Cita con las mujeres karen
En la misteriosa esquina del Sudeste Asiático donde se encuentra el Triángulo de Oro, famoso por los señores del opio, tuvimos un encuentro con las dulces mujeres de cuello largo. Nos explicaron su costumbre, que parece inexplicable en el 2012. Hace 80 años un circo de Indiana exhibía una “mujer jirafa” birmana. Ahora se exhiben ellas mismas.
Viajes y Fugas. Por Luis Alberto GanderatsHay que sujetar la emoción. Nos vamos acercando al aún temido Triángulo de Oro, la tierra del opio clandestino, donde se unen Birmania, Laos y Tailandia. Nuestro camino se abre paso casi mordiendo la frontera de Tailandia con Birmania, en medio de una selva que parece tranquila, aunque los árboles pueden ocultar un avispero. En la zona se sigue traficando la droga, igual como dos siglos atrás, cuando los comerciantes británicos, con apoyo de la propia reina Victoria, la ingresaban ilegalmente a China, y llegaron a provocar una catástrofe humana, y luego, las sangrientas Guerras del Opio.
A estas selvas tailandesas por donde avanzamos suelen entrar guerrilleros birmanos que desde 40 años se enfrentan a su gobierno. No estamos, por lo tanto, en un área totalmente segura, pero es seguro el placer del viaje. Más al interior, eso sí, existen caminos principales, como el que une las ciudades de Chiang Mai y Chaiang Rai, donde la seguridad es completa. Las tribus de las colinas de esta área han recibido incentivos para abandonar esos cultivos, y ya se ven cambios. Crecen bosques en muchos lugares donde hasta hace poco tiempo se cultivaban amapolas blancas para producir opio.
Pero existen aquí novedades de otra clase. La violencia en Birmania –país hoy llamado Myanmar– ha generado un inesperado fenómeno humano, que atrae a muchos viajeros: la presencia de las famosas mujeres cuello largo. Ahora vamos en su búsqueda acompañados por un hombre joven de Chiang Rai, la última ciudad del Norte de Tailandia, que por causa de la droga fue considerada insegura hasta años muy recientes. Esas mujeres de cuello largo habitan aldeas perdidas de las colinasdonde han buscado refugio después de huir de Birmania.
La culpa del circo
Provienen del Estado de Shan, que hemos divisado desde el camino, en la frontera. Muchos de los hombres siguen ahí con su resistencia armada, aunque en los últimos meses viene bajando la presión por el cambio de un gobierno militar a otro civil. El nuevo régimen es afín al anterior, infinitamente corrupto también, pero ha devuelto muchas libertades. Parece dispuesto a dialogar con sus adversarios políticos –incluso devolvió la libertad, después de 7 años, a la Nobel de la Paz, hoy parlamentaria, Aung San Suu Kyi–, y en enero acordó un alto al fuego con algunos grupos étnicos. Entre ellos los karen, al cual pertenecen las mujeres refugiadas que ahora vamos a visitar en Tailandia.
Para sobrevivir, ellas producen y venden artesanías en sus aldeas. También piden una contribución a quienes desean visitarlas, lo que nosotros haremos sin chistar. Hace mucho que nos acompaña la curiosidad por saber lo que ellas sienten con sus pesadas espirales de bronce alrededor del cuello y qué piensan de esa costumbre. La nuestra no es curiosidad nueva. Hace más de 80 años, un circo de los Estados Unidos especializado en animales tenía éxito presentando como “el descubrimiento estelar del siglo” a una supuesta princesa birmana, Mu Kaun, llamándola “mujer cuello de jirafa”. El sobrenombre puesto por el Hagenbeck-Wallace Circus no es algo que guste a estas mujeres. Tampoco le gusta palaung o padaung, que les colgaron sus adversarios birmanos (“mujeres de cuello largo”). Ellas prefieren sus nombres étnicos kayan o karen, que vienen caminando con ellas en la historia, partiendo desde el desierto de Gobi y Mongolia, en la vecina China.
Para llegar a la aldea Nai Soi, de las mujeres de cuello largo, nos hemos tenido que alejar 1.000 kilómetros de Bangkok, al Norte, y caminar por caminos duros, cerro arriba, no muy lejos de Chiang Rai y del pueblo de Mae Hong Son. Al acercarnos vemos hombres kayan –con celular en la oreja—moviendo la tierra ayudados por cornudos búfalos de agua. En lugares que eran selva virgen hasta hace pocos años, producen café, porotos, arroz. Otros prefieren trabajar como mahoot, amaestradores, en esta zona de Tailandia. Por eso, en las afueras de Chiang Mai los hemos visto mostrar destreza al bañar y conducir elefantes en los ríos.
Sufrir para lucir
Al igual que en Birmania, las viviendas de la aldea Nai Soi están construidas sobre pilotes y con techo vegetal. En la escuela vemos a niñas de pocos años con espiral de cobre en el cuello, y a un niño haciendo como si nos disparara, tal vez imitando lo que ha visto en sus convulsionadas aldeas de origen. Alcanzamos a divisar un pequeño templo budista, y una sala para ceremonias cristianas, religión que ellos adoptaron durante la colonización británica. Pero budistas y cristianos conservan su milenaria base espiritista.
