Túnez
Beduino por un día
En el mar de dunas del Sahara vivimos a lomo de dromedario un sueño que nos acompaña desde niños. En el camino al Gran Desierto se nos aparecieron espejismos y cavernícolas. También pisamos las huellas vivas de Star Wars y de un oasis “habitado” por el Che Guevara. Un bereber nos habló de la amenaza de un viento del Sahara que llega al Mediterráneo como huracán, y que lleva el nombre de…Chile.
TEXTO Y FOTOS: Luis Alberto Ganderats, DESDE TÚNEZTúnez cayó en mis apetitos de viajes cual meteorito. Sin aviso. En Barcelona, tomaba un café en Altair, librería para viajeros tenaces, cuando escuché a alguien relatando a un cliente su última aventura.
–Volé dos horas y al día siguiente estaba durmiendo en una carpa beduina en el Sahara. Al tercer día comencé a vivir un viaje que me dejó flipando, pero flipando en colores, ¿me entiendes? Estuve en el más importante de sus oasis y recorriendo las dunas en una caravana de dromedarios. ¡Fue la leche!
“Al sordo le dijeron!, pensé contagiado con su entusiasmo. He convivido con los desiertos por más de cincuenta años, y asomarme a lo desolado me resulta siempre una experiencia casi mística. Así me ocurrió en el Salar de Tara, a tres horas de San Pedro de Atacama. Tal vez, sin saberlo, recibí eso que Paul Bowles llamó “bautismo de soledad”. Ocurre –dijo– cuando alguien decide no salir arrancando al encontrarse solo en un lugar sin límites, deshabitado. Y aunque la situación lo sobrecoja, decide enfrentarla. Lo hace con cierta incomodidad, tal vez con temor. Pero es en medio de un silencio de funeral que el hombre se suele transformar en rehén del desierto. Para siempre.
Tal vez por eso, escuchar el relato en Altair e iniciar mi viaje a Túnez fueron una sola cosa. Pero me ha empezado a ocurrir algo inesperado. En el largo camino al Sahara mis pasos se han hecho más lentos, por el hallazgo de realidades africanas inesperadas. Eso ocurrió a partir de la mitad del viaje porque antes pasé (sin mirar mucho) por los laberintos de un gran bazar; por las ruinas de Cartago; por un inmenso anfiteatro romano; por balnearios tentadores, aunque olvidables, y por la mezquita de Kairouán, desde donde se difundió el Islam por el Africa mediterránea y conquistó España.
El Che y Star Wars
Al descubrir la ciudad de Tozeur (“Tuser”, dice el guía), que se encuentra cerca de la frontera con Argelia, casi me olvido de mi devoción por la soledad. Tozeur es el triunfo del ingenio sobre la desolación. Luce en sus casas filigranas de ladrillo. A su lado está el oasis de Nefta, en el cual –dice la leyenda— brotó el primer manantial de agua dulce después del Diluvio. En un mirador del palmeral aparece lo impensable: una enorme imagen del Che Guevara, ese argentino que tentado por su abuela paterna, escogió a Chile para su primer viaje. Viaje que tal vez merece un paréntesis explicativo: esa abuela era hija de la chilena Eloísa Ortiz Alfaro, muerta hace más de un siglo en Buenos Aires. Fue casada con el argentino Francisco Lynch, pariente directo de muchos chilenos, incluyendo a nuestro almirante Patricio Lynch (que también usó las armas por causas ajenas). Esa chilena es la abuela de Ernesto Guevara Lynch, padre del Che.
Abandonamos la imagen del guerrillero y las palmeras de Nefta, para atravesar el Chott el Jerid. Es una enorme planicie de sal, que la separa del Sahara. Tiene fama por sus espejismos. La refracción de los rayos del sol en la atmósfera, por la elevada temperatura del aire en la superficie, crea un mundo paralelo. En él es posible fotografiar sin esfuerzo lo que existe sólo en el aire: lagunas, colinas, hombres, casas en línea, camellos errantes. Después de esos extraordinarios espejismos se llega a una puerta que existe y no existe: la puerta del Sahara. Así le llaman a Douz, una ciudad lánguida, de la cual parten caminos que nos llevarán hasta el mar de dunas.
En la ruta queremos visitar lugares que hacen de esta región tunecina un sueño para los amantes de la fantasía. Algunas fantasías fueron creadas por el hombre hace milenios, y otras, apenas hace pocos años. La más nueva es la saga de cine Star Wars. Nació en medio de esta soledad por parecer territorio de otro mundo, con paisajes tan rigurosamente vacíos que estremecen, y también por tener unas antiguas construcciones de barro llamados ksar. Para George Lucas, creador de la serie, los ksar necesitaban casi nada para parecer viviendas de otras galaxias. Son bodegas rústicas, de hasta cinco niveles, creadas por tribus de bereberes semi nómadas. En ellas guardaban sus provisiones y daban protección a enfermos y ancianos en tiempos inseguros. También se reunían en torno a los ksar en días de feria o días de fiesta, con sus mil dromedarios. Y en situación de asedio les servían como fortaleza.
