De Chuchunco a la Torre Agbar
Mi hermana Mimí nunca ha olvidado el día cuando la expulsaron de la sala por preguntar por qué Adán y Eva vivían desnudos. Estaba en cuarto básico, y el hecho que una pregunta inocente entre las inocentes fuera motivo de pública sanción le ha quedado fresca en la memoria. Dicho episodio, que merece estar en la Historia de la estupidez humana, de Paul Tabori, hace poco saltó a mi recuerdo cuando entre adultos escuché a un ingeniero responder, incómodo, a una pregunta por el último edificio notable de Barcelona, la Torre Agbar (foto), obra de Jean Nouvel. “Sólo me ha parecido un monumental símbolo fálico. No sé qué méritos puede tener, salvo, quizás, satisfacer las fantasías de tantos catalanes snobs.” Varios de los que estábamos cerca de él fijamos los ojos en el éter y mantuvimos la boca cerrada.
Muchas veces queremos creer que los viajes abren el foco de nuestro entendimiento: el que sale no es el mismo que vuelve. Pero subsisten temas sometidos a una camisa de fuerza. El conflicto principal tiene que ver con nuestro cuerpo. Imposible saber cuándo y cómo dejó de ser algo natural para convertirse en el foco de nuestras más duras culpas y miserias de entendimiento. Casi todas las culturas y religiones están conectadas con esa expresión fálica que vemos en la bella torre de Barcelona. Entre los romanos, el falo rígido, lejos de ser algo para ocultar, fue considerado símbolo de alegría, buen recibimiento. Incluso de fortuna. Recorrer el mundo es hacer el camino ininterrumpido de las más naturales y, muchas veces, divinas expresiones fálicas. O del seno femenino, del cual, los funerarios túmulos de piedra parecen simples metáforas. En la india Khajuraho se muestran templos notables en que se fusionan el elemento erótico con el religioso, una simbiosis extendida por el planeta. La unión de la pareja se encuentra asociada a un placer de origen divino, ligado a la necesidad de procrear, lejos de la noción de pecado o falta; símbolo del génesis, de la creación.
La actitud nacional frente al cuerpo quizá se expresa bien en el Indio Pícaro, que en 1980 nació más que para mostrar, para ocultar. Y otro símbolo es el Callejón de Chuchunco, al lado de Doñihue. Allí, en mayo de 1973, descubrí a Daniel Soto, un escultor espontáneo, setentón, militante comunista, que hacía réplicas de desnudos, de ninfas y clásicos como el David de Miguel Ángel, y los instalaba en el antejardín. Luego les ponía calzoncillos o corpiños de nylon. “Es por las visitas”, dijo su señora. Esa alma rural, que no nos abandona, parece cada vez más separada de la realidad. La editora universal de obras de cultura, la alemana Taschen, acaba de lanzar un libro imprudente de tapa a tapa: The Big Penis Book. Reproduce fotos fálicas tomadas fuera de Chile por los mismos días en que me encontré con ese adorable escultor de Chuchunco que ponía calzoncillos al David de Miguel Ángel.