Quinchamalí vive en peligro
Su Unión de Artesanas tiene ocho o nueve socias, y… siete forman la directiva. Así no hay opciones de cambio ni recambio. Las murmuraciones sin esperanza se han apoderado de los callejones de Quinchamalí. Los jóvenes renuncian a la greda y no hay esfuerzos serios para formar una generación de recambio. Su alfarera más famosa está olvidada en el cementerio, mientras la UNESCO intenta proteger a las sobrevivientes dándoles la dignidad de Tesoros Humanos Vivos. ¿Vivos hasta cuándo?
Texto y fotos de Luis Alberto GanderatsMiro incrédulo a la alfarera que está a mi lado en el fogón de su casa de Quinchamalí. Lo que ha hecho Teorinda Serón Castro me parece un acto de Mi Bella Genio. Estoy sorprendido aunque no debería estarlo, porque la comuna de Chillán y su vecindario ñublense nos tienen acostumbrados a lo extraordinario. Es la cuna de otros genios, o de seres excepcionales, algo nunca superado en Chile. Aquí nacieron Arrau, Vinay y Víctor Jara, O`Higgins y Prat, la Violeta, el Nicanor y el tío Lalo, Marta Colvin y Marta Brunet, Merino Benítez y Mariano Latorre, Oreste Plath, y hasta Virginio Arias, que dio forma al Roto Chileno.
¿Por qué hallamos horizontes tan amplios en la estrechez de esta breve comarca?
¡Cómo saberlo! Hay misterios que sólo se profundizan cuando tratamos de explicarlos. ¿Qué hacen para convertir sus gredas color café con leche en objetos negros como el petróleo? Teorinda Cerón en su casa de Callejón La Unión, de Quinchamalí Norte, que comparte con su madre, la alfarera Riola Castro, me ha ido explicando –paso a paso– cómo transforma la greda sin forma en figuras graciosas, tan bellas como ingenuas, que representan como ninguna la alfarería de Chile. Pienso especialmente en “la mujer de la guitarra”, como llamara Neruda a la que hoy conocemos como La Guitarrera, y que he venido a visitar haciendo un bello camino de 35 kilómetros –perfectamente pavimentados– desde Chillán.
La explicación del proceso alfarero (ver recuadro) no se sale de lo común hasta el momento en que las figuras, secas y bruñidas, son puestas en un profundo canasto de metal colgado a 30 o 40 centímetros del suelo, donde chisporrotea una fogata de leña al rojo. Ahí se acaba la poca humedad que quedaba en el corazón de la greda.
Ya secas, son sacadas de la jaula y puestas –una a una, amontonadas y en desorden– directamente sobre las cenizas calientes y brasas. Inmediatamente son cubiertas completamente con guano seco de vacuno, formando a su alrededor un verdadero horno casi hermético. A los 15 o 20 minutos las figuras de greda ya queman como hierro caliente y tienen un color rojizo opaco, como brasa sin atizar.
Este es el minuto clave de las alfareras. Inmediatamente al lado del “horno”, sobre el suelo, han desparramado otro tipo de guano, esta vez de caballo –liviano, esponjoso, ligeramente húmedo y color tabaco–, hasta formar una circunferencia de 50 centímetros de ancho y unos 25 centímetros de alto en su parte central.
En esa ruma de guano que huele a pasto se produce la transfiguración.
Con su horqueta de dos largos dientes las alfareras escarban dentro del fogón buscando las piezas ya cocidas. Enganchan, por ejemplo, una Guitarrera y con difícil equilibrio la depositan sobre el guano de caballo. Con uno de sus pies, empujan el estiércol desde las orillas, hasta cubrir por completo la figura. A los pocos segundos un humo oscuro anuncia que algo está ocurriendo, y antes de medio minuto, la horqueta sale con el trofeo entre sus dientes: una Guitarrera negra hasta el corazón de la greda, reluciente y pulida como ónix de joyería.
