África con julepe
Oscilando entre el miedo ancestral y la irresistible atracción de la selva, dos periodistas de Revista del Domingo se internaron clandestinamente, sin armas, por el territorio de los grandes mamíferos africanos. Aquí se explica por qué en estos casos resulta prudente cantar La Cumparsita…
Ha sido un impulso irresistible. O algo así.
¿Para qué buscarle una explicación?
Lo cierto es que junto con Jorge laniszewski, fotógrafo que me acompaña en un recorrido de varias semanas por África Oriental, estamos en medio de una aventura que la vida nos venía adeudando desde que éramos niños. Desde que las selvas de Tarzán y de Salgari nos hicieron encogernos de temor, pero -a la vez- nos convidaron a soñar.
Esta no es la selva de Salgari. Tampoco vamos a encontrar a Tarzán. Casi todo lo demás, en cambio, forma el escenario perfecto para reencontrarnos con la infancia: bosques tupidos que nos abrazan y grandes animales en las praderas vecinas. Es el remotísimo ambiente de nuestros remotísimos abuelos africanos, que surgieron a la vida muy cerca de aquí, según la antropología moderna.
Esos abuelos al menos usaban algo para defenderse. En cambio nosotros estamos iniciando una breve y clandestina excursión al mundo de los grandes animales depredadores sin otra arma que el cerebro más desarrollado del homo sapiens. No está permitido aquí cargar armas.
¿Por qué, de pronto, el espíritu de aventura no se detiene ante las luces de alarma encendidas por nuestros instintos?
A lo mejor el animal hombre lucha por recobrar, aunque sea por unos momentos, algo que su civilización le ha quitado: la íntima convivencia con otros animales. Su alma parece guardar las huellas de esa pérdida. El mismo anhelo lo lleva siempre a convivir cada día más con mascotas, a visitar zoológicos y parques nacionales, o ir al reencuentro con su ambiente original en cualquier parte del globo.
NO ESTAMOS SOLOS…
Impulsados por todas esas razones y sinrazones descendemos trabajosamente ahora las laderas de una montaña boscosa junto al lago Manyara, en la antigua Tangañica (hoy Tanzania).Nos proponemos llegar al plano. Se divisan cientos de cebras, elefantes, búfalos, rinocerontes, jirafas y antílopes de fachas estrafalarias. Vamos tras mejores fotos y -¿será necesario decirlo?- también en busca de emociones intensas que la ciudad casi siempre niega.
Media hora deberá tardar nuestro descenso. Salvo que algo ocurra en el camino. Ianiszewski, a quien llamaré el Polaco -como sus amigos-, para simplificar el asunto, avanza con dificultades, igual que yo, usando más las sentaderas que los pies, a ratos gateando en el territorio de los grandes gatos Descolgándose por la pendiente asido de lianas cortas y vigorosas. Ya reconoce las ramas cubiertas de espinas. Pone siempre el pie con extremo cuidado antes de cargar el cuerpo. Observa en todas direcciones -humedeciendo sus labios sin darse cuenta- para descubrir cualquier amenaza. Algunas ramas podridas ceden al de sus 70 kilos y sólo una maniobra rápida le impide rodar varios metros.
Hasta ahora no hemos detectado la proximidad de leones, de víboras, ni de otros animales. Ni siquiera de arañas. Sólo sus telas están por ahí.
Pero algunos ruidos de ramas y ciertos chillidos extraños sirven de advertencias.
No estamos solos.
Y la visita de un león siempre resultaría bastante incómoda.
