Safari a lo pobre
A bordo de camiones y trenes -de lo que venga- periodista de Revista del Domingo caza sensaciones, colores y dolores, en países del África negra. Explica por qué la comida se transforma en calvario, las mujeres en un éxtasis, los trenes en jaulas de zoológico, el viaje en una experiencia “salvaje” y el África en una negra linda.
Todavía el asunto me tiene un poco tostado.
No es para menos. Años atrás estuve en una zona de África oriental y no encontré leones siquiera en el zoológico. Por cierto que al volver a Chile me hicieron la pregunta con reminiscencias infantiles:
-Así que fuiste al Africa. ¿Y viste al león?
Ahora he vuelto al Africa, pero a una zona diferente: Senegal, Mauritania, Mali y a las fronteras de Gambia y Guinea.
-¿Y viste al león?
La pregunta, después de lo que me ha ocurrido, me resultará irritante. Ni siquiera tengo ánimo para contar eso que me ha ocurrido… Tal vez más adelante.
Pero la verdad que no he venido a África sólo a ver leones, cocodrilos ni hipopótamos. La verdad completa es que ni pensaba regresar a África. Partí a Europa para algo muy diferente: participar en el vuelo inaugural de los Douglas DC-10 en la ruta Zurich-Atenas de una compañía suiza. La invitación fue una llave abierta por donde el gozo fluyó casi sin parar en decenas de miles de kilómetros, por dos causas fundamentales: mi reencuentro con dos países que son varios mundos y la excelente atención a bordo. Atención a bordo graficada elocuentemente por mi colega indio Kabe Sethna, de Bombay, también invitado al vuelo inaugural, quien dirigiéndose a una auxiliar al salir de Ginebra, le preguntó:
“¿Cómo supo usted que hoy es mi cumpleaños?”.
Creo recordar que la auxiliar de vuelo sonrió.
Creo recordar, también, que era una rubia con escasa falda y mucha gracia. Pero no me acuerdo bien. En realidad yo estaba aún obsesionado con unas fantásticas negras del Senegal, con unos enormes negros bañados de color y unas pequeñas negritas tan lindas como la más linda de las suizas.
REPENTINA LOCURA
Había sido, en verdad, casi un arrebato, una especie de éxtasis. Nunca me ha ocurrido algo semejante en país alguno. El avión en viaje de Santiago a Zurich hizo escala en Dakar-Yoff, aeropuerto de la capital senegalesa. Quise estirar las piernas. A los diez minutos regresé trotando al avión y pocos segundos más tarde bajaba convertido en una especie de percha ambulante (maletines, abrigo, máquina fotográfica, libros…. Me presenté en Policía Internacional:
-Monsieur, me quiero quedar unos días aquí. ¿Puedo?
–Oui, monsieur.
(Ja, ja; me reía solo).
Pero había otros problemas:
–No hay pasajes para que usted siga a Europa la próxima semana y pueda hacer el vuelo inaugural…
Regresé al avión como si en vez de ir a Suiza y a Grecia me llevaran a Siberia.
Han pasado algunas semanas y ahora estoy, otra vez como percha en Dakar-Yoff. (Ja, ja me río solo. ¡Voilá! ¡Qué espectáculo!). Por el aeropuerto se pasean mujeres color betún, altas como bambúes. Parecen salidas de un desfile de Ives Saint-Laurent. Llevan túnicas de colores violentos, pañuelos floreados en sus cabezas y algo enigmático en sus rostros refinados y a la vez algo toscos. Sus hombres, que se acercan a los dos metros de altura, visten túnicas rojas, azules, ¡rosadas!. Cualquiera de ellos podría ser Baltazar, el negro de los Reyes Magos, o Muhammad Ali vestido de príncipe oriental. Uno llega a creer que a esta gente la ha disfrazado y puesto aquí la Délégation Générale au Tourisme. Sus trajes delatan a gritos la influencia musulmana en Senegal, pero en ningún país árabe he visto jamás tanto contraste y tanto color (ni tanto olor… como tardaré poco en comprobarlo).
MISTERIO DE LA TERANGA
De ese arrebato, de ese éxtasis, paso bruscamente al guau-guau. Soy el único no africano que ha descendido en Senegal. Pregunto, en francés, a un funcionario dela policía:
-¿Puedo ingresar sin visa, no es así?