¿Qué ocurrió en esos segundos? El guano húmedo al entrar en contacto con la pieza hirviendo produjo intenso humo negro, cargado de finísimo polvo de carbón. La greda caliente como brasa se hace porosa al extremo –sin deformarse– y el polvo de carbón la penetra como un chiflón, instantáneamente, hasta el último rincón. Y la tiñe.
Así ha quedado con la característica más popular de las gredas de Quinchamalí: el negro puro.
Solo falta llenar con greda blanca, o colo, los motivos vegetales, geométricos o lineales, hechos con una aguja de vitrola, dibujos que hasta ese momento parecen cicatrices sin color. Una vez ennegrecida la pieza de greda, el alfarero llena de blanco esas bellas cicatrices, dándole así mayor belleza a la figura. decoración.
Esta manera de trabajar la greda está protegida de los imitadores. Desde el 2014 cuenta con la condición de “denominación de origen”. Ésta se aplica a un producto cuyas características se deben fundamentalmente al medio geográfico en el que se produce, transforma y elabora. Sólo la pueden elaborar las alfareras de Quinchamalí y las de Santa Cruz de Cuca, un pueblo más al otro lado de la Autopista del Itata. Están obligadas a usar el color negro, las técnicas tradicionales, las gredas del lugar y decoraciones blancas.
El mismo año 2014, estas alfareras fueron reconocidas por la UNESCO como Tesoros Humanos Vivos, con el propósito de alejar el riesgo de desaparición o que se desvirtúe su trabajo. Sin embargo, su futuro parece incierto (ver recuadro).
Guitarrera anti-hombre
Las mujeres –no los hombres– han escrito la pequeña gran historia de esta artesanía. Han cambiado bastante en el último tiempo, pero ellos no salen bien parados en el libro Quinchamalí. Reino de Mujeres, de Sonia Montecino, doctora en Antropología y experta en estudios de género. Fueron las propias alfareras entrevistadas las que se encargaron de describir al varón de este pueblo. Práxedes Caro, una verdadera leyenda en Quinchamalí, interpretó a una mayoría al declarar: “Aquí los hombres son flojazos, no sirven ni para pisar greda. ¿Para qué se va a casar con un hombre así? Yo sufrí por mis hijos, pero por un hombre, no. ¿Para qué cargar con un flojo”?
Ahora estoy frente a la tumba que guardas sus restos, y donde su nombre escrito a mano en una tosca tablilla de madera –no de arcilla—es imposible leer. Lo que llama la atención de su sepulcro no son sus pobres adornos marchitos y sucios, sino el encendido musgo del abandono que lo cubre todo. Es la alfarera más importante de Quinchamalí en un siglo, pero nadie ha mandado a hacer una pequeña placa en greda o mármol que nos hable de ella y sus días, que terminaron en 1994.
Sonia Montecino explica que las viejas mujeres de Quinchamalí, como Práxedes Caro, subsistían trabajando la greda, y entonces podían engendrar hijos sin cargar con marido, y hasta adoptaban hijas, si no las tenían, para que les siguieran en su oficio. Así fue naciendo en este caserío una entidad femenina poderosa, quizá como en ningún otro lugar de Chile. “Es un caso límite de la dominancia de lo femenino”, dice, y que nace, paradójicamente, de un abuso, pues la mujer indígena o rural tenía como obligaciones de dueña de casa cocinar, llevar la huerta, cuidar los hijos, parir y… producir los platos, las olletas, los jarros y callanas. La greda formaba parte de su quehacer doméstico. Cuando pudo hacer trueque con sus piezas de alfarería o venderlas en Chillán, empezó a ganar terreno y a neutralizar el abuso del hombre.