CULPA DE UN GUÍA
No tenemos la menor idea de qué podremos encontrar en nuestro camino. La decisión de descender por esta montaña la tomamos cuando llevábamos no más de quince minutos en el Hotel Lago Manyara, que se levanta en la cumbre. Apenas llegamos, a mediodía, el guía nos avisó:
-Esperaremos hasta mañana para bajar. Una tarde no es suficiente para recorrer este parque. Ustedes pueden descansar…
Su evidente frialdad profesional nos gustó muy poco. Después de atravesar medio mundo, y media vida, un viajero no pierde medio día tomando tragos en el bar de un hotel clavado en el corazón de África. Y menos si desde lo alto -con ayuda de prismáticos- se puede observar una pradera que ofrece la irresistible tentación de muchos animales viviendo, como hace millones de años, en completa libertad.
Fue entonces cuando decidí proponer al Polaco que descendiéramos la montaña. No estábamos más altos que la imagen de la Virgen en el San Cristóbal santiaguino. En media hora podríamos estar ya en la pradera, observar y fotografiar de cerca a los animales. Desde un lugar seguro, por cierto.
Ocultándonos del guía, de los guardianes del hotel y de cuatro europeos y una boliviana que formaban parte de nuestro grupo, buscamos un lugar para iniciar el descenso. A cien metros del hotel, la alambrada protectora estaba floja y ofrecía la tentadora e inquietante libertad del bosque africano. (Este bosque sólo surge en esta región junto a ríos y lagos. Lo demás es pradera).
Atravesamos la alambrada para iniciar esta nueva aventura. La tercera aventura en una semana de recorrido por los parques y reservas más famosas del África negra. En las dos anteriores nos hemos familiarizado un poco con el peligro y con la fantástica sensación de poder incursionar por lo desconocido.
FUERA DE LA JAULA
Todo ha sido fruto de la casualidad y de la frustración que produce el recorrer estos grandes parques sintiéndose como en un zoológico. Pero en un zoológico al revés; los animales en libertad, y los hombres -bulliciosos como loros- enjaulados en vehículos Land Rover, con cuidadores más severos que los de un jardín zoológico.
Dan ganas de dejar la jaula, pero no se sabe cómo ni cuándo hacerlo. Todo el viaje está cuidadosamente planificado. Y sólo el azar permite romper el cerco.
Eso es lo que nos ocurrió días atrás en el cráter del Ngorongoro y en el Serengueti, conocidos como “parques de los parques”, paraíso de los grandes felinos, escenarios de las migraciones masivas más espectaculares del planeta.
Tal vez valga la pena recordar -haciendo un paréntesis- lo que en ellos nos sucedió, antes de continuar el relato de nuestra bajada hacia el plano del Parque Lago Manyara.
AMANECER EN NGORONGORO
Vamos al escenario de esos recuerdos. Pocos lugares del mundo ofrecen tanta atracción, un espectáculo más asombroso y formidable para los amantes de la vida silvestre. Y es que Ngorongoro tiene un cráter de 250 kilómetros cuadrados y dentro de él la mayor concentración conocida de grandes mamíferos salvajes. Es el sexto cráter del mundo en tamaño, pero el único de los seis que conserva intacta su copa montañosa.
Con vista panorámica al gran hoyo volcánico, se levanta el Ngorongoro Crater Lodge. En una de sus cabañas alojamos días atrás. Pero el sueño nuestro duró escasas horas, pues uno de los folletos turísticos anunciaba: “Muchos afirman que los amaneceres del Ngorongoro son los más hermosos que han presenciado sobre la Tierra”.
A las 4.30 A.M. suena mi despertador. Pero en Ngorongoro todo permanece oscuro. Con sobrecarga de ropa me dirijo hacia el gran comedor, que ofrece la mejor visión del cráter. ¡Y a esperar esa maravilla…!
5 A.M. Sigue igual. El cielo sólo es superado en su negrura por el vigilante (color teléfono sin sacudir, como son la mayoría de los masais). Soñoliento, pregunta:
-¿Está desvelado, señor…?
6 A.M. Continúo desvelado y sin desmayos, esperando el amanecer. Hay, más luz, pero el cráter sigue oculto. Una espesa neblina parece dispuesta a privarme del amanecer más hermoso del planeta.
