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Haiti de Duvalier – Luis Alberto Ganderats
Haiti de Duvalier

Haiti de Duvalier

A bordo de un tap-tap recorrimos la mitad del país, en víspera de la crisis que terminó con la dinastía familiar. Para entender Haití es necesario saber qué pasa entre negros y mulatos, y no olvidar su abrumadora densidad de población: si tuviéramos aquí la misma densidad, los chilenos sumaríamos 170 millones o más.

¿Sabe usted cuál es el animal más parecido al hombre?– pregunta el oficial de policía mestizo que me revisa los documentos en el Aeropuerto Las Américas de Santo Domingo. Le digo “no, no lo sé”, aunque veo venir su respuesta. Hace un gesto despectivo y señala un grupo de trabajadores negros que hace cola para tomar el avión con destino a Puerto Príncipe. Se trata de “brazos” haitianos para la zafra azucarera, trabajo que los dominicanos prefieren no hacer.

-¿Son pendencieros?- pregunto.

-No, son tontos… Pero si usted se descuida, lo engañan.

El prejuicio antinegro del mulato y las rivalidades históricas entre República Dominicana y Haití hacen brotar en forma explosiva la animosidad de los dominicanos. El pueblo vecino que en el siglo pasado los invadió, derrotó y sojuzgó en dos oportunidades, vuelve ahora -cabeza baja- por unos platos de comida. Y como habla una mezcla extraña de francés y africano, el creole, la comunicación entre ambos pueblos se torna casi imposible,

Pero si “son tontos”, ¿para qué buscar otra explicación?

A bordo, las blancas auxiliares de vuelo repiten con sus gestos el comportamiento del policía mestizo. A mi lado, uno de los haitianos abre el libro que lleva bajo el brazo, y se sumerge con unción en el Nuevo Testamento.

Sólo levanta la cabeza cuando los parlantes traen la voz del piloto: aterrizaremos ya en el Aeropuerto Internacional Francois Duvalier.

A través de la ventanilla observo que enormes letras recuerdan sobre la fachada del terminal al médico que gobernó al país por trece años, y cuyo hijo adolescente, Jean Claude ya ha cumplido catorce en el poder, dejando su adolescencia en el Palacio Nacional.

“Jean Claude, président a vie”, presidente vitalicio,  proclaman letreros elocuentes en un muro interior del terminal aéreo. Una decena de presidentes “de por vida” ha tenido Haití. La mayor parte, sin embargo, optó en un momento por aflojar el poder para conservar la vida.

Un acto de sensatez inobjetable.

(Quien esto relata estaba muy lejos de imaginar que el país vivía por esos días en la víspera de otro acto de sensatez, cuya motivación sigue en semi penumbra, a pesar de las tres semanas transcurridas. Al parecer Duvalier hijo ha sido cambiado para que… nada cambie).

UNA REVOLUCION COMPLETA

Tras la rápida revisión de documentos y una carrera en taxi hasta un terminal de buses cercano al aeropuerto, ya voy en dirección a Gonaives, un pueblo situado en el corazón de Haití.

Es una gran aldea con historia.

Seis años antes que Chile declarara su independencia, este pueblo de esclavos de sangre africana culminó en Gonaives uno de los procesos revolucionarios más completos y sorprendentes de la historia universal: logró la abolición de la esclavitud, derrotó a las tropas del yerno de Napoleón y a otras enviadas por el Imperio Británico, se independizó de Francia, creó la primera república negra del planeta y la primera república después de los Estados Unidos. Tiempo más tarde, el ochenta por ciento de las tierras pasó a manos de los campesinos, en completa armonía, y gracias a una medida adoptada por un presidente mulato y conservador, y cuando los blancos fueron expulsados o exterminados, Haití se hizo definitivamente africano en raza y en cultura popular.

Gonaives vio en 1804 la jura de la Independencia. Y su atraso de hoy -que es el de todo el país- simboliza un destino lamentable: el milagro político de Haití, la gran esperanza negra, no alcanzó a durar una generación. Bruscamente se secaron las vertientes de la cordura, y los líderes estrangularon más que la esperanza de un pueblo, la de una etnia africano-americana.