La más famosa de sus imágenes, La Guitarrera –surgida a mediados del siglo XIX–, pareciera ser símbolo de su fuerte rechazo de lo masculino. Tal vez este cántaro en forma de mujer ganó presencia, dice, por la influencia de un grupo de cantoras campesinas de los años 30 llamadas Las Colorás. Estaba formado por Juana, la de sonrisa libre, y sus hijas Etelvina, Berta, Efigenia y Rosa. Esta última, según su ahijada la alfarera Riola Castro –la más abuela de las alfareras que sigue activa–, fue siempre soltera. Pero se le creía casada porque “siempre tenía su aventura, para pasar ratos alegres”.
Sonia Montecino postula en su libro que “las artesanas, al recrear insistentemente La Guitarrera, reproducen el tema de Las Colorás, y escriben un destino: lo masculino debe ser tachado, asesinado, ausentado”. La Guitarrera, de tan ingenua apariencia, “sería a la vez diosa-madre dadora de la vida, y mujer bruja engendradora de la muerte”.
Como las alfareras más influyentes eran solteras o preferían tener parejas desechables, las hijas llevan casi siempre el apellido de sus madres y son conocidas como Las Caro, Las Venegas, Las Echeverría, Las Correa, Las Flores… Son casi todas de antepasados mapuches, pero por tradición han ido adoptando apellidos de los andaluces, gallegos y castellanos que se instalaron aquí desde el siglo XVI o XVII, cuando en esta área mandaba un cacique y era un pueblo de indios (luego se convirtió en fuerte militar para enfrentar a los mapuches alzados en armas). Algunos apellidos españoles de Quinchamalí son fruto del mestizaje, y no sólo del impulso doloroso de esconder el origen indígena para no ser ninguneado.
Criar hijos con esfuerzo, solteras, borra lo que podía considerarse censurable en esta condición “y a la vez dotó a la mujer de una fuerza singular para internalizar el poder que de ahí se obtiene”, cree Montecino.
Testimonios contra el hombre se repiten y repiten, y hasta hoy no han desaparecido del todo. Muchos ayudan a la mujer cuando son hijos pequeños o nietos. También pisan la greda, y van a buscarla a la “mina” (el lugar de donde la obtienen). Pero cuando crecen se van a trabajar lejos, a trabajar poco y tomar mucho. Hoy algo ha cambiado: se ven muchos casos de hombres ayudadores, y trabajan con más disciplina en empresas de la región. Pero un oficial del retén nos dice que casi su único trabajo es vigilar los clandestinos de alcohol y a los pequeños productores de chicha que venden sin permiso.
Nunca, en siglos anteriores, el hombre de Quinchamalí podía trabajar la greda. Era considerado tarea de mujeres, o de varones no muy hombres. Algunos ayudaban vendiendo la artesanía en Chillán o Concepción. Pero únicamente las mujeres la producían. Sólo después del golpe de 1973 llegaron de vuelta muchos hombres que vivían fuera de Quinchamalí, y unos pocos tuvieron que dedicarse por fuerza a la greda. Fueron y todavía son mirados, con sospecha por las mujeres. Sienten que les usurpan su trabajo. Y lamentan que para hacer menos esfuerzo y ganar más, alguno haya empezado a usar hornos y máquinas moledoras. Y hasta plantillas. Esas técnicas traicionan el espíritu tradicional de las loceras, se quejan ellas en el libro Reino de Mujeres.
Grandeza de lo pequeño
Una línea férrea que ahora sólo es utilizada para transporte por una planta de Celulosa Arauco, divide a Quinchamalí en dos. El sector Sur es de las alfareras que producen piezas “grandes”; el Norte es el de las piezas “chicas. Las de tamaño mayor –utilitarias para uso doméstico, con menos adornos y más tradición histórica–, se producen en terrenos extensos, donde caben también cultivos de cerezos, viñas y huertas. Las gredas o lozas “chicas” o “artísticas” nacen en terrenos más pequeños, y en ellos se desarrollan las piezas con formas humanas y de animales –que nos hablan de la inmensidad de lo pequeño–, desde La Guitarrera hasta el jinete mareado, el jarro-pato, el cabrito, el pavo, el chancho de tres patas, decenas de figuras que las loceras –guardianas de la tradición– repiten hasta el infinito, aunque algo vayan variando lentamente.
