Amritsar, India | La morada de los puros

Amritsar, India
La morada de los puros

Un Lutero oriental, Nanak, creó la religión de los sijs, de “los puros”. Tienen su principal refugio en esta ciudad de la India, y suman más que los judíos en el mundo. Repetido escenario de rebeliones y masacres, su santuario del Templo Dorado ahora alimenta y respeta a miles que llegan a visitarlo, cualquiera sea su creencia. Así lo hemos vivido intensamente, porque recibe más visitas que el Taj Mahal. Ayer, un multimillonario Maharajá de Kapurthala, condecorado por Chile, se enamoró de una cupletera malagueña y en este templo la convirtió en  princesa.

TEXTO Y FOTOS: Luis Alberto Ganderats, DESDE AMRITSAR, INDIA.

No es raro sentir un ligero sobresalto cuando vuelas sobre la frontera de India y Pakistán en un avión lleno de turbantes y tupidas barbas negras. Son hombres que todavía tienen enemigos en el mundo. Les temen desde que la primera ministra Indira Gandhi fuera asesinada por sus propios guardias de turbante y tupidas barbas negras, en represalia por un asalto ordenado por ella al más sagrado templo de los sijs. Un terco grupo de separatistas se había apertrechado en el santuario, y la orden de Indira significó la muerte de cientos o miles. El “ojo por ojo” seguiría durante una década sangrienta con  otros miles de mártires.

Frágil, pero sin interrupciones, ha sido la paz aquí en los últimos 25 años, y eso ha permitido que este y otros santuarios de los sij puedan ser visitados sin ninguna restricción. El Hari-Mandir es reconocido hoy como ejemplo de tolerancia religiosa. Y algo excepcional: es más visitado que el Taj Mahal y no sólo porque los devotos sij sumen hoy 25 millones –más que la comunidad judía en el mundo–, sino porque  atrae a seres de todo el mundo por su belleza y su densa atmósfera espiritual.    

Por eso he llegado a Amritsar, en el extremo Noreste de la India, donde se encuentra el santuario.

Un cierto sobresalto vuelvo a sentir mientras espero retirar mi maleta en el aeropuerto. He tomado mi cámara para registrar la colorida multitud de turbantes y barbas. Hombres cejijuntos parecen perforarme con sus ojos, y me hacen recordar que los sijs fueron los soldados más temidos del Imperio Británico. Nunca sabré lo que ellos sentían en el aeropuerto, pero otros sijs igualmente cejijuntos y barbones se han convertido en mis mejores guías en Amritsar ahora que camino hacia el Templo Dorado. Antes de despedirnos –acogedores como niños– piden tomarse con nosotros “una fotografía de recuerdo”.

Por un episodio infame

Poca cosa nos ha pedido un guardia sij al entrar al santuario: taparnos la cabeza (con un pañuelo) y destaparnos los pies. Me ofrecen una especie de zapatillas de levantarse desechables El recinto, lleno de  edificios en torno a un gran estanque rectangular, se puede recorrer con pocas  restricciones. “Todos tiene derecho a caminar en torno a las aguas, pero sólo pueden detenerse quienes adoptan una postura de oración o meditación”.

En el centro del enorme estanque parece flotar el Templo Dorado, el Hari-Mandir, que le da su nombre al conjunto. Es el corazón del sijismo. Está unido a la orilla por un puente siempre repleto de fieles que esperan acercarse al Libro Sagrado, el Grant, cuyas enseñanzas son leídas todos los días desde las 4 de la mañana hasta que se pone el sol. En un gran recinto –donde están prohibidas las fotografías- se reza y se canta, bajo la dirección de los gurúes. Una red de parlantes multiplica las voces en todos los rincones del santuario. Muchos peregrinos lanzan monedas al rincón donde se sientan los gurúes.

No hay imágenes para adorar. Aquí, el acto reverencial va dirigido sólo al enorme libro sagrado, el Grant. No hay un clero o una casta de célibes que ejerza de intermediario o intérprete entre el hombre y la divinidad. Sin embargo la figura del gurú, o maestro espiritual, resulta imprescindible para el verdadero devoto que desea seguir el camino hacia la liberación, el moksha.

Aquí salta a la vista que el sijismo nació como una mezcla de islamismo e hinduismo. Identificamos bóvedas árabes, y un guía nos cuenta que fueron orfebres islámicos e hindúes los que decoraron parte del templo principal.

Fieros adversarios de los virreyes británicos y de otros invasores, los sijs terminaron muchas veces pagando caro su audacia. Pero no fue inútil. Con su lucha y sus mártires, abrieron el camino a la Independencia de toda la India. Hasta hoy se habla de “la matanza de Amritsar”. “Fue uno de los episodios más infames de la colonización británica”, dijo un famoso súbdito inglés. El Nobel Tagore renunció a su título de Sir; Churchill montó en cólera.

La matanza convirtió a millones de indios moderados en revolucionarios nacionalistas. Nunca más confiarían en los británicos, capaces de defender lo indefendible. Se considera este suceso como desencadenante del movimiento de desobediencia civil que promovió el Mahatma Gandhi a partir de 1920. Por esa razón, en 1982, la masacre fue recreada para el cine en Gandhi, de Richard Attenborough, dramatizada con música de Ravi Shankar.