DIGNIDAD SOBRE LAS RODILLAS

No alcanzaron a estrangular, sin embargo, la dignidad de los campesinos. Y eso lo estoy sintiendo en este mismo instante sobre mis rodillas. Es divertido. El viaje a Gonaives lo hago en un vehículo que parece carrusel sobre ruedas, pintado con todos los colores conocidos, y que se llama tap-tap. En el tap-tap se viaja sentado sobre tablas, cara a cara, codo a codo con los vecinos, sintiendo su aliento, su transpiración, y en lucha permanente nuestra curiosidad con nuestro recelo. Es una camionada de hombres y mujeres pobres; todos campesinos o comerciantes de la miseria (seis ajos, diez mangos, un atado de verduras…). Pero hace 180 años que dejaron de ser vasallos, y eso es lo que siento sobre mis rodillas. Una mujer que va sentada cara a cara conmigo se cansó de permanecer erguida y ha resuelto viajar afirmada con sus codos en… mis rodillas… Sin consultarme, naturalmente.

No le importa que sea blanco, negro o mulato; haitiano o francés; rico o muerto de hambre; culto, ignorante o a medio desasnar. “Todo hombre es el Hombre” es una expresión que los haitianos gustan repetir, y que se ha hecho carne en ellos. Por eso conforma uno de los pueblos más admirables de cuantos he conocido, desde muchos puntos de vista.

¿DONDE ESTA LA MISERIA?

A muchos extranjeros les engaña la pobreza. Entre ellos a mí, en una primera aproximación. Pero antes de hablar de miseria humana -alguien lo dijo- es prudente fijarse bien de qué lado se encuentra esa miseria.

Tiene Haití más pobreza que El Salvador, que Jamaica, que Bolivia. Lo veo a través de las rendijas del tap-tap. Es el país más pobre de las tres Américas, si medimos la miseria en dólares per cápita. Pero sería de los más desarrollados si las estadísticas y gráficos se ocuparan de las gentes y su confiabilidad, de su capacidad para ser felices y generosos, de la solidaridad manifestada en cada gesto.

¿Y por qué tanta pobreza en dólares?

Porque su territorio, bastante más reducido que el de nuestra Región de Coquimbo, debe alimentar a una población veinte veces más grande. Casi 6 millones de personas en menos de 28 mil kilómetros cuadrados. Si estiramos un poco más las analogías, y nuestro país tuviera la densidad de población haitiana, los chilenos seríamos 170 millones.

Como si fuera poco, el territorio haitiano parece una tempestad de montañas, con pocas tierras planas y casi todas en el límite extremo de empobrecimiento. Existen hoy familias que viven de lo que les proporciona un octavo de hectárea. La tierra no tolera una división más sin multiplicar el hambre, y por eso casi nadie gana lo suficiente como para pagar impuestos. Unos pocos que lo hacen no dan lo necesario para sacar las arcas fiscales de la pobreza.

Y en consecuencia no existe educación estatal gratuita y, de cada cien personas, sólo veinte saben leer.

Pero este pueblo -hoy miserable- fue obligado a pagar cientos de millones de francos a los colonialistas franceses por las tierras que pasaron a manos de sus antiguos esclavos. Y luego sobrevino la rivalidad de distintos líderes mulatos o negros después de la independencia, la que agravó el daño.

VER HAITI, Y MORIR

Avanza el tap-tap botando y recogiendo pasajeros con parsimonia, dejando así tiempo para observar los campos, el camino, las aldeas. Más que un simple viaje por sobre la tierra, el ir por Haití parece una excursión en el tiempo, hacia las regiones cafeteras y azucareras del otro siglo.

Un avanzar retrocediendo.

Las mismas mujeres con pañuelos coloridos en la cabeza, sus mismos borricos, la misma ausencia de vehículos en los caminos (salvo un tap-tap de tarde en tarde), el mismo caminar de hormigas humanas.