Tienen vocaciones distintas, eso sí. Se especializan en una media docena de figuras. Práxedes Caro admitía: “Puedo hacer muchos cacharros distintos, pero no tengo cariño para hacer de todo. A un pavo hecho sin ganas se le cae un ala, se le cae la otra… Yo prefiero hacer La Guitarrera”.
Lo que ha cambiado radicalmente es la forma de vender. Al principio se hacía trueque con los inquilinos de los fundos necesitados de tiestos y platos, que daban legumbres a cambio. Los pequeños propietarios preferían las piezas más chicas para poner agua en la mesa, o vasos para beber, o adornos de la casa. A veces el trueque era por mayor. Se iba a la Quiriquina con una cajonada de carreta llenas de piezas grandes y se volvía con alimentos para todo el año: cebollas, legumbres, papas de guardar. “¡Si por un tiesto nos daba hasta medio saco de papas!”.
Algunas empezaron a llevar sus gredas al Mercado de Chillán, donde se hicieron populares, pero debían cargarlas en carreta o al hombro hasta la vecina estación ferroviaria de Colliguay, y eso dificultaba el comercio de las gredas grandes. “Se sufría mucho para vender. Nos pagaban miserias. Hasta que se inauguró la estación de Quinchamalí, y fue más fácil darle salida”, dice la alfarera Mónica Verdugo.
–Pero Pinochet terminó con el ferrocarril y las cosas se pusieron peor que antes.
Ahora del viejo galpón de la estación sólo quedan fierros oxidados.
–Y por culpa de la vecina planta de celulosa nos cuesta más conseguir la greda. Antes la sacábamos de un fundo cerca de la línea del tren. Pero al instalarse la fábrica ese fundo fue vendido a una empresa que planta eucaliptos y ahora tenemos que rebuscar la greda más lejos, o pagar caro.
En el pueblo han surgido una decena de comerciantes que sólo se dedican a comprar a las loceras y a vender artesanía al visitante. Pero las alfareras más activas ahora tienen circuitos propios para comerciar , especialmente por encargo. O hacen trabajos de gran envergadura para ferias internacionales. Y participan en obras de valor incalculable como la hecha por siete alfareras, encabezadas por Mónica Venegas, que este año terminaron un magnífico mural de 15 metros de largo, con técnicas de Quinchamalí. Reseña la vida de Violeta Parra, y fue dirigido por Militza Agusti, la misma museóloga del Memorial Luksic, de la U.Católica de Santiago.El mural alhajará su Casa Museo de la ciudad de San Carlos, donde, según la Municipalidad, habría nacido la artista. Será descubierto al iniciarse la celebración del primer centenario de Violeta (octubre de 1917).
No lo podemos mostrar todavía, pero lo hemos visto. Es una auténtica obra maestra del arte alfarero de Quinchamalí.
¿Canta el cisne antes de morir?
La crisis también es negra
Hay voces de alarma que se escuchan en los callejones de este pueblo campesino. Se advierte una alarmante crisis, si entendemos por crisis la muerte de un sistema antes que nazca otro que lo reemplace. La organización que agrupa a las alfareras de Quinchamalí, presidida por Mónica Venegas, se encuentra por ahora en un callejón sin salida.
–Nuestra directiva la conformamos siete personas –me dice Teorinda Serón—y las socias activas somos ahora ocho o nueve… Así resulta casi imposible hacer rotación de la directiva y los que están afuera murmuran, reclaman.
No hay elecciones con alternativas de cambio desde hace seis años o más.