Los miembros de esta tribu suman en total unos siete mil, a ambos lados de la frontera. En esta aldea vive cerca de un centenar. Para tomar contacto con sus mujeres nos hemos acercado a los talleres-tiendas, agrupadas en un sector de Nai Soi. Todas ellas hablan una lengua austroasiática y además un idioma occidental, algunas incluso castellano, de uso poco común en este rincón de Tailandia. Sin excepción, y tal como ordenan las tradiciones, tanto niñas como ancianas visten un blusón de color blanco con escote en V, del cual parte una franja bordada que la cruza de alto a bajo. Llevan un moño sujeto con palillos, los cuales les sirven también para aliviar las picazones que sienten en el cuello por el contacto con las espirales de bronce. Las jóvenes se pintan delicadas hojas blancas en las mejillas, y todas cubren sus cabezas con pañuelos o una especie de toca liviana de colores vivos.
¿Qué decir de ellas?
En verdad, su presencia es notablemente digna. Van con el mentón arriba y la mirada de frente, acompañada casi siempre por una media sonrisa. Y no porque la espiral que rodea el cuello –puede pesar de cuatro a ocho kilos—resulte fácil de llevar. Ioia Panh, de 35 años, madre de dos niñas, que teje alfombras en un telar de cintura, dice:
–A los cinco años, cuando nos ponemos una pequeña espiral, a veces molesta, nos da calor, nos aburre. Algunas sienten dolor de cabeza. Pero rápidamente nos acostumbramos.
–¿Y qué ocurre cuando tienen que sacarse la espiral por una intervención quirúrgica o un examen de rayos donde no se permite el metal? ¿O cuando la cambian por una espiral más larga, cada cuatro o cinco años?
–No es fácil. Nos ayudan los hombres. En algunos casos se necesita media mañana de trabajo para abrir la espiral y sacarla por la cabeza. Y más tiempo cuando tenemos que enrollarlas nuevamente en el cuello, hasta que quedan perfectas. Cuando les sacan el peso de la espiral, algunas sienten mareo y les cuesta unos minutos equilibrarse al caminar.
Un cuello que crece
Ioia Panh nos explica que la espiral –que a veces puede tener más de 20 vueltas– se apoya en un collar plano de bronce que va sobre los hombros, seguido por otro que se inserta por detrás del cuello y que es metido como se hace con una llave en la circunferencia de metal de un llavero.
–¿Se atrofian los músculos del cuello por la inmovilidad?
–Se debilitan. Tenemos que hacer ejercicios, mover la cabeza. Nos ponen una tela de apoyo en el cuello, para sujetarlo. Eso es por unos días. Después sacamos la tela.
–El peso de las espirales les echa hacia abajo la clavícula y las costillas. Por eso se produce la ilusión óptica de que el cuello crece hacia arriba, aunque crece hacia abajo. ¿A usted le duele?
–No, no. El cuerpo se va acomodando muy lentamente. Dura toda la vida. No produce dolores, al menos no dolores permanentes.
Dos veces al día, ellas pasan una tela húmeda por el cuello. Para limpiar las espirales, y así evitar irritaciones por el sudor o el roce, algunas usan finas esponjas de acero. La mayor parte sigue con la fórmula tradicional, y emplean corteza de tamarindo y pulpa de limón. Lo hacen casi diariamente, en un rito social, en que conversan en su lengua misteriosa y ríen por motivos no menos intrigantes. Al verlas, no podríamos decir que sufren.
–¿Por qué usan esos adornos tan incómodos?
Nos mira como lo haría un occidental al que le preguntáramos por qué se aprieta el cuello con la corbata, usa tacos altos o se instala un piercing en la nariz. Nadie lo sabe con certeza. Los kayan no tienen una historia escrita, y el origen de esa costumbre se ha desvanecido. Muy probablemente es indicativa de una diferenciación social.
Zoya Kaun, una de las mayores de la aldea, lo tiene claro:
–Las mujeres kayan nos queremos ver bonitas como nuestras madres y nuestras abuelas. Y a los hombres les gustan.
Las pobres no pueden
Zoya Kaun, como Ioia Panh y su hija adolescente, Moi, dicen que son falsas las informaciones que se dan sobre el origen de esta costumbre. No empezaron a usar cuellos de metal para evitar los ataques mortales de los tigres, ni tampoco es verdad que sólo los pueden llevar las nacidas en fiesta de Luna Llena. Ni menos que las adúlteras deben sacárselos y morir asfixiadas por no poder sujetar la cabeza…Son inventos de los guías turísticos y de algunos viajeros que averiguan mal. Eso dicen. Y usarlos o no, es decisión voluntaria.
Zoya Kaun:
–Como somos refugiadas necesitamos ganar dinero, y nuestros cuellos largos ayudan a que vengan turistas. Se sacan fotos con nosotros, compran nuestras artesanías, nos dan algunos dólares como ayuda voluntaria. Pero muchas hermanas de la aldea prefieren no ponerse espirales. Todos las respetamos.
–Algunos dicen que ustedes son exhibidas y fotografiadas como rarezas de zoológico.
–No, eso no es así. Los turistas van por el mundo buscando lo más lindo, lo más diferente. Se sacan fotos con nosotros y también con los monjes budistas de aquí, con las bailarinas de cualquier tribu del Pacífico, con los campesinos de Birmania, con los habitantes de África, supongo. Y ellos no son de zoológico.
–¿A usted no les parecen raras sus espirales?
–No. Nada. A nuestras madres y abuelas las vimos siempre adornadas igual que nosotras. Las quisimos y admiramos así. Las hermanas nuestras que siguen viviendo en Birmania se han empobrecido mucho y no tienen para comprar collares de bronce. Nosotras, sí, por suerte. Los turistas nos ayudan.
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