Hago la prueba: voy contando cuántos metros separan a una persona de otra, entre los que caminan, trabajan o simplemente se asoman a la ventana de su bohío, en pleno campo. ¡No más de veinte metros! No más de veinte metros se puede caminar sin ver a una persona, en los largos caminos. En centenares de kilómetros ocurre siempre lo mismo. No hay descanso para la vista.

En muchos lugares el paisaje imita de tal modo el arte que el placer estético supera cualquier intento de descripción. Hablo solo y anoto en mi libreta: “Nadie debería morirse sin ver esto”.

Construidas con tablones de palmera, las casas campesinas no tienen una sola línea recta, ni un solo ángulo de noventa grados. Combinan los colores puros de manera propiamente artística. ¡Hasta el rojo con el rosa!, agregando postigos celestes, irregulares, como si los hubiese dibujado una niña de cinco años.

Antes de llegar a Gonaives ya he descubierto que los famosos pintores ingenuos de Haití han debido crear muy poco: el color y la forma del paisaje rural son una invitación al plagio.

NIÑOS AL ASALTO

Pero mientras el paisaje rural supera en belleza a casi todo lo que antes he visto, la suciedad y fealdad de los pueblos serían también insuperables sin el encendido color de muchas ropas campesinas y de algunas viviendas tradicionales.

Sólo una milagrosa alegría de vivir logra contrarrestar una pobreza tremenda. Nuestro tap-tap es un microcosmos. La realidad haitiana desfila sin parar, baja y sube en cada aldea. A bordo, junto a mí, viaja una flaca mujer con un niño en sus brazos. Debe tener un año de edad. Le ha dado de mamar, pero sus pechos pronto quedan vacíos. Un largo llanto es la respuesta del niño, cuya madre carece de dinero para comprar “rellenos” y otros sustitutos para su leche pobre y escasa.

Sube una mujer con su guagua de pocos meses. Minutos más tarde se ha soltado el corpiño para darle de mamar. Dos pechos llenos, cuya leche brota blanquísima de sus pezones negros, se transforman  en una irresistible tentación. El hijo hambriento de mi vecina repentinamente deja de llorar, da pequeños brincos por las faldas de otros pasajeros, gatea torpemente y en menos que canta un gallo sé ha colgado de uno de esos pezones ajenos.

Todos ríen. Y más que nadie, la propia mujer tomada por asalto,

LOS QUE MANDAN AQUI

En Gonaives me espera la decepción. Camino por horas en calles que tienen acequias a tajo abierto, llenas de polvo y basura. Nada más. Decidido a continuar a Cabo Haitiano, que en su época fue escenario principal de la rebelión contra la esclavitud y el gobierno colonial francés. Ciudad principal del país durante larguísimo tiempo, lo sigue siendo desde el punto de vista turístico, gracias a sus playas y a las faraónicas construcciones de un emperador negro: Henri Christophe (Reportaje especial en una próxima edición).

A medida que el tap-tap avanza hacia el norte, sentimos en costillas y sentaderas que es muy verdadera una resignada definición de este pueblo sobre su país: “Después de una cuesta, otra cuesta”. Siempre hay que bregar, sudar. No es tierra que se entregue dócilmente. Y su geografía jorobada dificulta mucho las comunicaciones y el transporte.

A las dos de la madrugada llegamos a Cabo Haitiano.

Se produce mi primer encuentro con los Tontons Macoutes, con quienes me seguiría tropezando en cada lugar, hasta tomar desayuno en la misma mesa del Hotel Valparaíso del puerto Port-de-Paix.

Nadie puede salir o entrar a los pueblos sin un registro policial. Grandes tambores bencineros sirven de barrera, y los policías se toman su tiempo, mirando a las gentes como diciendo “el que manda aquí soy yo”.