6.30 A.M. ¡Amanece…!
Pero sólo se ve neblina…
En represalia contra el destino, resuelvo hacerle una invitación al Polaco:
–Aprovechemos que todos duermen. Podemos recorrer un poco sin que nadie nos controle.
En 50 minutos alcanzamos a bajar unos cientos de metros en dirección al fondo del cráter, pero se acercaba nuestra hora de partida con el grupo y debimos volver. Por el camino, al vernos avanzar pie, algunos masais nos advertían:
-¡Simba peligroso! No, no, no…
Simba es el león.
Fue una breve aventura, un cursillo de iniciación bastante sobresaltado, sin alternativas dignas de relatar. La segunda experiencia la tuvimos al día siguiente junto al río Seronera, en medio del Serengueti. Allí la excursión salió también como subproducto de la frustración y por culpa de unos cocodrilos…
Antes de llegar al hotel Seronera, nuestro Land Rover pasó a pocos metros de un pequeño río. Varios cocodrilos dormitaban con sus bocas descosidas. Propusimos acercarnos, pero el guía miró el reloj y seguimos de largo:
A las 5 de la mañana -o antes, porque los leones cazan de noche- estábamos nuevamente en pie. El hotel, por cierto, sin vigilancia. Salimos en busca de nuestros cocodrilos… Fue una experiencia intensa, pero regocijante. Recuerdo que aún no amanecía cuando dejamos el hotel. La luna iluminaba bastante.
-Es por aquí.
-No, es por acá.
-Es que…
-Es que no…
Burros porfiados, resolvimos explorar cada uno por su cuenta.
Ninguno de los dos encontró a los cocodrilos.
TOREANDO BUFALOS
Tres horas más tarde el Polaco volvía de su excursión solitaria con un cargamento de fotos: ñúes, búfalos, jabalíes, monos y hienas huidizas y repelentes. Todo había sido emoción con las bestias y deslumbramiento con el amanecer. Lo mío, una experiencia igualmente excitante. En la errática búsqueda de los cocodrilos pasé finalmente cerca del camino que lleva al hotel y un grupo de nativos que viajaba en una camioneta alcanzó a divisarme. Oculto tras unos arbustos pude burlarlos cuando detuvieron el vehículo para llevarme de vuelta al hotel. Pero tuve menos suerte con un jeep tripulado por un gringo color pantruca. No alcancé a ocultarme y tuve que aceptar su “ofrecimiento” de llevarme de vuelta.
Cinco minutos después de mi regreso salía por la parte trasera del recinto para fotografiar una manada de búfalos cuyos cuernos se recortaban a lo lejos sobre el dorado de la pradera. Una hora más tarde estaba en lo más alto de una acacia con un búfalo amenazante haciéndome guardia, a mis pies, y yo con un solo pensamiento en la cabeza (cito de memoria): “¿A quién se le ocurre, eyfgrodikr, iuejsoftek, wirbo,venirse a meter aquí?”. .
Pero el búfalo decidió, por fin, sumergirse en unos matorrales y yo pude regresar al hotel, trotando entre acacia y acacia. Porsiaca. (Los árboles, aquí en África, se transforman en artículo de primera necesidad, como para los perros).
El desayuno -luego- me sorprendió inapetente.
Así terminaron esas dos primeras aventuras y este largo paréntesis.
SEGUIMOS BAJANDO
La experiencia que vivimos en esas dos ocasiones está muy presente ahora que vamos cerro abajo en el Parque Nacional Lago Manyara. Los ruidos aumentan en nuestra vecindad. También la emoción. Seguimos descendiendo tratando de no pensar que con cualquier encuentro ingrato tendremos (en balance optimista) hospital para diez y en un balance pesimista, nuestros visitantes comerán sin fijarse en el gasto durante diez días.
