Pokhara
Bajo el umbral del Himalaya
Cerca de los Annapurna, el más exótico destino de caminantes y escaladores del mundo de hoy, descubrimos los escenarios improbables del Yeti, la casa congelada del dios Visnú, la majestad de las alturas de Machu Puchare y la tierra santa de los antiguos hippies. Si sumamos Pokhara a las ciudades del Valle de Katmandú, podremos vivir experiencias de viaje a otros siglos que se quedarán grabadas en nuestra memoria como el mejor de los sueños.
Desde Pokhara, Nepal, por Luis Alberto GanderatsEs medianoche. Abrigado como hijo único y con los zapatones protegidos por una especie de mantequilla de yak, he salido en penumbras desde Pokhara en dirección a la región de las altas montañas de Nepal. Quiero ver salir el sol en el macizo de los Annapurna, el sector del Himalaya preferido hoy por miles de escaladores y caminantes de todo el mundo. En tres horas de paso liviano habremos llegado al pueblo de Sarangkot, una especie de balcón con vista a ese fabuloso escenario de imponentes montañas blancas. Y si el tiempo lo permite, podré acompañar a un instructor parapentista en su vuelo sobre esos valles de los pre Himalaya. Este sector tiene fama por ser uno de los grandes decorados que la naturaleza creó en un proceso de cambios que nunca acaba. Hace unos 50 millones de años el subcontinente indio, que venía de estar pegado con la Antártica y Australia en el Hemisferio Sur, no lejos de Chile, llegó en su deriva hasta estos lugares del Hemisferio Norte. Aquí se fundió con la gran masa de Europa y Asia. Aunque ese encuentro colosal se habría producido a una velocidad de apenas 15 centímetros por año, empezaron a levantarse los montes más altos del planeta, con igual lentitud, pero en un avance imparable.
Una isla en la Tierra
Ahora estoy en el centro del lugar donde se produjo ese choque inimaginable. El proceso de elevamiento no se ha detenido. Avanza hoy a una velocidad de apenas 5 centímetros al año, imposible de percibir sin instrumentos. El mundo que vemos es muy distinto al del primer día del gran choque. Desde luego, ha llegado el Hombre. Vive aquí sin saber a ciencia cierta lo que la naturaleza ha venido haciendo por millones de años. Y el que no sabe es como el que no ve. Los escaladores siguen escalando, los caminantes, caminando, y los habitantes siembran y bailan, rezan, disputan y reparan sus casas cada vez que por culpa de los dioses un temblor de tierra desploma un muro o desbarata los techos de pizarra. Todos los que estamos de paso esperamos sentir el deslumbramiento de las montañas, observarlas desde la primera fila. Hemos llegado desde Katmandú, la capital de Nepal, en un viaje en auto de más de ocho horas. Queremos ver y fotografiar este trozo del Himalaya, pero hay que encomendarse a todos los dioses para que las nubes no se opongan. A menudo se convierten en un blanco biombo implacable. Tapan por completo la zona, o apenas dejan entrever el contorno de las montañas.
En la mitad de nuestra caminata, con la noche apenas iluminada con la indecisa luz de la luna, hacemos un breve descanso en un rústico refugio-cantina. Los más friolentos tomamos té; los acompañantes nepalíes beben rakshi, una especie de reconfortante cerveza destilada de arroz. Primero con agua, después sin agua y luego como agua. No ha sido fácil avanzar, aunque a ratos, el camino se convirtió en una cómoda escalera de tierra afirmada, que evita resbalones en medio de la neblina. Martín, un francés que sube con nosotros, de pronto se detuvo y lanzó un silbido: había descubierto una robusta planta de marihuana junto al camino. Los nepalíes se sorprendieron de su sorpresa. Para ellos es parte del paisaje. El mesonero, Andreas Lunz, un europeo setentón, nos cuenta que cuando en Katmandú se restringió el cultivo de marihuana, fueron cientos, fueron miles, tal vez, los hippies como él, que cambiaron la capital por el área de Pokhara. En esos años era una isla. No había caminos, y la gente que vivía entre estas montañas ni siquiera usaba la rueda. “Desde Katmandú sólo podíamos venir a pie, caminando por dos días. Al construirse las primeras rutas en los años 60, llegaron los vehículos 4×4. Algo raro, pues aparecieron antes que la carreta”.