Ha sido así desde la época de la
Independencia. El Ejército controlaba y regulaba el tránsito de personas. Nadie podía radicarse en otro lugar sin permiso oficial. Desde entonces, el haitiano se acostumbró a las barreras, a las preguntas, a las arbitrariedades.

-¿De donde viene, señor?
-De Chile.
-¡¿De Chile?! ¿Y qué ha venido a hacer a Cap Haitienne?
– Quiero conocer el país.
-¡Ajá! Bien, esta noche dormirá usted en el Hotel Mont Joli. Ese taxi lo transportará.

Su conductor usa lentes oscuros. Los jefes de los Tontons Macoutes no llevan otro distintivo que sus lentes oscuros y sus pulseras doradas. Me entrega una copia de mi registro de ingreso, escrito en caligrafía infantil, y ordena a uno de sus subalternos -vestido con uniforme azul- que me ayude a cargar el taxi.

PENDULO: BLANCO Y NEGRO

Mont Joli es un hotel hermoso; el más caro de los hoteles de la vieja Cap Francois, que llegó a ser llamada “el París de las Antillas”. Con la cooperación de los incendios, terremotos y ciclones, sigue siendo más un pueblo que una ciudad. En las altas habitaciones del hotel, con aspas refrescantes sobre el techo, paso mi primera noche de aña semana haitiana. A la mañana siguiente, sobre la terraza, tomo el primer desayuno, y tengo la sensación de estar haciendo un viaje por África, pero esta vez sin abandonar América.

Es un África en que los negros siguen luchando por conquistar el poder, controlado casi siempre por una minoría mulata, inferior al diez por ciento. Aquí resulta evidente el dominio sutil que el mestizo ejerce  sobre el noventa por ciento de los negros. Los altos funcionarios, gran parte de los jefes militares y policiales, tienen orgullo de su sangre europea y presumen de pronunciación parisina. Los negros, en cambio, hablan perfectamente creole, inentendible mezcla de normando, traído por los piratas de la isla de La Tortuga, y varios dialectos africanos.

Pocos negros saben juntar una letra con otra.

-Si no se entiende esto, no se entiende Haití. No se puede explicar el fenómeno de los Duvalier, la historia del país ni el porqué de los Tontons Macoutes y el vudú.

Es la opinión de un diplomático hispanoamericano.

Como un péndulo ha oscilado la historia local entre los presidentes negros y los mulatos. Pero la mayoría de los presidentes negros se puso al servicio de los mulatos. Eran escogidos para conservar las apariencias, para engañar a la mayoría negra.

También el Ejército y la policía sirvieron normalmente los intereses mestizos,

Hasta que un día llegó Duvalier.


NACEN LOS TONTONS MACOUTES

Médico ejemplar en las provincias, culto y refinado, Duvalier fue elegido democráticamente en 1957, cuando en Chile gobernaba Ibáñez del Campo.

A poco andar, Duvalier se dio cuenta que los mestizos conspiraban para sacarlo del poder. Les irritaba un mandatario negro que favorecía a los negros y gobernaba con negros.

Tanto el Ejército como la policía no le inspiraban confianza. Duvalier se rodeó, entonces, de una nutrida guardia personal, semi secreta. Ella destruyó conspiraciones a sangre y fuego, persiguió a la burguesía mulata, y a muchos otros hombres influyentes fuera y dentro del país.


Con ese paisaje de fondo nacieron los Tontons Macoutes, y junto con ellos las presiones para destronar a Duvalier. Tiempo después los rodeaba una imagen aterrorizante. Fueron desnaturalizados y corrompidos por el poder total, convirtiéndose en asesinos descontrolados, en defensores de intereses propios, a espaldas del viejo Duvalier, o contando con que hiciera vista gorda.

Hoy los cucos u hombres del saco (eso significa Tontons Macoutes) suman 17 mil hombres, y superan al Ejército y a la policía en su conjunto. Comparten las comisarías y retenes policiales y se les llama Voluntarios de la Seguridad Nacional.