–Guau, guau.
-¿Hhmmm?
-Qui, oui, perdón.
Así me entero que para decir sí en el idioma nativo (el wuolof) hay que ladrar, decir guau. Y para entrar al Senegal hay que sonreír aunque den ganas de ladrar, como a mí me ocurre cuando le entrego mi pasaporte a un funcionario de Policía Internacional. Lo mira por aquí, lo mira por allá, lo mira por aquí, lo mira por allá, lo abre, lo cierra, lo abre, lo cierra. Todo con enervante parsimonia. De pronto abre su enorme boca y comienza a mordisquear mi pasaporte. (“Este chato se lo va a tragar”).
-¿A qué hotel va?
-No sé. A cualquiera, barato.
–Tiene que ir aquí—me ordena, pasándome un papelito que dice Hotel Teranga.
-¡El más caro del país! Su nombre en wuolof significa hospitalidad. (No he podido saber cómo se dice comisión en wuolof).
Al retirar mis maletas, un enjambre bullicioso de muchachos se las disputan, pensando en el magro botín de la propina. Tirones, empujones, chillidos. Descuartizan una de mis maletas (la pobre había sido hecha en China para ser tratada con delicadeza oriental).
Salgo del aeropuerto: una boca de lobo. Son las 4 de la mañana. Tomo un taxi. “Lléveme a N’GorVillage ”. N’Gor es un villorrio turístico próximo al aeropuerto.
El auto se mete en la boca del lobo. Del africano sólo veo en su rostro dos puntos amarillentos.
(“No haberme quedado en las islas del Mar Egeo…)
Mi éxtasis disminuye otro poco cuando veinte minutos más tarde me encuentro de sopetón con el África tropical: descanso en una hermosa cabaña del N’Gor Village cuando junto a la cama pasa trotando un lagarto. Un lagarto como un guarén, con largas patas amarillas. Un puntapié y desaparece alborotando la tranquilidad del jardín.
¡Mañana será otro día!
VIAJE HACIA EL ACUARIO
En mi mal francés logro hacerme entender por los senegaleses de Dakar. No hablan un francés de la Sorbona, pero lo hablan. No en vano esta ciudad fue capital del África Occidental Francesa. Ciudad moderna (500 mil habitantes), sin personalidad, salvo por sus habitantes multicolores.
A medio día ya tengo resuelto viajar al interior del país.
Llegar hasta Bamako, capital de Malí, situada a 1.200 kilómetros de Dakar, camino al corazón de África negra.
Quiero ir al encuentro de los parques nacionales, donde abundan los grandes mamíferos; al encuentro de los indígenas bassari, desnudos, salvajes, pero pacíficos; al encuentro de las mil aldeas donde África sigue siendo casi igual al África de Livingstone y Stanley.
No quiero escoger el camino más fácil y el más caro: el que hacen los pequeños aviones de las grandes empresas turísticas. Tampoco quiero escoger la carretera, a bordo de buses con aire acondicionado, desde los cuales se ve a la gente como en un acuario. Únicamente el tren -nunca usado por blancos ni negros afrancesados- me parece el mejor camino para entrar al acuario, para meterme sin intermediarios en el continente negro. Aunque éste es un lento camino: dos días de viaje para cubrir 1.200 kilómetros.
Junto con el primer pitazo del tren una especie de chiflón me sale de la boca. Anuncia que ha comenzado a ebullir mi alegría, mi ansiedad y, tal vez, mi angustia. El carro desborda. Decenas de hombres tirados sobre el pasillo; bolsas, canastos, maletas de plástico. En mi asiento, sólo para dos, tres comenzamos el viaje. Media hora más tarde somos cuatro. No sé cómo.
EN LA JAULA DEL LEON
La mayoría habla sólo wuolof, una especie de ronquido con vocales. Algunos aceptan conversar conmigo en el francés de los negros, el petit-noire. Me miran con curiosidad. Algunos con sonrisas simpáticas. Los niños, en cambio, me clavan los ojos; no sonríen a pesar de mis esfuerzos. Debó parecerles monstruosamente desteñido. Como a mí me ocurre al día siguiente cuando veo subir un mendigo al tren: pelo muy ralo, motudo; boca enorme; cuerpo grande y musculoso… Pestañas blancas, pelo blanco, piel blanca… ¡Un negro albino! Representa no más de 30 años. Luce completamente sano, pero pide limosna. ¿Es un paria sólo por su color?