En 1968 fue agregado el asfalto hasta Pokhara, y los hippies otra vez se sintieron amenazados. En su huida más lejos y más arriba, inauguraron los caminos que ahora estamos transitando, llevando con ellos la marihuana, el fácil consuelo a sus pesares. Por eso se encuentran cannabis silvestres en muchos sitios. Martin, el mochilero francés, mientras echa unas ramitas en su morral, interroga al guía sobre el Yeti, cuyas huellas descomunales muchos dicen haber encontrado sobre la nieve del Himalaya, tal vez después de fumarse un buen porro. “¡Nadie lo ha visto!”, responde el guía con seriedad.
–Lo más que he visto son los aviones de la Yeti en los aeropuertos, con una huella del mono dibujada en la cola–, dice el mesonero.
Se trata de la verdi-blanca Yeti Airlines.
El guía tampoco está para cuentos:
–El Yeti nos ayuda a todos, eso es verdad. Viene más gente. Y hasta algunos lamas de esta región creen en él, y lo llaman Sasquatch. Dicen que viviría en las zonas boscosas. Pero parece imposible que alguien lo haya visto. No podría vivir en un clima así. Esa especie de orangután que describen, necesita para sobrevivir comer frutas todo el año, como cualquier animal de su especie. Y también necesita crías. Las huellas que nos muestran son sólo de adultos. Pero a la gente le gustan estas leyendas tanto como a las autoridades de turismo.
Alturas de Macha Puchare
Aún no amanece. El Yeti ha tenido la gentileza de mantenerse alejado cuando estamos llegando a las primeras casas diseminadas que forman Sarangkot, a unos 1.600 metros de altura. Las nubes se mueven con indolencia, y cuando desde las espaldas del Himalaya se disparan los primeros rayos del Sol se insinúa la cumbre de la más bella de sus montañas, el Macha Puchare o Machapuchare. Verla nos produce una rara sensación. Nos lleva en un segundo a los Alpes cuando desde el pueblo suizo de Zermatt nos enfrentamos al monte Matterhorn hace muchos años. Son casi iguales en el recuerdo, y extraordinariamente parecidos si comparamos fotografías.
Estamos pegados en esos recuerdos y comparaciones cuando en el área cercana a los Annapurna se empiezan a encender suavemente algunos arrozales, las stupas repartidas aquí allá, los techos de pizarra de algunas casas y una multitud de cumbres del macizo nepalés que se pierde en la frontera china. Como el frío del amanecer atraviesa nuestras muchas capas de ropa, el guía nos lleva a tomar bebidas calientes a una casa con techo-terraza. Desde ese mirador asistimos al amanecer de los Annapurna. Estamos rodeados de extranjeros que vinieron a subir al cielo. Casi todos son jóvenes barbudos, bellos y bulliciosos. Preciosas nórdicas apuntan sus cámaras al valle bajo nuestros pies y a la esbelta cumbre del Macha Puchare. Todos seguirán hasta los 4 mil metros, donde un altiplano sirve de campamento base a los montañistas. Todos quieren vivir sin límite, como animales libres; todos quieren acercarse al Macha Puchare, pero ninguno ignora que está prohibido atacar la cima, pues se trata de un lugar sagrado, donde vive Visnú, el más temido de los dioses del hinduismo.
Incluso el gobierno nepalés, comandado por maoístas sin religión, prohíbe perturbar a Visnú. “Llegaron los maoístas, pero llegaron sin su revolución cultural”, nos dice el guía, para tranquilizarnos. Si así no fuera, y algún jerarca intentara borrar el pasado, como lo hicieran los maoístas en China, a Nepal se le podría amputar todo lo que le hace distinto en el mundo: sus dioses, sus tradiciones incombustibles, sus templos que a todos nos dejan tan maravillados como perturbados. Y si el maoísmo quiere hacer huesos viejos en el poder, donde lleva apenas cinco años, deberá respetar este hogar de Visnú y el millón de lugares habitados por extraños dioses hinduistas, que extrañan a muchos por sus formas animales.
