Bora Bora
Una maravilla como cualquier otra
Hay pocos lugares en el planeta que pueden ser asociados al paraíso terrenal sin que nadie pueda levantar protesta por exageración. Uno de esos lugares es Bora Bora y reclama en un puesto en la primera fila. El autor de este reportaje vivió la dura experiencia de ir y negarse a partir otra vez…
Bora Bora me está inspirando un mal sentimiento. Cuando llegué era distinta. Quedé con la boca abierta. Con razón, pensé, un premio Pulitzer de periodismo, James Michener, dijo que “es la isla más linda del mundo”. Pero ahora estoy lánguido y contrariado. Me han sucedido varias cosas a partir de mi llegada, y desde mi cabaña junto a la playa blanca miro desanimado el agua de tonos turquesa, aguamarina, esmeralda, azul cobalto, y a una serie de chicas esbeltas, tendidas sobre la arena blanca, como si alguien las hubiese puesto a destilar.
¿Qué ha ocurrido? En los dos días anteriores, la Polinesia Francesa me ha hecho probar en mi piel los vientos alisios, sentir el aroma de los hibiscus, el perfume de frutas tropicales, el sabor del mahimahi con limón, el ritmo de las vahinés con sus pareos, su desaprensiva gracia, sus ojos mansos, su piel achocolatada, lugares donde la alegría se vive en horario continuado. Aquí en Bora Bora, exactamente, filmaba Marlon Brando cuando tomó la decisión de cambiar de vida, emparejarse con una polinésica (ha pasado un rosario de años y sigue por acá). De esta isla salió también la joven que se emparejó con Julio Iglesias diciéndole je t`aime (dicen que la nostalgia por ella todavía no abandona a este amante en serie).
Vauvau esconde algo
Debo confesar que me puse lánguido y contrariado cuando me enamoré de Vavau. Me enamoré apenas la vi. Vavau vive una siesta que nunca termina. Es tibia, tranquila, le gusta que la visiten en actitud rendida. Es blanca, azul, verde, turquesa.
Vavau es el nombre que le dan a Bora Bora muchos polinésicos.
Y como buen enamorado, la he recorrido con avidez, hasta que llegó el instante en que quise saber más de su vida, explicarme su belleza que la hacía sospechosa de ocultar algo, quizá un hechizo mentiroso.
Ahí estuvo mi error.
Como a ciertas mujeres, a Bora Bora hay que quererla; nunca tratar de entenderla
Pero no me encuentro con ánimo de explicar mi languidez. Prefiero contar primero por qué me enamoré de Vauvau.
Fue amor instantáneo. Desde el avión que me traía de Papeete la vi surgir como un jardín de aguas transparentes entre montañas. A su alrededor, el anillo de coral de su arrecife se halla trozado en muchos islotes que parecieran formar una ronda. Pero volví a la realidad cuando supe que deberíamos aterrizar en uno de esos trozos. Tiene forma de pequeño garrote, y hubo que tomar tierra con los frenos en tensión y los comandos exigidos al milímetro.
Todavía estaba con los dientes apretados cuando alguien me mostró desde una ventana la soberbia laguna central propia de las islas coralíferas. No las he visto más hermosas ni en el propio Mar de Coral australiano, ni en Hawaii ni en las Bahamas.
Nuestro viaje interrumpirá la paz de esa laguna. Lo haremos montados en un taxi acuático -una gran lancha-, que nos lleva directamente desde la pista al corazón montañoso y habitado de Bora Bora.
Del Sudeste asiático
Navegar por esa laguna de transparente color esmeralda no sólo nos devuelve la paz. Nos hace un masaje al alma. Ahí mismo supe que estaba irremediablemente perdido. Que era capaz de exclamar “no hay una isla más linda en el mundo”, como lo hizo nuestro amigo James Michener, con quien tuve la oportunidad de hablar en Colorado poco después que recibiera, en 1981, el premio literario de la Universidad de San Luis.
De Michener me acordé al llegar a unas cabañas estilo polinésico y cinematográfico del Hotel Bora Bora, construidas como palafitos sobre la laguna esmeralda. Ahí no me quedaron dudas que él tenía razón. Puede haber lugares tan bellos como éste en el planeta, pero no habrá ninguno que lo supere. Son la armonía y la paz en su expresión superlativa.