Cada diez a quince minutos se detiene el convoy. Baja y sube gente de las aldeas, aldeas formadas por casas de barro con techo de paja con forma cónica. Siempre sube más gente de la que baja. A la sombra la temperatura no puede ser menor a 40 grados. (Por algo el único diario senegalés lleva el nombre del sol: Le Soleil).
A medida que pasan las horas comienzo a percibir un olor que me resulta familiar. Un olor -¡curiosa sensación!- que me transporta hasta la infancia. Olor penetrante, pero tolerable. De repente recuerdo todo: “¡Eso es!; la jaula de los leones en el zoológico”. Es un olor que salé de las bolsas; de los canastos, que contienen quizá que viandas; de los cuerpos brillantes, sudorosos, aunque cubiertos por túnicas extrañamente pulcras… Horas más tarde tengo la sensación de que el tren ha sido invadido por todos los olores de la fauna africana. (Después de vivir algunos días en esta situación he terminado arrancando de las aglomeraciones como el gato al agua).
LOS ARBOLES CHILENOS
Pero la verdad es que esta región de África invita a gozarla y a sufrirla con todos los sentidos. No he conocido otro lugar en que resulte tan imposible la indiferencia. Ocurre, desde luego, con el paisaje, aunque Senegal es una extensa llanura, cuyo cerro más alto es apenas más alto que el Santa Lucía. Aunque Mauritania es casi sólo desiertos y tribus nómades, y las junglas de Malí no son más hermosas que nuestros bosques.
Lo que llama la atención son los colores, los sonidos, Todo suena diferente. ¡Qué extraños cantos de pájaros extraños! Y qué extraños sus baobabs, árboles de troncos fornidos, de ramaje corto y anudado. Pareciera que un ejército de podadores chilenos -todos con alma de leñadores- hubiese recorrido Senegal palmo a palmo tallando baobabs a hachazo limpio, dejando sus ramas convertidas en chongos.
También llama la atención cada aldea, con su baobab gigantesco, y bajo él numerosos negros vistiendo sus túnicas principescas. Hablan sin descanso. Parece que sufren al callar. Al baobab lo han bautizado como “el árbol de la palabra”. De la palabra hablada, porque aquí pocos conocen la palabra escrita.
A bordo del tren también todos hablan. Hablan sin dejar de mordisquear un trocito de palo delgado, que cuelga permanentemente de los labios. Una mujer (a quien le he ofrecido mangos para comer) me regala uno de esos palitos. Comienzo a mordisquearlo. Tiene un gusto parecido al del anís. Después de un rato, disimuladamente, me lo guardo en el bolsillo (“Esta es cosa de salvajes”). Otros africanos llevan colgando de los labios una cosa cilíndrica hecha de vegetales secos y partidos, cubierta de papel. La queman en un extremo. ¡Se tragan el humo! Uno de ellos me ofrece. Le digo:
—Merci, monsieur. No fumo.
Más tarde me entero que el palito con gusto a anís lo usan, al menos, para mantener limpios los dientes. También para entretener los labios. En el interior de África muy pocos fuman. Todo es un poco raro en este mundo distante y distinto. Raro incluso su sentido del humor. Abordo del tren un hombre vende ropa interior. Recorre los carros con la cabeza cubierta por una ruma de sostenes, todos enormes, negros. Nadie sonríe siquiera.
En cambio, cuando le tomo fotos a un africano que corre en cuatro manos junto al tren en marcha -como un mono pelado y brilloso- los pasajeros se ríen del inválido, entusiasmados.
CLUB DE LOS COMELO TODO
Yo también tengo algunos problemas en materia de humor. No sé si reír o llorar cuando comienza a apretarme el hambre. Inicié el viaje ignorando por completo la forma cómo enfrentar el problema. Algunos mangos y naranjas me ayudan a engañar el estómago por algunas horas. Pero finalmente me enfrento a las alternativas de comer lo que venga y… como venga, o regresar a Dakar. Resuelvo entrar en cuerpo y alma al Club de los Cómelo Todo, única solución para el que viaja por estos países.