Sólo adorar al Grant

Más tarde, Indira Gandhi usó la misma fórmula militar para combatir a grupos sijs que querían volver a ser independientes, como antes lo habían sido en el  principado sij. ¿Resultado? Unos 500 muertos o más. Otros miles sucumbieron entre los años 80 y 90. En la espiral de represalias y venganzas se puso precio a la inconfundible cabezas del sij.

Tal vez para curar heridas que aún no cicatrizan, el anterior Primer Ministro de la India fue un devoto sij y la opinión general ha cambiado. Ahora se dice: “Si quieres que alguien te diga la verdad, acércate a un sij”. Son fervorosos y fuertes. Practican con éxito el comercio. Y ocupan cargos que piden responsabilidad.

Un millar de sijs canta a orillas del estanque, cerca del comedor del Templo Dorado, o Hari-Mandir (“Templo de Dios”). Repiten como mantras sus relajantes kirtanes, oraciones colectivas acompañadas de armonio, tabla y otros instrumentos. “Es la práctica más agradable para silenciar la mente. Hasta los más escépticos son envueltos por una nube de paz”, dice mi acompañante punjabí.

Todos los días, los sijs se esfuerzan para ponerse en el corazón del otro. Y eso se advierte al caminar en  el interior de un enorme edificio de cúpulas rojas, el Guru-ka-Langar. Somos testigos de un espectáculo que no habíamos visto antes en el mundo, salvo en las películas liliputienses. Cientos de personas trabajan amasando toneladas de harina, pelando sacos de ajos, cortando verduras para el consomé, cocinando una especie de desmesurado panqueque. Miles de platos de metal aguardan cuidadosamente limpios y ordenados dentro de descomunales recipientes. Muchas personas pulen las máquinas y hornos de las cocinas, o sirven su ración al que llega. No preguntan nada ni piden nada. Nadie trabaja por un sueldo. Todos por convicción. De los visitantes, sólo el que tiene dinero suficiente es invitado por algunos letreros a hacer una donación.

Numerosos extranjeros o indios de paso se suman libremente al trabajo. Lo hacen antes o después de comer. O de dormir, pues cualquiera puede quedarse gratuitamente a pasar varias noches en el santuario, para lo cual usan grandes espacios comunes. Quien dona algo, especialmente el turista, puede tener acceso a un alojamiento estilo occidental, sin asomo de lujos: las camas o camastros  están uno junto al otro en largas hileras. Un belga me cuenta que le picó un chinche. Los baños, eso sí, lucen obsesivamente inmaculados, al igual que todos los rincones del santuario. En el entorno del estanque, sobre los pisos de mármol, no hay ningún riesgo de infección. Cuadrillas pasan el día humedeciendo, limpiando, lavando, puliendo, lustrando.

–¡Los Puros pertenecen a Dios, la Victoria pertenece a Dios!–, es el saludo entre los sijs ortodoxos, que tienen la aspiración de ser los más puros.

Esas cosas de Nanak

Ser sij es creer en un solo dios, en la generosidad y no tolerar las castas. No creer en el celibato ni en las privaciones del ascetismo. Es la herencia de quien formuló sus principios esenciales en el siglo XVI, el gurú Nanak. Sus  seguidores le llamaban “verdadero rey”, que en su lengua no es fácil pronunciar la primera vez, ni la segunda: Sachchd Pdtsdh. Practicaba desde joven el culto a Vishnú, el vaisnavismo, bastante cercano a las concepciones monoteístas, muy parecido al cristianismo según lo consideran hoy algunos védicos. Muchos otros hinduistas de entonces –que habían tenido mil dioses– experimentaron una cierta atracción por el Islam, religión que reconoce una sola divinidad. Nanak estuvo entre los que iniciaron las prédicas de un dios único y las prácticas de la caridad permanente. Agregó a estos conceptos la causalidad del karma, la creencia en el ciclo de reencarnaciones, el estudio del sufismo o misticismo islámico. De este modo atrajo a fieles de distintas religiones. Ellos iniciaron el triunfante sijismo en el siglo XVI. Digno contemporáneo de Lutero, Nanak ha quedado como el que “protestó” contra las religiones de su tiempo. Nos asegura el guía que al morir en 1538, su cadáver se convirtió en un ramo de flores.

Su momento de gloria lo tuvo el sijismo cuando los mogoles islamistas que gobernaban la India empezaron a perseguir a los hindúes, la abrumadora mayoría religiosa del país. Poco a poco, los mogoles fueron perdiendo apoyo popular, se robustecieron las minorías religiosas y así nació el llamado Principado Sij, que tuvo amplio territorio. Pero eso se acabó en el siglo 19 cuando los ingleses invadieron la India, pusieron fin al agonizante período mogol y empezó la etapa más difícil para estos hombres de barba y turbante. 