Los vecinos opinan que tal vez debería buscarse una fórmula para que participen de la organización todas las alfareras que trabajan aunque no sea a tiempo completo. Pero la presidenta Venegas estima que no se puede considerar como socias activas a las artesanas que hacen “una docenita hoy y otra docenita la próxima semana”. Unos cinco hombres que también trabajan la greda son alfareros y no alfareras, de modo que tampoco piensan en la opción de integrarse a la Unión, que es sólo de “artesanas”. Algunos hombres animan una pequeña agrupación mixta que no mete ruido.
El municipio de Chillán, del cual depende Quinchamalí, parece no tener las cosas claras, y vive hoy una situación contradictoria: apoya la “denominación de origen” de Quinchamalí otorgada por el Instituto Nacional de Propiedad Industrial de Chile, uno de cuyos requisitos es geográfico: se debe trabajar en Quinchamalí o en Santa Cruz de Cuca, con gredas del mismo lugar, y sin embargo, la presidenta de las alfareras del pueblo ha sido contratada por dos años seguidos por el alcalde chillanejo para hacer clases de esa artesanía a alumnos de la Escuela Los Héroes de …Chillán. (Es como si alguien de la región de Champagne enseñara a hacer champaña francesa en lugares donde está prohibido usar ese nombre).
Muchos se quejan del alcalde de Chillán, empresario y dirigente del fútbol, Sergio Zarzar (RN), y del sociólogo Augusto González Jeldres, “encargado macrozonal” de Patrimonio Zona Sur en Consejo Nacional de la Cultura. Dicen que ellos, en vez de arbitrar en el desacuerdo que existe dentro de la comunidad, se entienden con la única agrupación de alfareras. De ese modo desalientan a decenas de loceras, que a menudo son marginadas de muchos beneficios, lo cual profundiza las diferencias y rencores que se han apropiado de sus callejones. Tampoco se hace un esfuerzo para construir un museo o galería de exhibición del trabajo alfarero, y los tours gratuitos del municipio reparten el tiempo entre Quinchamalí y una visita a… la planta de Celulosa Arauco, del Grupo Angelini.
Tampoco se ofrecen talleres para que mujeres de entre 20 a 40 años que disponen de horas libres y quisieran aprender las técnicas tradicionales. Ellas podrían hacer la posta con las actuales alfareras más activas, que tienen sobre los 60 años, y hasta más de 80. No existe ahora una generación de recambio. Hoy sólo se enseña la técnica a niños de la Escuela de Quinchamalí, los Grederitos, coordinados por Jaqueline Castro. Son pocas niñas y muchos niños, y seguramente seguirán de largo a la universidad sin detenerse un minuto en la greda. En el pueblo dicen que tal vez, las propias madres de los Grederitos deberían recibir más entrenamiento que sus hijos, y, obviamente, , ¡más que los niños de Chillán!, si la urgencia es fortalecer la amenazada tradición de Quinchamalí. Muchas madres jóvenes de los Grederitos han mostrado interés en aprender, pero las autoridades parecen ignorarlo. La propia presidenta de las alfareras, que es santiaguina, sin tradición familiar artesana, empezó “a agarrar la greda” después de casarse, y hoy es de las alfareras más notables.
Y algo le preocupa a ella: la historia de Quinchamalí es en los últimos años historia de una huida: las artesanas ya no tienen hijas que les ayuden a pulir; ni vecinas que por un pago realicen algunas de las 13 pasos que se deben dar para producir una buena pieza de alfarería. Alguna privilegiada consigue ayudantes eventuales que vienen de otros pueblos, y cobran un sueldo o tienen una tarifa por trabajo realizado. Llegará el día en que las alfareras experimentadas desaparecerán. Por cansancio, por muerte, por enfermedad (“la greda llama al reumatismo”).
La presidenta de las alfareras trabaja solísima. “Lo que gano no da para tener ayudantes”.