Pero no es solución fácil. Casi todas las aldeas de esta zona africana carecen del más primitivo albergue o restaurante. Los vendedores de comida se sientan en la calle, sobre pequeñas piedras, sobre el suelo. Una nube de moscas es su letrero luminoso. ¡Más moscas que en cualquier establo! Como el hambre no sólo es el mejor cocinero, sino el mejor insecticida, a las 7 de la mañana del segundo día me acerco a uno de esos vendedores.
–Por favor (¡ah, mosca!) deme un sandwich y (¡mosca!) una taza de café.
El hombre destapa un viejo tarro de manteca que está colocado sobre una especie de brasero. Dentro del tarro hay un agua humeante, ¡rosada! Mete un cucharón y con ese líquido llena una taza de plástico. Encima echa café en polvo y azúcar. Manotea para espantar las moscas y, gentilmente, me ofrece asiento sobre una piedra y un sandwich de pescado frio.
–Mercí, monsieur.
Rico el café. Y nada de malo el sandwich, en pan francés… Varias veces sobrevivo a esta experiencia. A veces trago arroz con pescado, o mijo molido con aceite y zanahoria. A veces trago guisos que no saben mal, pero delos cuales prefiero no saber cómo los han hecho. Incluso termino por casi olvidarme de las moscas (si tuviese cola, como un buey, las espantaría sin dejar de masticar). Prefiero olvidarme que en estas aldeas todos comen siempre con la mano. No saben lo que es un papel para limpiarse la boca. No saben lo que es un papel para nada. Todo con la mano…
SALVAJES Y ANIMALES
Enfrentando estos y otros inconvenientes, y gracias a la hospitalidad senegalesa -la teranga-, tengo la oportunidad de lograr algunos de mis propósitos. Después de viajar en camiones maniceros, en unas “liebres” destartaladas y hasta en una especie de carretela repleta de bulliciosas muchachas africanas, puedo visitar un sector del Parque Nacional de Niokolo-Koba, habitado por los indígenas bassari.
Los bassari -50 o 60 mil individuos- construyen sus chozas sobre pequeñas lomas, en la región de Casamance. Se les puede observar desde cerca, y aún fotografiarlos, sin riesgo alguno. Hombres y mujeres andan desnudos y sólo se cubren la región pubiana. Cuando paso cerca de sus chozas en un camión que transporta trabajadores de plantaciones maniceras, nos observan con indiferencia. La misma indiferencia que por siglos han demostrado hacia la civilización. Indiferencia, pero no agresividad, según me informan. No logro acercarme a ellos.
Mejor suerte tengo en mi recorrido por el resto del parque Niokolo-Koba, al cual los turistas extranjeros llegan normalmente en avión, pagando 500 dólares por dos días de safari fotográfico. Pero esta no es la mejor época del año. Las lluvias hacen crecer el llamado pasto elefante, que por su gran altura protege a muchos animales de la curiosidad humana. Cuando cesan las lluvias el pasto elefante se seca, escasean los “puntos de agua” y, entonces, los elefantes, antílopes, búfalos y otros mamíferos se ven obligados a concurrir a lagunas y pantanos. Allí, los turistas (desde alturas estratégicamente protegidas) ofrecen sus conciertos de cliks y de exclamaciones entusiasmadas
Con la ayuda de Mustaphá Diagne -recolector de pájaros para la exportación- a bordo de su camioneta pick-up, logro ver muchos monos de pelambre dorado, antílopes y varios elefantes que huyen remeciendo la tierra con su trote torpe y avasallador. Indudablemente que hay un abismo de diferencia entre observar estos animales en estado salvaje y verlos en la pista de un circo. Pero la experiencia ni se acerca siquiera al impacto que me ha producido el hombre africano en su medio ambiente, en su salsa.