Claro que el Hotel Bora Bora es también la máxima expresión en costos para el pasajero. La isla ofrece precios menos altos en el Club Mediterranée, y en otros lindos hoteles y precios discretos para acampar en el Chez Pauline y para alojar en el Chez Aime Mare, que cobra menos de un tercio que el Bora Bora.
Bora Bora era llamada Bola Bola antes que tropas de los Estados Unidos (¡cuándo no!) se estacionaran aquí hacia1940. Aquí se filmaron El motín de Bounty (con Marlon Brando) y la inquietante Huracán producida por Dino de Laurentis (con Mia Farrow).
Los mismos hombres que en los 70 sirvieron de extras a De Laurentis -o sus hijos- siguen entonando coros protestantes ingleses mestizados aquí, traídos por misioneros franceses y adaptados al oído y al ritmo polinésicos. Himene, le llaman aquí. Y es un himene el que me envuelve cuando entro a la iglesia evangélica de Vaitape, el principal pueblo de la isla. Por fuera es un templo europeo. Por dentro la Polinesia muestra un rostro inconfundible. Cientos de mujeres vestidas pudorosamente de blanco o en colores pastel, ataviadas con sombreros alones, que nos llevan otras épocas, cantan como si en ello se les fuera la vida.
Terminada la ceremonia, una multitud de vehículos reparte a esas mujeres por las casas de Bora Bora, diseminadas en los 32 kilómetros de la ruta que abraza a la isla.
Esa misma tarde, los ropajes blancos pudorosos son guardados, y las mujeres vuelven a vestirse o a casi desvestirse como lo han hecho sus remotas abuelas por miles de años, desde que partieron desde el Sudeste asiático, saltando de isla en isla.
Por qué existe
En esta migaja de tierra, que parece flotar apenas en el más grande océano del planeta, hay más de 3 mil personas. Unos pocos viven de la agricultura y la pesca. La mayoría del turismo, o sea, de ese milagro llamado belleza. No se trata de un milagro, en verdad. Es otra cosa más terrenal y fortuita. Pero no es esta comprobación lo que me ha provocado la languidez de la cual me quejé al comienzo de estas líneas.
Diría, más bien, que esa cosa terrenal y fortuita ha añadido interés a nuestro viaje por la Polinesia Francesa. En el Club Mediterranée, el oceanógrafo Dr. Pierre Barbaste se propuso hacerme entender lo que estaba viendo, a conocer el proceso que explica su belleza casi sobrenatural.
Amanecía gloriosamente en Bora Bora cuando el Prof. Barbaste, armado de papel y paciencia, se puso a hablar.
-Lo primero que usted debe saber es que el lugar donde estamos tomándonos un cappuccino es una isla volcánica. Todas las islas que usted haya visto muy adentro en los océanos nacieron de erupciones volcánicas.
-Todas, pero menos las de coral, ¿no es así?
-No. ¡Todas! Sin excepción. Lo que ocurre es que en Bora Bora o en Moorea la punta de la montaña de origen se asomó fuera del agua. En todas las demás, en que únicamente vemos arrecifes de coral, la montaña original se encuentra sumergida, muy cerca de la superficie. Su peso hizo que el fondo del mar se hundiera, lentamente. A veces, las olas también ayudaron a borrarlas de la superficie.
-¿Y entonces?
-Sobre las puntas de las montañas hundidas cerca de la superficie crecieron los corales y se multiplicaron, hasta formar una montaña de corales muertos, que terminaría asomándose sobre el nivel del agua.
-O sea, sin esas montañas volcánicas submarinas no habría islas de coral, y el mundo sería distinto. Pero Bora Bora es una isla volcánica y a su alrededor existe una multitud de islas de coral…
-Son casos muy excepcionales, aunque el principio de todas es el mismo. Bora Bora simplemente no ha terminado de hundirse. Los corales que están a su alrededor se afirman sobre las laderas hundidas de otras montañas, y van creciendo hasta asomarse.
Le preguntamos al Prof. Barbaste si es esa la razón por la cual las islas de coral casi siempre tienen forma de anillo y una laguna al centro, y él responde matizando un poco:
-Es por eso, pero sólo en parte. Los corales, como le he dicho, crecen a partir de las laderas de montañas sumergidas, que normalmente, tienen forma de conos. No todas. Y es natural que esas formaciones de conos den origen esos anillos.