OBRA DEL HIJO

Jean-Claude Duvalier los reorganizó al tomar el poder heredado de su padre, vistió a la tropa con uniforme azul pizarra y puso ciertas limitaciones a sus oficiales. Como disponen de poder e influencia, los mejores hombres de cada pequeña comunidad postulan a este “voluntariado”, de tal modo que ahora existen entre estos cucos muchos individuos con buenas habitaciones y condiciones morales y culturales, atrapados por el sistema y la miseria.

Nadie discute en Haiti que el joven Duvalier  liberalizó sensiblemente la sociedad en sus catorce años de gobierno. Muchos creen que hay influencia poderosa de su esposa, Michele Bennett. Hija de un blanco y de una mulata, estuvo casada antes, y su primer suegro -un militar- fue ajusticiado por el viejo Duvalier, acusado de conspirador. Luego que su esposo la abandonara por otras razones, casó con Jean-Claude. Fue de esta manera como una mestiza, casi blanca, entró nuevamente al círculo del poder, y su voz parece escucharse muy potente en el Palacio Nacional, que es La Moneda haitiana.

Algunos mestizos forman ya en el el gabinete de Jean-Claude, si bien no resulta fácil establecer qué grado de influencia han conquistado.

¿Para dónde va el péndulo ahora? ¿De dónde vienen los enemigos del joven y mestizo Duvalier? ¿Qué fuerzas son las que se mueven en las sombras?

MORALIDAD DESDE LA CUNA

Cabo Haitiano luce tranquilo. El mercado desborda miseria y entusiasmo. De pronto me sobresalta el griterío de la multitud. Estoy cerca de la plaza, en la vecindad del mercado cuando una nube de niños y muchachos avanza hacia el lugar desde el cual observo. Al centro, una mujer joven concentra el interés de los niños. Tiene una bolsa en sus manos y un temor lívido en el rostro.

¡¡Ladrona!!… ¡¡ladrona!!… ¡¡ladrona!!

Muestra su bolsa vacía y balbucea algunas palabras que no se escuchan. Camino varias cuadras y el griterío no cesa. Un comerciante me explica:

-La sorprendieron robando en el mercado. Todos condenan aquí ese comportamiento.Los niños no pueden ir a la escuela, pero sus padres los forman en la honradez. Ha sido así desde el siglo pasado.

Por eso no hay barrios peligrosos en el país. La gente no roba ni asalta. Hay casos excepcionales que no vale la pena considerar.

Así me lo dijo el gerente del Hotel de Gonaives, donde he dormido la segunda noche, camino a Port- de-Paix.

Lo mismo afirman los diplomáticos, que normalmente se quejan de las mañas nativas en los otros países.

-La gente es extraordinariamente honrada. Está en su carácter, o en su formación, no lo sabemos. Gente sana, muy buena.

En la misma casa, una gran casa, le pido a una de las empleadas que me indique dónde está el baño de visitas. Me hace un gesto de simpatía para que la siga, camina por salas y pasillos, abre finalmente una puerta, entra al baño, se acerca a la taza y con el dedo índice me la muestra:

-Ahí.

Muchas de ellas trabajan para los extranjeros aunque sea por una cama y buena comida. Y eso se explica por la pobreza y la falta de condiciones higiénicas en casi todo el país. Estoy entrenado para comer en cualquier emergencia, pero la comida que ofrecen en las calles o en restaurantes populares es de esas que quita el apetito antes de abrir la boca.

UN CICLON DESMEMORIADO

Sólo tres veces a la semana y dos horas cada vez, hay agua potable en las cañerías de la inmensa mayoría de los barrios haitianos. Por eso, en los mercados abundan vendedores de agua en baldes, que ofrecen un vaso por algunos centavos de gourde, la moneda nacional.

Puerto Príncipe, la capital, sólo tiene un edificio con ascensor, el Hotel Castell Haití, fuera de servicio, y el setenta por ciento de la población vive en callampas miserables estilo Zanjón de la Aguada.