La media hora calculada para llegar al plano ya ha pasado, y apenas llevamos un tercio. Casi desistimos de nuestro propósito al encontramos con un gran murallón de piedra —por lo menos quince metros de altura—, que cruza horizontalmente el cerro. Luego de numerosas intentonas, logramos superar el obstáculo deslizándonos por una canaleta que una caída de agua ha horadado en la rota. (“Ya veremos cómo encontramos esta canaleta al regreso”).
Otra tentación de abandonar la aventura nos domina cuando hallamos las primeras huellas de guano. El bosque comienza a abrir, dejando espacio para los grandes mamíferos. Entonces pensamos (en tales casos. resulta inevitable pensar, incluso para el menos aficionado) que el Land Rover es un vehículo simpático, noble ¡Hasta digno de un monumento!
El polaco sugiere entonces, llegar solo hasta un gigantesco baobab que se levanta un centenar de metros más abajo, y luego regresar.
–Lo demás es una locura-observa, sensato.
(Más tarde le hallaría toda, todísima la razón).
Le propongo, entonces, seguir hasta el plano, observar y fotografiar durante un rato, y luego volver trepando por unas montañas más bajas que se divisan cerca.
Así habremos hecho la excursión completa, llenando nuestros cerebros de sensaciones y nuestras cámaras de fotografías.
Con notable sentido común y recordando aquello de que “a luengas distancias, luengas mentiras”, el Polaco insiste:
–Cuando escribas el reportaje tú dices que llegamos hasta el plano, y listo…
LA COLA DEL LEON
Casi le hago caso a su prudencia cuando descubrimos una descomunal feca de elefante en nuestro camino. Tiene forma de brazo de reina. Imitando a los masais -grandes cazadores clandestinos, a los cuales reporteamos a fondo durante este viaje-, cojo la feca para olerla y así saber si el autor de tan llamativo recuerdo anda por ahí cerca. Cuando está fresca, la feca despide un tufillo penetrante. La que hemos hallado parece de varios días, por su olor desvaído.
Resolvemos continuar nuestro descenso, ya casi a campo abierto. Nuestras piernas ya están menos seguras por el largo esfuerzo y la tensión. Avanzamos sobre pastos de unos sesenta centímetros de altura. (“¡Al león le basta la mitad para acechar a su presa sin ser visto! Si le piso la cola, adiós mi plata”, reflexiono en silencio).
Menos temor me produce ya la posibilidad de encontrar a un búfalo, aunque todos los nativos siempre advierten la peligrosidad y carácter traicionero del nyati, nombre que recibe en lengua swahili. Y esta cierta confianza tiene su origen en la experiencia que tuvimos en el Serengueti, cuando salimos en busca de nuestros cocodrilos.
Pero el encuentro con esos búfalos fue provocado. Me había acercado a ellos sin quitarles los ojos de encima. Y siempre con un árbol a mano. Por eso, quizás, la aventura terminó bien. Distinto es ahora en el lago Manyara.
Ya el cerro se nos termina. Hacemos un alto a la sombra de un corpulento baobab -“el árbol de la palabra”, le llaman los africanos-, que se levanta, mudo, casi al borde de la pradera.
CANTANDO LAS PENAS
El árbol de la palabra nos sorprende silenciosos.
– ¿Sigamos?
– Sigamos.
Ya logramos llegar al plano y recorremos el rojizo sendero del parque. La emoción crece por momentos.
Nos da cosa. No hay muchos árboles cerca del camino y a pocos de ellos podríamos trepar en caso de emergencia. No vemos ningún animal, pero muchos animales pueden estar observándonos desde hace rato. (El león acecha quince a veinte minutos antes de lanzarse sobre su presa).
Claro que hemos leído varios estudios de psicozoólogos y sabemos que el león no caza más de dos o tres veces por semana. Que ataca especialmente a animales viejos o enfermos. Que si se enfrenta a un hombre y éste se queda quieto y no huye, el gran gato prefiere dar vuelta la espalda y evitarse líos.
En eso confiamos.
