es que nos acercamos al barrio de los curtidores. Trabajan cueros de camellos y otros animales, y muchos que intuyen la amenaza avanzan con hojas de menta encajadas en las narices.
Tampoco desaparece cierto lujo excesivo, como de cuentos orientales. El mismo que disfrutaron los franceses a principios del siglo XX, cuando esta ciudad imperial fue convertida en su “protectorado.” Ellos se encargaron de multiplicar por el mundo los elogios a la magia sobreviviente de Las mil y una noches. Recorrer hoy los nuevos hoteles, principalmente en Le Palmeraie, es hacer un paseo por el lujo más delicado-propio de una ciudad imperial- y también por el más extravagante.
Hasta aquí llegaron y se han quedado para siempre muchos artistas y escritores, como el catalán Juan Goytisolo, que luego de enviudar -ya viejo- se ha instalado junto a la plaza Xemaá-el-Fná para gozar la vida hasta la última sonrisa. El pintor Claudio Bravo, que tiene casa aquí hace décadas.
Aquí no hay espacio para los intrusos. “Nada que pasa detrás de los muros será nunca conocido. Sólo hay que atreverse a ser distinto”, nos advierte el gran viajero Carlos Carnicero al hablar de las casas tradicionales de Marrakech convertidas en hostales (riads). Uno de ellos ofrece pisco-sour y pone bandera chilena todos los 18. Es el Riad Bayti, de Diego Lasou, hijo de la santiaguina Cecilia Ugarte y de un antiguo profesor de la Alianza Francesa de Santiago. Vuelve a Chile cada dos años en visita familiar. Marylen, su mujer-socia, es de Lille.
Detrás de tantos muros ciegos y mudos de la medina, el pintor Bravo ha podido vivir placenteramente una soltería que acaba de completar 70 años. Ahora trasladó su casa principal un poco más al sur, nos dice el diplomático marroquí Abdelaziz Jatim. Se le verá con menos frecuencia en las altas terrazas de los cafés mirando Marrakech, con sus murallas rojas, sus palmeras verdes y a lo lejos el blanco congelado del Alto Atlas, cordillera habitada por los berebere, que en estos días de primavera se llena de flores. Tal vez el pintor se sienta raro. Es que hay un bosque de antenas parabólicas. Anuncian el fin de la Edad Media en la ciudad vieja, la “medina”, como le llaman en el norte de África al sector histórico de una ciudad. Igual encontraremos a Claudio Bravo medineando –caminando a paso lento por la medina-, a veces acompañado por otro pintor chileno, Raúl Valdivieso, en busca de motivos nuevos para su obsesivo hiperrealismo, sin importarle demasiado las temperaturas asfixiantes del verano y ni el clima húmedo del resto del año, a pesar de la vecindad del desierto. Como muchísimos otros, Bravo prolonga la noche, y se va a la cama cuando el calor ya no sofoca.
Por eso, la enorme plaza
gana vida cuando el sol se extingue. Sin embargo, para conocer de verdad a Xemaá-el-Fná, hay que visitarla a distintas
horas. Cada vez es otra. Cada vez habrá visitantes ilustres -como ayer Churchill,
Saint Laurent, los Rolling Stones y los de la generación beat-, que se someten
voluntariamente a los pequeños y amables engaños
de diferentes comerciantes “pícaros de gran
corazón.”
Por las noches se instalan mesas para ofrecer caracoles cocidos, kebabs,
perfumados tajinesy otros platos
simples. Alrededor de la plaza se extienden los callejones del enorme zoco, en
el que se venden pócimas, alfombras, velas, joyas, especias y todo lo que
provea la imaginación.
Moros que dominaron en España por siglos, los almorávides, fueron los fundadores de Marrakech. Y desde aquí la gobernaron. Y los que le dieron mayor riqueza fueron los almohades, como también se la dieron a España, y desde aquí la gobernaron. Ambas eran dinastías berebere, pueblos convertidos al Islam, pero no árabes. A ellos, y no a otros, el mundo tiene que agradecerles el placer de esta ciudad. En su Xmaá-el-Fná se podrá hablar francés, pero se sigue sintiendo en berebere.
Si la abandonáramos de amanecida, veríamos que en el horizonte -imitando al poeta- otro sol teñirá de rojo, naranja, amarillo, rosa, el paño del cielo. Por todo eso, Marrakech siempre nos hará falta.
La Mamounia vuelve a ser
Si se nos permite una licencia, diríamos que el hotel La Mamounia es a Marrakech como la Capilla Sixtina al Vaticano. Nadie bien informado quisiera pasar por Marruecos sin asomarse a este hotel magnífico. Más de mil artesanos han trabajado para borrar todo rastro del estilo art-dèco que lucía desde su remodelación de 1986 y devolverle su huella árabe-andaluz. Se ha enriquecido, claro, con la audacia de un diseñador de interiores francés, enemigo de oropeles y marroquinería, pues no los cree propio del verdadero estilo marroquí.