Khalsa o no Khalsa 

Explica mi acompañante que quien desee convertirse en sij debe declarar que no pertenece a otra religión. Y tiene que cumplir con ciertos requisitos, conocidos como las Cinco K, norma que respetan los rigurosos, pero que hoy son discutidas en las comunidades. Los más relajados, a menudo cercanos al  hinduismo, deciden que basta decir: “Quiero ser sij, creo en el libro sagrado y en los gurúes fundadores”. Ellos se emparejan las barbas, y controlan el crecimiento del cabello. Y esta es la explicación que se nos da: “En períodos de persecución religiosa corría peligro quien era visto como seguidor de los gurúes. Y los mártires no abundan aquí, ni en parte alguna”. Hace tres años, seis fieles sij fueron asesinados en Wisconsin por un joven neonazi estadounidense que los confundió con musulmanes seguidores de Osama Bin Laden por usar turbantes y barbas.

Esos sijs “tibios” son llamados sahajdharis (“adoptantes lentos”) por quienes  militan en la “fraternidad guerrera de los puros”, estrictos seguidores de la tradición, cuyos turbantes ceremoniales suelen ser descomunales. Piensan y actúan de acuerdo con lo que ordena la norma tradicional creada por el último de los 10 gurúes o maestros espirituales históricos. Con una severa disciplina militar enfrentó la persecución de reyes mogoles creando la orden de Khalsa, o de “los puros”. Muchos de los rasgos más distintivos de los sijs vienen de esa cofradía. Sobresalen las cinco palabras que empiezan con K. El Kes: nunca no se cortan el pelo de la cabeza y lo envuelven en un turbante almidonado; tampoco se recortan la barba. Usan un pantalón –la Kachha– que les permite cabalgar en cualquier momento y entrar en combate. Una pulsera de metal simbólica: Kara, y un peine siempre sujeto al pelo: la Kanga. Llevan al cinto el Kirpan, una daga verdadera, o una copia diminuta si se hallan en lugares donde esta arma se encuentra prohibida.

A causa del Kirpan, la tienda de objetos religiosos de Harmandir más parece una armería. Incluso su símbolo oficial lleva tres de esas armas blancas, al igual cómo los cristianos veneran otro inmemorial instrumento de sacrificio: la cruz.

Al ser bautizados, todos los “puros” deben adoptar como apellido la palabra Singh (león), y las mujeres, Kaur (princesa). La Khalsa tiene otro requisito imposible de ignorar: se deben obedecer las enseñanzas de los diez primeros gurús recogidas en el Grant, el libro sagrado, que aquí es objeto de un tratamiento de venerable maestro vivo. Su nombre completo es Guru Granth Sahib y hemos visto leerlo sin pausa desde la madrugada en el Hari-Mandir. Por la noche es guardado con especial solemnidad.

Cada día, miles de sijs invaden el templo, rezan y cantan y comparten su comida con cualquiera que llegue. Pueden ser 10 mil y hasta 20 mil personas, de cualquier origen y religión. La Langar –así la llaman– es un ejemplo contundente de tolerancia y generosidad. Todos se sientan a comer sentados en el suelo, comparten la misma comida, sin practicar ningún tipo de discriminación basada en la clase alta o baja, el ser rico o pobre, príncipe o campesino. El tercer Gurú ordenó que ninguna persona tuviera una audiencia con él a menos que primero hubiera comido en el suelo, como todos. Akbar, el admirable  y tolerante emperador mogol de la India, no tuvo reparos de sentarse con la gente común y convivir con ellos antes de que pudiera reunirse con ese guía espiritual. Luego le regaló los terrenos donde ahora se levantan Amritsar y este santuario.

Me alejo del Hari-Mandir sintiendo que he convivido brevemente con barbudos empeñados en ser los abuelos de un mejor ser humano, que tal vez nunca llegue a existir: el soñado e improbable Hombre Nuevo.

Chile y el maharajá

Los gurúes, que en 200 años construyeron el ideario sij son seguidos hoy por  millones. Influyó el apoyo de los maharajás del Punjab, territorio compartido hoy por India y Pakistán, y donde se encuentra este templo. Por breve tiempo, el Punyab fue independiente, y el sijismo, religión oficial. Hasta que los ingleses lo anexaron a su imperio. El 7º maharajá de Kapurthala tuvo contactos con la diplomacia chilena. En 1925 Chile fue de los primeros que le confirió una condecoración: la Gran Cruz al Mérito. ¿Qué mérito? Todo un misterio. España pudo ser el nexo. En 1906 el maharajá fue invitado por Alfonso XIII a su matrimonio. Entonces conoció y se enamoró de una tonadillera de 17 años. Fue una unión ardiente y dispareja, como indican los papeles: Ana Delgado Briones casó con Su Alteza Farzand-I-Dilband Rasikh-al-Iqtidad.

Cerca de la flamante Torre Eiffel se celebró el matrimonio civil. El novio era  casi 20 años mayor y uno de los tres maharajás más ricos de la India. Luego se casaron aquí por el rito sij, y la novia hizo su aparición sobre el lomo de un elefante vestido de gala. Ella, ¡ay! muy luego se entusiasmó con un primo del maharajá. Repudiada, desde 1925 a 1962 vivió en Europa con pensión matrimonial completa.

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