Construidos desde hace más de cinco siglos, todavía muchos se conservan aquí y en otros países de la región. Formaban enormes aglomeraciones, miles de bodegas o gorfas. Las que se salvaron de la picota son ahora hoteles o sirven a los artesanos. Varios de ellos –especialmente Ouled Soltane, “hijos del Sultán”– son realmente admirables por su ingenua armonía. Uno de los ksar donde nació Star Wars, llamado Hedada, es hoy un hotel. Su arquitectura ha sido desnaturalizada, aunque conserva algo de ese pasado intacto.
Pueblo tras pueblo vamos descubriendo todos los ksur (o ksar en plural). Nos llenamos de asombro y de preguntas por la vida de los nómades que las levantaron en medio de este silencio opresivo. Hay otros rastros que producen asombro. También los cinematográficos oasis de montaña, en uno de los cuales, el de Tamerza, se filmaron escenas de El paciente inglés, esa “alfombra mágica que nos traslada a través de épocas y geografías”.
Trogloditas en 4×4
Descubrimos la vida de otros bereberes. Su forma de habitar el territorio nos habla de antiguas edades del Hombre. Son los trogloditas o cavernícolas. El conductor de nuestro 4×4, un hombre ilustrado, es un troglodita de Matmata, donde ahora estamos. Nos conduce a la cueva donde él nació, y que ahora sirve a una tía viuda, que se gana algunos dinares mostrando al viajero los recovecos de su casa-cueva. Al igual que sus remotos abuelos, piensa que resulta mejor cavar la roca blanda que construir viviendas bajo un sol implacable. La superficie de la roca excavada se endurece en dos días, hasta los 6 centímetros de profundidad. “Y son más frescas y baratas!”, dice. La tiene bien alhajada y cuenta con servicios que desconocen muchos pobres del mundo.
Estas viviendas trogloditas se han cavado en el interior de cráteres artificiales de 10 metros de profundidad y el doble de diámetro. En los muros de los cráteres se tallan puertas, piezas, pasillos y chimeneas de ventilación.
Túnez no sólo tiene cavernícolas aquí en Matmata. Seguimos en su búsqueda hasta alcanzar los más lejanos, haciendo un largo recorrido por un despoblado pedregoso al oeste de Tataouine, la provincia más grande. En ella termina Túnez del Gran Sur, y se forma la triple frontera con Libia y Argelia, al borde del lejano oasis Boj El Khadra. En el camino llegamos a un lugar cuyo nombre conocen los seguidores de La Guerra de las Galaxias: Chenini. Se lo dio George Lucas a una de las dos lunas que se ven desde el planeta Tatooine. Después de muchas vueltas por rutas vacías y mal señalizadas, divisamos una mezquita cubierta con cal. Su minarete deslumbra en contraste con la oscura montaña agujereada de Chenini. La llamada Mezquita de los Siete Durmientes se creó, dicen, en el siglo XII. Sus fieles la mantienen flamante y activa. En su interior rezan algunas mujeres con muda tristeza. Se van quedando solas. El pueblo ha llegado a tener dos mil habitantes, acostumbrados a seguir con porfía la extraña costumbre de vivir ocultos en la montaña, imitando lo que hicieron sus antepasados hace más de mil años. Primero construyeron un fuerte y más tarde casas-cuevas. Así se protegieron de los invasores árabes, aunque terminaron por adoptar sus creencias. Ahora todos son musulmanes. Antes fueron cristianos.
–Ha disminuido mucho el turismo, y casi desapareció de esta montaña y de toda la zona del desierto–, me dice un joven y refinado vecino, el comerciante Degnich Ali. Afirma que entre estas cuevas conocen bien a Zamorano, Alexis, Vidal, Bravo, y cuenta que el nombre de nuestro país les produce curiosidad a los bereberes:
–Los bereberes llamamos Chilí al viento siroco. Desde el Sahara, llega hecho huracán a los países del Mediterráneo. Y algunos le tienen terror.
Gran parte de las viviendas del pueblo colgado de Chenini parecen deshabitadas. Hemos ido a la cueva de la anciana más famosa del pueblo, Fátima, con su cara teñida de colores ancestrales, siempre sonriente. “Su cueva está abandonada”, le digo a Degnich Ali. “¿Emigro”?
–A otros mundos.
–Sólo quedan unos 300 habitantes. ¿Qué ocurre?