La orden del día es no arrancar, aunque la bestia ruja como el león de la Metro. Sabemos que si uno arranca, comienza el juego del gato con el ratón, y ya se sabe quién ríe último en estos casos. Pero hay que ayudarle a la suerte, piensa el Polaco, y desde hace mucho ralo que se ha dedicado a cantar “porque los leones temen al hombre y si oyen voces seguramente no se acercarán”.
Yo no confío mucho en el método (¡hay tanto león sordo y poco aficionado a la música!) pero a esta altura de la gira cualquier solución parece buena, y a veces me sorprendo haciendo la segunda voz de La Cumparsita, llevando paso solemne con Allons enfants de la patrie, o bien poniéndome, melancólico, al cantar “Arroz con leche me quiero casar con una niñita del Portugal, que sepa coser, que sepa bordar…”
Sólo me rebelo cuando el Polaco ataca con entusiasmo otro tango: “Adiós muchachos, compañeros de mi vida…”
No me parece de buen augurio. Como tampoco cuando las emprende con Mi noche triste, de Contursi, o cuando me comienza a deprimir con los versos de la Violeta. “Gracias a la vida, que me ha dado tanto, me ha dado la marcha de mis pies cansados, con ellos anduve ciudades y charcos, playas y desiertos, montañas y llanos…”
Ahora estamos en el llano, en la parte más peligrosa de nuestra excursión. Es cierto que todavía vamos bien. Pero podemos ir también como el que se ha caído de un décimo piso cuando va pasando por el tercero.
“CHIQUITITA” EN ESCENA
Con la voz un poco quebrada, el Polaco comienza a cantar “Chiquitita, dime por qué… chiquitita, dímelo tu”. Esta casi en éxtasis cuando una bestia nada chiquitita -precursora de la aplanadora, según se piensa- asoma su nariz y luego todo lo demás de entre los arbustos.
-¡Jorge, Jorge, un rinoceronte!- le grito.
Antes de esperar respuesta me subo un poco molesto y ligeramente contrariado… (y de un solo salto) al árbol caído que la Providencia ha puesto junto a mí.
El Polaco -¡entereza inobjetable! – se queda en tierra. Comienza a fotografiar a la chiquitita, que con sus ojos miopes lo observa fijamente desde unos quince metros.
Todo anda bien al principio.
Pero al Polaco, que estrena recién su potentísimo lente de acercamiento, le impresiona ver al enorme rinoceronte metido dentro de su cámara. Pareciera que con el caliente resuello pudiera empañarle la lente. Preocupado de hacer su trabajo, casi no se percata de los movimientos del animal. Lo tiene enfocado en un primer plano. De pronto el rinoceronte avanza trotando un par de metros. El Polaco lo ve meterse como una tromba en la lente…
¡Ya somos dos arriba del árbol! Mi amigo tiene agilidad de leopardo. Esperamos unos minutos y la bestia, sonriendo socarronamente (tuve la impresión), nos muestra la cola y se mete entre los matorrales.
Y ahí seguimos avanzando, llevando una rama de acacia entre las manos, dispuestos a rendir cara nuestra derrota. Poniendo una nota frívola, el Polaco sigue con su repertorio internacional…
REGRESO SIN GLORIA
Algunas gacelas de Grant -de los más hermosos seres que ha producido la Naturaleza-, varios monos papiones con sus crías sobre el lomo, y un pequeño chacal perdido de su manada, cruzan nuestro camino sin inmutarse. Avanzamos mirando cada árbol como posible refugio en caso de emergencia, pero esos refugios suelen ser la antesala de un percance mayúsculo.
Puede ocurrir que aparezca una leona en el camino y que nos subamos precipitadamente a un árbol cercano pero cuando estemos arriba sintamos un golpecito en el hombro. (“¿Se le ofrece algo al señor…”?) Y es que en este parque del Manyara los leones pasan gran parte del día sobre los árboles…
(Al día siguiente recorremos todo este parque en Land Rover -¡una maravilla!- y comprobamos que leones duermen sobre los árboles, pero en otra área, en medo de la sabana, y no en los bosques altos que bordean el camino recorrido ahora por nosotros).