-¿Y por qué razón los corales no van rellenando el círculo interior, es decir, la laguna del centro, hasta formar una masa compacta, sin laguna?
-Se debe a que las aguas de la laguna interior son tranquilas. Y para crecer, los corales necesitan aguas inquietas. Las aguas que se mueve se oxigenan, y gracias al oxígeno los corales crecen. Por esa razón, la barrera exterior, que se encuentra en contacto con el océano abierto, se mantiene tan sana. Crece hasta 20 centímetros al año.
Precio de la maravilla
Dice Barbaste que los corales son muy sensibles a la pureza del agua necesitan también aguas de poca profundidad y son sensibles a los cambios de temperatura. Necesitan más de 19 grados y nunca más de 35.
–Y qué les ocurre por sobre esa temperatura.
-Los pólipos se mueren y se transforman en carbonato de calcio. Como ocurre en Moorea y Bora Bora. Después se desintegran lentamente, y al final forman estas playas blancas, maravillosas…
-O sea, esa maravilla no es gratis.
–No. Y tampoco las aguas de colores tan maravillosos…Existen por la muerte de colonias coralíferas convertidas en arenas que se han depositado en el fondo. Sobre esas arenas, que son aún más blancas, se refracta la luz solar y vemos esos colores maagníficos. Con la refracción también se producen los espejismos en el desierto, y con la refracción, sumada a un fenómeno meteorológico, vemos el arco iris. En tal sentido, playas como estas son irreales, casi un espejismo.
Pero todavía no sabemos exactamente qué son los corales.
-¿Qué es el coral?, profesor.
-Rigurosamente hablando, es una sustancia semejante a la roca, formada por carbonato cálcico. De este material se halla hecha una especie de coraza que usan como defensa seres submarinos frágiles como una flor, que son conocidos como antozoos y coralarios. Lo que confunde a muchos es que se usa el mismo nombre para llamar a la coraza como a su protegida.
-¿Cómo es la forma de esos seres protegidos por la coraza de coral?
-Tienen formas variables hasta el infinito. Existen algo así como 2.500 especies. Pero si lo decimos en simple, sin coraza podría decirse que tiene una forma de flor con tentáculos. Una parte se fija en la coraza, y los tentáculos queda en el exterior para atrapar el alimento. Esa coraza la produce el mismo animal.
Pero no viven siempre como parásitos, advierte Barbaste. En su etapa de larvas permanecen a la deriva. Después se fijan en una roca o en una formación calcárea. Normalmente lo hacen en agrupaciones o colonias de millones de seres semejantes, que, al igual que las ballenas, se alimentan de zooplancton, usando sus tentáculos. Cuando mueren sólo quedan sus corazas o esqueletos, a veces son colonizados por otros seres como ellos. Esos restos se amontonan en cantidades inimaginables.
-Este es el cemento con que se construyen los arrecifes o islas de coral. Por aquí cerca hay un atolón, una isla llamada Kwajalein, que tiene más de 2 mil kilómetros cuadrados. ¡Un cementerio de corales!
-¿Hay solamente corales en una isla de coral?
-También existen algas asociadas en forma simbiótica a la colonia. En algunos casos, incluso hay más algas que corales, pues ellas ocupan todas las rendijas que encuentran. Cuando hablamos de islas coralíferas nos referimos a varias formas distintas de vida: animales, vegetales, minerales.
Horas después de conversar con el Prof. Barbaste recorrí Bora Bora con mayor interés e igual placer. Pero luego de pisar sus playas, de disfrutar sus cabañas sobre la laguna, de escuchar el canto de esas mujeres de blanco y luego verlas casi desvestidas en todo lugar, se ha apoderado de mí una languidez que se me hace agobiadora.
Cualquiera se preguntará cómo se puede estar lánguido y contrariado en un lugar así. La respuesta es muy breve:
-No se puede.
Lo que me tiene sin ánimo de moverme es otra cosa: debo regresar al aire contaminado y los tacos de Santiago. Y por eso he dicho al inicio de este relato que Bora Bora me está inspirando un mal sentimiento: Bora Bora no debería existir. Antes de conocerla vivía satisfecho entre motores y smog.
Aquí perdí la inocencia.
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