–Falta trabajo, casi desaparecieron los turistas. Hubo dos atentados: en un museo de la capital y en la zona de playas. Y antes se inició en nuestro país la llamada “primavera árabe”, un intento por desterrar las dictaduras en la región. Las informaciones de prensa nos han hecho un daño enorme, no justificado.
–¿No justificado?
–Los dos ataques que sufrimos, hace tiempo, tuvieron muy pocas víctimas comparados con un solo país de Europa. La gran prensa, sin embargo, castiga a Túnez, porque muchos poderosos quieren un mundo árabe con dictadores dóciles.
De romanos y tuaregs
A 60 kilómetros de aquí, en dirección oeste, se encuentra el oasis donde he decidido iniciarme como nómade, por un día, en el Sahara: Yadis Ksar Ghilane. Se trata de un palmeral con aguas tibias, uno de los oasis más perfectos del Gran Desierto. En él viven bereberes y trabajadores de sangre sudanesa. El oasis se halla junto al Gran Erg Oriental, mar de dunas de 500 km de largo, que Túnez comparte con Argelia.
Ksar Ghilane se dedica a la producción de dátiles, a la cría de cabras, corderos y dromedarios. Bajo las palmeras vemos naranjos. También viejos olivos, que introdujeron los romanos. Hasta hace muy poco, tenía “el especial encanto de los lugares inaccesibles y remotos”. Ahora, la ruta sigue larga y encrespada, pero es segura.
Ksar, palabra presente en el nombre del lugar, significa castillo en árabe. Alude al fuerte romano de Tisavar, situado a 3 kilómetros, cuyas ruinas quieren convertirse en patrimonio mundial de la Unesco. El Imperio Romano lo levantó para proteger las caravanas que llegaban a Argelia, Marruecos o incluso a Tombuctú, en Mali. Se hizo en el siglo segundo después de Cristo, en el momento cumbre de gloria y expansión del Imperio. Fue terminado en el 187 de nuestra era. Cinco años más tarde se iniciaría el largo declive romano.
En 1895 fue descubierto por un jefe militar, quien lo destinó a proteger el territorio colonial francés de las incursiones bereber y tuareg, y de los alemanes en la Segunda Guerra. Están suspendidas las visitas al fuerte, pero se mantienen los recorridos guiados en dromedario por el mar de dunas. Para pasar la noche ofrecen carpas de beduinos para beduinos de ocasión, exquisitamente adaptadas. En una de ellas dormí –mejor que en mi casa–, cansado tras un largo recorrido por las arenas de la región. Estaba cansado, pues en vez de resistir el agotador zangoloteo del dromedario, opté por caminar a su lado buena parte de la jornada, como lo han hecho históricamente los caravaneros.
Ahora lo que he querido es satisfacer –por fin– sueños de niño: perderme por un día en el Sahara. No en el Sahara pedregoso, que recorrí varias veces antes. Quiero entrar al mar de dunas, el erg, que ocupa apenas el 10 por ciento del Gran Desierto. Lo hago, con un camellero bereber de piel dura, nacido durante la colonización francesa, quien no ha podido aún cumplir su sueño de niño: pasear por les Champs Elisées de París.
Tres jóvenes españoles, en sus respectivos dromedarios, completan la caravana. Al camellero-guía le llaman madugú. Es el nombre bereber tuareg para el individuo que conoce bien el mapa celeste del Sahara. Marca el camino, siempre caminando, y tira suavemente una cuerda celeste amarrada a la cabeza de mi dromedario. Los demás siguen detrás en fila india. Al caminar, el animal se bambolea. Debo agarrarme a la madera de la silla de montar. A dos manos.
En silencio pasan los minutos. Pasan las horas. A veces algún dromedario brama, porque el calor aprieta. Ninguno de nosotros parece escucharlo. Cada uno vive intensamente sus emociones, sus asombros y sus soñados sobresaltos por dunas del Sahara casi tan altas como nuestra Torre Costanera Center. Apenas dejamos tiempo para tomar sorbos de bebidas y comer algunos dátiles muy dulces. Cuando el sol empieza a acercarse a la línea del horizonte, y el mar de arenas se llena de los colores melancólicos del crepúsculo, nuestro guía se detiene. Da un golpe suave con su varilla en la cabeza de mi dromedario, que dobla bruscamente sus patas delanteras, que siento como un derrumbe bajo mis pies. Luego baja suavemente las patas traseras. El madugú repite la operación con los otros camellos. Ya en tierra, todos subimos y bajamos dunas. Buscamos el mejor lugar donde vivir en solitario los instantes en que el Sol, un hierro ardiente, se sumerja en la arena. La belleza del escenario, teñido de polvo de oro y púrpura, convertiría en un intento fallido cualquier esfuerzo por describirlo.