Ya llevamos tres horas, que para mí sólo pueden ser comparadas en intensidad y emociones a las vividas durante la Guerra de los Seis Días o en Uganda durante los días de Idi Amín. En los tres casos, el intenso miedo a lo desconocido y a la violencia que acecha en cualquier rincón se ha visto compensado por el raro gozo de poder enfrentar ese miedo sin paralizarse, sin huir descontrolado.
Pero todavía la aventura no concluye. Resolvemos abandonar el camino -arcilloso, rojo- y comenzar a trepar en busca de la cumbre libre de peligros. Descubrimos algunas huellas, las cuales utilizan muchos cazadores clandestinos para entrar y salir del parque tras los colmillos y pieles finas que se transan luego en el mercado negro. El Polaco avanza a la cabeza, con buen tranco. Le sigo de cerca.
LA NOCHE AMENAZA
Han pasado veinte minutos y estoy extenuado. (¡Mi reino por un Land Rover!). Jadeo como un perro. Doy cuatro o cinco pasos. Me detengo. De la boca me sale una espesa espumilla blanca. Doy otros pasos, siempre subiendo, y todo mi cuerpo se des ploma como disparado por un huracán. Saltan mis anteojos. Otros pasos, vuelvo a caer, otros pasos y tropezones…
Vuelvo a caer.
Ya se entró el sol y sabemos que el crepúsculo en esta zona ecuatorial no dura más de 40 minutos. La noche llega como si un dios maligno sacara los tapones de la luz.
Hay que seguir subiendo, Pero no puedo. El Polaco varias veces me espera. Al principio me anima. Después me advierte:
-En pocos minutos ya estará todo oscuro.
Decido pasar la noche en la montaña. El agotamiento me tiene como un boxeador al borde del nocaut. Se me acabaron las piernas. “Si hago una fogata no se acercarán los animales”. Vencido, entregado a lo que venga, quiero pensar que el fuego alejará a leones y hienas. No se acercarán.
Pero me han hablado mucho sobre las hienas: “Tienen las mandíbulas más fuertes que el león y atacan en manadas”. También un guía me ha advertido sobre los lícaones o perros-lobos. Sus víctimas no mueren por asfixia o estranguladas como las de otros carniceros. “Son comidas vivas, a mordiscos…”
Todo esto lo recuerdo en segundos, y algo me salta dentro del pecho. Comienza a funcionar el sistema de alarma de nuestros remotos abuelos, porque ellos también debieron enfrentar aquí a otros carniceros de la noche.
¡Y se produce el milagro! Logro ponerme en pie y avanzar jadeante, pero decidido. Las ramas de los árboles me golpean la cabeza y sigo caminando. Caigo otras veces:
Pero sigo caminando. Gruesas telarañas se enredan en mi pelo. Ni siquiera intento limpiarme. La cumbre todavía se ve lejos y la noche ya está a la puerta. Ya no importan las rodillas y una mano que me duele, por una mala caída. Los ruidos más ligeros resultan sobrecogedores.
Sigo caminando.
Diez minutos más tarde ya no siento nada. Ni dolor ni cansancio.
La noche está demasiado cerca.
Como lagartijas asustadas trepamos el gran murallón de roca que nos detuvo al bajar. Algunas enredaderas o lianas nos sirven para usar las manos, y cualquier rendija es buena para afirmar los pies. Después del murallón sólo restan decenas de metros en un bosque espeso.
Lo pasamos sin darnos cuenta. Gateando, jadeando… Un último esfuerzo y tras unos matorrales, ahí mismo, como en la otra vereda, surge por fin la cumbre. Segundos más tarde nos desplomamos sobre la hierba.
¡Las estrellas brillan más que nunca!
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