Se divierten ciertos extranjeros inventando historias a propósito de esta pobreza. Una de ellas:

-Venía el ciclón David barriendo ciudades y pueblos por todas las Antillas, y al pasar frente a Puerto Príncipe echó una mirada pensativa, y dijo: “Ah, parece que ya pasé por aquí”, y siguió de largo.

Existen, naturalmente, barrios de mulatos y extranjeros lujosamente urbanizados. Ninguno más famoso que Pétion Ville, cuyo nombre recuerda al más progresista y querido de los mandatarios mulatos, héroe de la Independencia. Es un área semejante a El Arrayán o Lo Curro, con casas dispersas sobre cerros. Pero hay poblaciones campesinas en el vecindario y niños que frente al hombre rico se levantan la polera y golpean repetidamente su estómago con una mano.

También el campesino está conociendo el hambre.

Hasta ahora, el pequeño propietario agrícola ha sido, en un sentido muy exacto, el seguro de vida de la sociedad haitiana. Aislado, ensimismado, autosuficiente, adversario de los cambios violentos, ese pequeño propietario repartido por toda la geografía se mantiene estable mientras en la superficie el país agoniza o sus instituciones andan a la deriva.

El campesino ha salvado al país de la anarquía social, mucho más peligrosa que la anarquía política (golpes, actos de rebeldía, revoluciones), que ha sido constante en el Haití independiente.

De continuar el empobrecimiento y subdivisión de las tierras, surgirá la anarquía social en el campo, y entonces la historia puede sufrir estremecimientos.

UN TAIWAN NEGRO

¿Está el futuro haitiano en la democracia?

El concepto de elección libre en el sentido anglosajón no es aquí garantía de nada. Duvalier fue elegido en una impecable elección democrática. Falta un fondo de tradición, de organización política, de educación y de información pública, que no existen.

Su problema es más económico y educacional que político, de acuerdo con los analistas más confiables. Faltan inversiones y técnicos, faltan ideas para aprovechar las riquezas potenciales.

Principal riqueza conocida es la tierra, que se halla repartida. La única reforma agraria posible pasa, entonces, por la reunión de las propiedades pequeñas en grandes explotaciones agrícolas de tipo industrial: café y azúcar. Pero es fácil imaginar el trastorno social y político que provocaría tal medida.

¿Qué hacer entonces con Haití? ¿Entregarlo a la Unesco como protectorado, ya sugerido en broma, para aprovechar sus inclinaciones artísticas?

La verdadera riqueza potencial de Haití parece ser su estratégica situación geográfica, cerca de los mercados mundiales, y su mano de obra abundante y baratísima.

¡Un Taiwán negro!
De eso se viene hablando y especulando últimamente. Técnicos investigaron la capacidad del haitiano para el trabajo industrial monótono. Se quedaron con la boca abierta. Su eficiencia es superior a casi todas las conocidas hasta hoy.

En su paciencia y su destreza está la clave. Sobre todo en la paciencia admirable.

TODO HOMBRE ES EL HOMBRE

Luego de cuatro días viajando en tap-tap, de recorrer la mitad de Haití apretado como poroto en saco lleno, he aprendido una lección: siempre hay espacio para alguien más, siempre es posible transpirar un chorrito más y no morir deshidratado. A veces el vehículo rebasaba de carnes, de piernas, de brazos. Por fin se detenía a dejar a un campesino (“menos mal”). Pero subían cuatro.


-Ahora sí que no van a caber-, pensaba yo, y pensaba mal.


Segundos más tarde, un señor o una señora se ponía de espaldas frente a mí, calculaba cómo caer medio a medio entre mi cuerpo y el de mi vecino, metía su mapamundi carnoso, con un leve meneo, hasta sentarse, como por acto de magia.

Nunca un “con permiso”. Tampoco un “ya pues, córrase”.

Es un derecho, simplemente.

Todo hombre es el Hombre, repiten los haitianos, y algún día hallarán la manera de comer todos sin dejar de ser un pueblo admirable.

Ese día no está cerca.

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