Jacques García -así se llama el decorador- es un enamorado de La Mamounia que existió antes de la reforma del 1986. Su algo y anodino edificio rosado de los años veinte, espejo en que se miró todo el Marrakech del siglo XX, es lo único que García no ha tocado. La esbelta construcción del siglo XVIII se encuentra sobre un jardín de ocho hectáreas, cercado por las murallas almorávides de la ciudad, donde dan ganas de quedarse y perderse (fue un regalo espléndido del sultán Sidi Mohamed ben Abdallah a su hijo Mamoun).
Nada queda de muebles, servicios y vajillas del hotel pre-remodelación. Todo se liquidó el pasado junio en una subasta en la que coleccionistas y nostálgicos batallaron hasta por la última butaca o cucharilla de té. Rectifico: del viejo La Mamounia algo queda. Queda el fresco de Jacques Majorelle en el techo de la galería que lleva a los jardines. También la barra del Churchill Bar, todavía impregnado por el aroma de los puros que fumaba Churchill durante las temporadas en que pasó los inviernos.
Lo nuevo, intangible: un delicado perfume de dátil y madera de cedro que Olivia Giacobetti ha creado para La Mamounia. Y una iluminación cuidadísima envuelve todo en el misterio de una fortaleza o kasbah. Es lo primero que alerta los sentidos. Casi en penumbra, se van sucediéndose salas de tamaño discreto y mucho carácter. Más que hotel parece gran mansión. El estilo García en tapices y muebles sintoniza magistralmente con los techos de madera, pintados uno a uno, a mano. Finas paredes de estuco tradicional marroquí y mosaicos hechos con técnicas del siglo XVI dan categoría histórica a los interiores.
Confort y sabor están muy lejos de ser relegados a un lugar secundario. Didier Picquot, otrora director en el Ritz de París y del Pierre de NY, se encargan ahora de producir las tentaciones con que se tropiecen siempre los huéspedes exigentes de La Mamounia. Y para dar de comer a sus huéspedes han buscado dos estrellas Michelín. Jean Pierre Vigato, el chef del restaurante parisino Apicius, y el del Don Alfonso 1890 de la Costa Amalfitana. Se harán cargo de los restaurantes francés e italiano.
Traslados aeropuerto en flota de vehículos Jaguar, departamentos independientes con piscina privada, gimnasio con entrenadores personales, cursos de yoga, tai chi y cocina, es algo esperable en hoteles como éste; pero además prescinde de carteles para llegar a las habitaciones, de muebles hechos en serie, de música estilo supermercado, y ofrece mucha seducción y nada de ostentación, aunque se haya invertido un dineral. Y evita exclusividades que no ayuden a la ciudad y su turismo: los jardines, bares y restaurantes se hallan abiertos a visitantes no huéspedes que luzcan bien vestidos sin llegar al sacrificio.
Clima
En Marrakech, como en todo el interior de Marruecos, la temperatura media en verano es muy alta: 38 grados centígrados. En las noches refresca poco. En primavera, 21 grados. Los inviernos son fríos y luminosos. La cercanía de la cordillera del Alto Atlas le permite tener un clima húmedo a pesar de encontrarse a las puertas del desierto.
Gastronomía
No hay novedad en la base: cordero, pollo, tomates, berenjenas, muchas legumbres, aceite de oliva. La gran diferencia la ponen las especias y aliños. Existe una fórmula secreta que cambia en cada lugar. Consiste en una mezcla de productos –que pueden ser decenas de especias, hierbas y aliños especiales- llamada “lo mejor de la tienda” (ras al hanut.) Lo más común: pinchos morunos o brochetas. Lo más exquisito, pero que por su lenta elaboración no se ofrece en todos los restaurantes, es la bstela o pastilla de paloma. Se hace con masa de hojaldre, rellena con carne de paloma, verdura, huevos y almendras, espolvoreada con canela. Otros platos recomendables: el cuscús, parte del almuerzo familiar de los viernes, con sémola de trigo o avena, verduras y, a veces, carne, y el tajine, un guiso de carnes, legumbres y pescados cocinados a fuego lento en olla de barro. La carne reina es el méshui, cordero asado entero, una exquisitez nómada. Pruebe la charia medfuna, un pollo en cabello de ángel. ¿Algo dulce? Pastilla con leche: pasta de hojaldre con almendras y leche aromatizada con flor de naranjo.