Del hierro ardiente sumergiéndose en las arenas pasamos bruscamente al frío, porque al huir el sol, baja bruscamente la temperatura. En compensación, las dunas se convierten en un prodigioso observatorio de estrellas. El cielo adquiere tonalidad azul y encarnado. Brilla. En las áreas en que se junta con el horizonte, se hace más opaco. No se apaga. Por eso, una hora más tarde podemos iniciar la marcha de regreso al campamento sin necesidad de iluminación adicional. Basta el instinto de los camellos, la luz que llega del cielo y lo que nuestro madugú sabe del mapa celeste.
Mientras el Sol se hunde, la Luna asoma a nuestras espaldas. Una luna menguante que ayuda poco: luce más delgada y anaranjada que otras veces. Parece una hoz que se dispusiera a segar las estrellas del cielo. Mientras avanzamos plácidamente, se rompe el silencio. El guía y los viajeros comienzan a hablar de lo que saben del Sahara de ayer y de hoy.
Bereberes islamizados, como los que ahora nos guían, y al mando de un general bereber, Jabal Tariq, iniciaron la conquista de España el año 711. Y fueron bereberes los que más tarde gobernaron Toledo, Granada, Málaga y otros reinos de España. Una de sus ramas desgajadas son los bereberes tuaregs, los “hombres azules”, que tienen la imagen más temida del Gran Desierto. Hay muchos cerca de aquí, en la vecina Argelia, donde se originaron. También en la vecina Libia. Por siglos han dominado buena parte del Sahara, toda una hazaña, pues este desierto es más grande que Brasil, y casi igual en tamaño que Europa y Estados Unidos. En él los tuaregs se enfrentaron con el colonialismo europeo. Antes, rechazaron a cualquiera que ingresara a “sus” dominios sin permiso. Mataron o dejaron morir a la mayoría de los primeros aventureros occidentales que a fines del siglo XVIII se aventuraron por aquí. Tiranos de las caravanas, del comercio y de las aguas, su historia parece un catálogo completo de atrocidades, en que abundaban los enfrentamientos entre ellos. “Si Dios entra al Sahara, que entre armado”, se dijo en un tiempo. Y se dice ahora en muchos países. Escribo lo anterior lleno de dudas: resulta difícil poner en palabras justas de hoy la historia remota.
Hasta nuestros días muchos tuaregs visten túnicas y turbantes teñidos con el más bello de los azules: el del índigo. Cabalgan sobre dromedarios ágiles, adiestrados; muy distintos a los remolones que nos llevan en nuestra apacible excursión de “beduino por un día”.
El espíritu cansado
Estos señores tuaregs, con su mundo que se resquebraja después de tantas derrotas, han sido convertidos en súbditos por las potencias coloniales. Ellas trazaron las fronteras a su gusto, se apoderaron de los pozos de agua y de los minerales en los años 60, en la expresión más violenta del poder. Pese a todo, muchos tuaregs y sus ex esclavos negros, los bellah, siguen practicando una forma de vida más antigua que la memoria: el nomadismo. Ahora se hallan en tres países, desterrados, principalmente en Níger y Mali, casi en el centro del continente, el Africa Subsahariana. Algunos organizan caravanas que cargan bloques de sal de 120 kilos, y los venden o intercambian en las aldeas. En Niger atraviesan con determinación, el Teneré, “el desierto dentro del desierto”. Un mes de viaje agotador hasta las minas de sal de Taudeni.
Pero tienen el cuerpo menos cansado que su espíritu. En el último tiempo han proclamado un país propio, Azawad, de la dimensión de Francia, que nadie reconoce. Luego de traficar esclavos sudaneses en el pasado, y de haber sometido a muchas tribus, ahora viven con su rencor a flor de piel, sin renunciar del todo a las prácticas esclavistas. Sueñan vencer algún día a los europeos y a las mineras del uranio que están detrás de las tropas y policías de frontera que los han obligado a lamerse las heridas en silencio. Su legendaria guarida, la falsa “ciudad del oro”, Tombuctú, que conociéramos en los años setenta cuando era una admirable aldea de barro, donde sonaban alegres laúdes y las mujeres ululaban batiendo sus lenguas, hoy está olvidada por sus dioses.
Hace pocos meses, Gran Bretaña sumó sus tropas a las de otras naciones europeas y de los Estados Unidos. Ellas tienen intervenidas militarmente distintas áreas del sur del Sahara, que llaman el Sahel, al cual pertenecen Niger y Mali. Su propósito es perseguir a los yihadistas, que tienen relaciones no aclaradas con los nacionalistas tuareg, tema sobre lo cual me hallo en completa ignorancia.
Por fin, en la línea final de las dunas se asoman los palmerales de Ksar Ghilane. Braman los dromedarios, impacientes. Nosotros guardamos silencio. Pensando aún en las guerras del Sahara llegamos a la paz del oasis. Lo hacemos con un íntimo consuelo: el sueño de un niño se ha cumplido.