Las aspiraciones económicas ya son mayores que las de antes, cuando la sociedad chilena vivía con menos apetitos y tentaciones. Ya no es el Quinchamalí de pies polvorientos. Tal vez por eso se encuentre en la frontera de la crisis final.
Si nada se hace, que nadie espere buenas noticias.
¿Alfareros jesuitas?
Está muy claro que la base de la artesanía de Quinchamalí es mapuche, pueblo al que pertenecían sus habitantes por siglos. Luego, en 1662, al levantarse en este lugar un fuerte español para combatir a los mapuches levantados en armas, se produjo un contacto más estrecho con las tropas y civiles españoles. Abandonado el fuerte por estrategias de guerra, lo que quedó en Quinchamalí fue el “pueblo de indios” original, pero mostrando los cambios de sangre propios de la convivencia con el europeo, quien quizá pudo transmitir algo de sus conocimientos de alfarería. Hace 90 años era una “aldea de corto caserío”, cerca del pasaje de Cuca, y “se fabrican en ella vasijas de barro”, describe en 1924 el geógrafo Luis Riso Patron, en su gran diccionario geográfico.
Lo que ha hecho distinta la alfarería de Quinchamalí, la técnica de ennegrecer con humo, pudo ser introducida por los jesuitas, quienes tuvieron en la zona una gran hacienda, recordada todavía por una de sus fracciones, el fundo Cucha Cucha, donde se plantaron las primeras viñas chilenas. Al ser expulsados los jesuitas de Chile en 1767 se habría cerrado ese período de influencia. Tomas Lago, nacido en la vecina Chillán, muerto hace 41 años, estudioso pionero y “profeta del arte popular chileno”, piensa que las antiguas alfareras pudieron recibir enseñanza directa de alguien más adelantado. “Tienen que haber sido los jesuitas”, escribió textualmente.
Sabemos que en el mundo, la loza negra tiene miles de años, hecha de arcilla de ese color (como la de Nanking, China), y se han encontrado potes negros teñidos al humo en las excavaciones de El Molle, de La Serena, que parecen tener dos milenios.
Paso a paso
Tres gredas se necesitan para producir la alfarería de Quinchamalí. Una es negra, y se ha obtenido tradicionalmente en el vecino Paso de las Ánimas; otra es amarilla, abundante cerca de la línea del tren, y la rojiza, en el lugarejo de San Pedro, que se ha usado para hacer el colo, con que se barnizan las piezas.
Este es el proceso: la greda se seca al sol o junto a una fogata. Luego se le remoja para pisarla hasta que quede lisa, para luego ablandarla con las manos (como se amasa para hacer pan). En seguida se arman bases ovaladas o redondas, dependiendo de la figura que se quiera hacer, y se dejan airear por unas horas. Al otro día se puede empezar a modelar. Para hacer una Guitarrera, por ejemplo, son tres días: uno para el cuerpo, otro para la cabeza y el tercer para la guitarra y el sombrero (o moño). Formada la figura, se deja secar al aire libre. Más tarde se la humedece superficialmente y es sometida a un primer bruñido con una suave piedra de río. A continuación se cubre con una mezcla de greda color rojizo y agua. Es una especie de barniz llamado colo o engobe. Vuelve a airearse por un día y en seguida se cubre con grasa animal –con enjundia–, para que adquieran más brillo en el siguiente bruñido.
A continuación se le hacen los dibujos decorativos en bajorrelieve con una aguja de vitrola (que aún se venden en Chillán), produciendo leves hendiduras que luego de cocerlas serán cubiertas de greda blanca o tiza. Las piezas se dejan dejar airear nuevamente, tres o cuatro días, tras lo cual se cuecen y ennegrecen, como se explica en el inicio del texto principal.
Dónde almorzar
Restaurante Mas Greda: Excelentes cazuelas y carbonadas en loza de arcilla. Calle Chonchoral s/n, al llegar a Autopista del Itata.
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