Senegal podría definirse -con todo respeto- como país-mono-del-zoológico: vive casi exclusivamente del maní. El 80 por ciento de su economía externa e interna depende de lo que aquí se llama el arachide. Fue introducido por los franceses hace 135 años para la fabricación de aceite de mesa. Se ha llegado a producir más de un millón de toneladas anuales, y con su cáscara se alimentan, incluso, pequeñas plantas termoeléctricas…
LO OCURRIDO CON LOS LEONES…
Gracias al maní puedo regresar a Dakar en menos tiempo y mejor ventilado que en ferrocarril. Gracias, también, a Mamadou Ba, un muchacho de 22 años que conduce un camión manicero entre las plantaciones de Ziguinchor, cerca de Guinea, hasta la capital senegalesa. Mamadou Ba ha estado en Francia. No titubea cuando le pido que me hable de su país, de su etnia. Mamadou Ba es negro, negro al tiro, como un piano, y sus grandes dientes amarillentos parecen teclas. De su piel sólo tiene blancas las palmas de las manos y las plantas delos pies:
-¿Sabe por qué? Porque cuando nacemos nos paran en las manos y en los pies, como una oveja, y nos pintan al duco. Lo que está afirmado en el suelo queda sin pintura…
Lo dice y revienta en una carcajada. Después se ríe de mí, de mis arrestos de explorador de África:
-¿Y qué le parecieron los leones de Niokolo-Koba?
-No ví ninguno. Dicen que en este tiempo los….
–Eso dicen. No lo crea. A todos los turistas les pasa lo mismo. Hace años que no se ven leones en el Parque Nacional. Estoy seguro que ya se acabaron. Los últimos leones fueron traídos del Zoológico de París…
Así comenzó a contarme lo que ocurre con los leones del Senegal. Sólo existen en los afiches turísticos. Para no defraudar a los turistas que recorren miles de kilómetros en busca del rey de la selva, hace algún tiempo trajeron seis cachorros nacidos en el Parque Zoológico de Vincennes… ¡Unas monadas de cachorros! Los turistas (franceses la mayoría) los miraban desde lejos entusiasmados. Pero los leoncitos nunca se acostumbraron a conseguir su comida. Un empleado del gobierno debía llevarles diariamente su ración de carne y agua. Eran insaciables. Un día los leoncitos se comieron al empleado del gobierno. Se lo comieron entero, sin desperdicio. Después de simbólico entierro, el gobierno ordenó matar a los seis inocentes.
De los leones senegaleses nunca más se supo.
ETAPA DEL FLAVOQUIN
Desde que Mamadou Ba me dejó en Dakar hace algunos días, mi experiencia africana se ha tornado difícil. Tras el recorrido de casi 3 mil kilómetros con mi carnet del Club de los Cómelo Todo, tenía un ligero dolor de estómago. No me preocupé demasiado hasta que cierto funcionario de un organismo internacional me preguntó:,
-¿Y está tomando Flavoquin?
-¿Qué?
-Flavoquín; para prevenir el paludismo.
-¡Qué!
-Supongo que sabrá que en esta región el 80 por ciento de la gente sufre paludismo. La culpa es de los zancudos que aparecen en los pantanos durante las lluvias. ¿No lo habrán picado?
-¡¡¿Quéeee?!!
-¿No me va a decir que tampoco sabe que en Dakar hay unos mil leprosos sueltos? Vaya a la Plaza de la Independencia, al Correo… Muchos son contagiosos.
-¡!¡¿¿??!!!
-¿Y sabe lo de la mosca mosca tse-tse?
-Uf.
Tragué saliva hasta el mismo momento en que tragué mi primer Flavoquín.
He renunciado al Club de los Cómelo Todo. Indeclinablemente.
Hoy sólo como verduras cocidas, me lavo las manos como médico de leprosario, me enjuago la boca con agua mineral (¡traída envasada directamente de Francia!), y aún me sigo preguntando por qué al llegar a Senegal ni siquiera me pidieron certificado de vacuna contra la viruela…
Como diríamos en Chile, ha sido una experiencia ¡salvaje!
Tengo que admitirlo: muchas veces durante estos días habría preferido estar a bordo de un avión suizo, aséptico, y atendido como si fuese el día de mi cumpleaños. Pero la verdad es que en los cinco continentes no he encontrado jamás otro pueblo así; otra suma de razas, costumbres, vestimentas y Flavoquines… que pueda definirse, sin vacilación, como una mezcla inolvidable.
Nota. No se reproducen aquí dos textos complementarios de este reportaje, publicados en la misma edición: Senegal estornuda cuando Francia se resfría, y la historia de un chileno nativo de Tinguiririca dueño de un hotel en Dakar, titulado Chileno en África. Ver texto publicado en revista en formato PDF Safari-a-lo-pobre