La noche
No abunda la vida nocturna al estilo occidental. La más parecida se encuentra en el barrio de Guéliz, con muchos bares, algunos no recomendables. La mayoría de los cafés con terraza, restaurantes y bares de la ciudad se encuentran alrededor de Ave. Mohammed V, en especial en plaza Abdel Moumen ben Ali. El café se toma en la terraza; la cerveza, puertas adentro. La mayoría de los hoteles tienen discotecas que atraen tanto a los turistas, aunque pueden resultar muy distintas a las de Occidente, si bien son mejores que los bares comunes, donde no existe la mujer. Las discotecas y bares abren hasta tarde. Para entrar en las discotecas es necesario pagar y caro. En la ciudad se ofrecen espectáculos de danza del vientre.
Qué ver
Exteriormente se pueden admirar las mezquitas Koutubia y Ben Youssef, y por dentro, la antigua escuela coránica de Ben Youssef, ahora museo. Otros lugares notables: los palacios de El Baddi, y de Bahia, la preferida del sultán; granja-jardín de la Menara, (siglo XII), con pabellón para el sultán, nombre dado al rey marroquí hasta 1957. También los jardines-museo de Majorelle, que Yves Saint Laurent cedió a la ciudad, y los del Agdal, frente al antiguo palacio real, con una gran vista del Atlas y de la ciudad vieja. Notables las puertas de los sultanes: Bab Ahmar (Puerta Roja) y Bab Aguenaou, del año 1150; las tumbas Saadies y la residencia Dar El Giaoui, levantada por un pachá de Marrakech. Del Palacio Real sólo se pueden recorrer patios exteriores. Hay que caminar la calle de los zocos o mercados: la Rue Souk Smarine, que lleva al zoco de las alfombras en Crie Berber, y a otros mercados. Pasada la plaza Rabha Kedima pueden encontrarse yerbateros detenidos en el siglo XII. Si hay tiempo, será una fiesta visitar las fortalezas (casbahs) del desierto y del Atlas, como las de Ourzazate, y en los valles del Draa, las fortalezas del Dadés y del Ziz. Cerca de Makkarech están las de Imilchid y Tamdaght. La de Ait Benhadu fue utilizada como escenario para superproducciones como Lawrence de Arabia y El Gladiador.
Recorridos por alrededores
Conviene visitar los alrededores de Marrakech en vehículos 4×4 (idealmente con chofer) y también en tours que utilizan distintos medios tradicionales: como caminatas, cabalgatas a lomo de mula o dromedario. La ciudad -a 490 m de altura y a la misma distancia del Atlántico que del Sahara- tiene una posición privilegiada para emprender circuitos por las fortalezas, el interior del desierto, las playas o los valles del Atlas. Basta avanzar 20 km para encontrar cuencas llenas de vegetación. El valle de L’Ourika nos lleva a los pueblos berebere de Dar Caïd Ouriki y a las terrazas de Tizi N’Test, hasta Arhbalou. Es breve el recorrido desde este lugar hasta las hermosas siete cascadas de Setti Fatma.
Atractiva posibilidad: alojar en hogares de familias berebere cuando se recorre en mula el valle del río Ounila, unión entre el desierto y el Alto Atlas, cabalgando desde la casbash de Aït Benhaddou, hasta la de Telouet. Ambas servían para controlar a las caravanas de la ruta a Marrakech. Se avanza por senderos tallados en medio de rocas y por desfiladeros perforados por grutas. ¿Transporte interurbano? Estación central, plaza el Mouarabitène.
Baño para sentirse un pachá
Los hammam son los baños turcos tradicionales al estilo marroquí, antes estrictamente reservados a la élite. Excelentes masajistas, con sus friegas “limpian el cuerpo y desentumecen completamente el alma.” Dice un conocedor que sólo sometiéndose a un hamman es posible entender Marrakech. Conservan gran importancia social, como lugar de encuentro. Nos aseguran que todavía algunas señoras seleccionan aquí a las futuras esposas de sus hijos, ya que pueden verlas sin ropas y sin afeites. Uno de los mejores para extranjeros es el llamado Hamman Mille e une Nuit, Mil y una Noches. muy cerca de la plaza Xemaá-el-Fná, en la medina. El más refinado: Palais Rhoul & spa, en el Palmeral. www.palaisrhoul.com
A buscar novia
Con ocasión de una gran feria comercial y romería de bodas, también se puede encontrar pareja entre el 25 y el 27 de agosto durante la Fiesta Anual de la Unión de Imilchil, en el Atlas. El lugar se halla cerca de Marrakech, bajo los 2.000 m de altura. Hoy día, los protagonistas son hombres y mujeres berebere de la tribu Ait H’didu, principalmente viudos y divorciados. Participan activamente las familias de las novias potenciales, accediendo o no a las propuestas de los varones. Las mujeres dispuestas visten una ropa distintiva. Este es un pueblo de campesinos y pastores que habitan en el pre-sahara.
Compras. Alfombras berebere, cueros, pieles y cerámicas. Regatear siempre.
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