Hay muchas montañas más altas que Macha Puchare en esta área de Nepal. Son cumbres donde Visnú no tiene domicilio conocido, y que se pueden escalar sin restricciones religiosas. Forman una tierra de superlativos. Avanzando sólo 30 kilómetros podemos pasar de los 1.000 metros a los ocho mil. En el breve territorio rectangular de Nepal se levantan 13 de las 20 montañas que en el planeta superan los ocho mil metros, según la última propuesta oficial internacional (que debería ser ratificada por estos días). Aquí en los Annapurna y en la cadena del Dhaulagiri veremos no sólo algunas de las cumbres más altas del Himalaya, sino las que tienen fama de ser las de rienda más difícil. Hostilizan al montañista con temporales de nieve y frecuentes avalanchas de hielo y rocas. Morir en el intento es algo que han vivido cientos de europeos, canadienses, estadounidenses y asiáticos. Perforaron el cielo con sus hurras y sus bastones enarbolados como trofeos luego de alcanzar alguna cumbre, pero al bajar supieron que el infierno también puede ser frío. Los senderos están llenos de funerarias cruces, de estrellas de David, de símbolos hinduistas y budistas. El más desafiado y temido es el Annapurna I. Fue el primer ochomil escalado por el hombre. En las estadísticas se muestra como el más implacable verdugo de quienes bajan victoriosos de su cumbre. Un tronante dios vengador parece asumir la tarea de escarmentar al intruso.
En el Extremo Occidente
Otros dioses se han encargado ahora de aumentar el desaliento entre nosotros. Llega lentamente el día y las nubes se convierten en el biombo que temíamos, que tapa casi por completo la cordillera. Sólo a ratos deja ver entre brumas los contornos del Machu Puchare, casi siempre con una argolla de nubes cerca de su cumbre. Pasan los minutos, y nos queda claro que deberemos esperar otro amanecer para fotografiar los Annapurna en esplendor, acercando la nariz de nuestra cámara al Himalaya. Sobre un alto monte vecino se divisa la blanca Pagoda de la Paz, construida y regentada por budistas japoneses. Pero la paz se resiste a llegar. Sólo se puede trepar caminando hasta la pagoda, y con precauciones, pues no faltan amenazas de asaltos en el camino.
Bastante cabizbajos por culpa de las nubes regresamos a Pokhara. Es la ciudad más turística de Nepal después de Katmandú. Una especie de pre-campamento base usado por los que van a emprender una caminata o escalamiento, o por los que regresan después de sus pequeñas hazañas en el Annapurna y el Dhaulagiri. Para los que quieren descansar, Pokhara es tierra prometida. También para los que prefieren agitarse. No hay nada que el amor a la aventura no haya traído hasta aquí: parapente, ultraligero, rafting, treking, ciclismo de montaña, cabalgata, recorridos en helicóptero. Una ciudad de hoteles relativamente baratos, cómodos, sin refinamientos innecesarios. De restaurantes indios muy deliciosos, como el Punjabí, o tibetanos como el Saanghat Toss, probados y aprobados.
Pokhara tiene un bello lago tranquilo, el Pewha, para recorrer en bote, con remeros-guías. Shari se llama el que nos lleva hasta una pequeñísima isla. En ella se levanta un templo dedicado a Visnú en su encarnación de jabalí, y también a Durga, la diosa mayor del hinduismo. Este templo, llamado Barahi Mandir, avanza en su tercer siglo de vida. A su alrededor siempre hay una hilera de santones. Son medio pillos, nos advierte Shari. Parecen vivir de la credulidad ajena antes que de su santidad. Cada día llegan en barcas a la isla, apoyados en sus báculos, como unos sanpedros resucitados en este verde lago Genesaret.
El mejor de los sueños
Phewa es el lago-madre del turismo local. En sus orillas acoge a los principales hoteles sobre el llamado Lakeside, donde sobresale el delicioso Shangri-La Village. También vemos la antigua Casa de Descanso de los derrocados reyes de Nepal, muchas agencias que ofrecen viajes y excursiones, guías y cargadores. Aquí están los restaurantes más sabrosos, y varias tiendas de equipos de montaña nuevos y usados de buenas marcas y mejores precios. El comercio de artesanías es menos barato que el resto de la ciudad, pero nunca caro, pues desde que llegaron los hippies abundan los artesanos que trabajan por poco. El Lakeside recibe a una nube de mochileros y montañistas en construcciones modernas. Por eso, el turista no se siente en el Extremo Oriente, como en Katmandú, sino en el Extremo Occidente. Al que busque lo exótico hallará muy poco aquí, pero la modernidad del comercio y los servicios se agradecen mucho, especialmente antes y después de vivir aventuras en la montaña.
Otros sectores de la ciudad, sin embargo, se encargan de llevarnos de vuelta al Extremo Oriente, especialmente el barrio histórico de Feria, hecho al estilo newarí, donde podemos encontrar persona de las tres etnias autóctonas, los magaars, thakalis y, especialmente, los newars, pueblo de artistas, verdaderos extraterrestres de la dulzura. Estos le han dado a las ciudades milenarias de Nepal una gran belleza, y personalidad a su arquitectura en madera, piedra y barro, una de las más notables que es posible admirar no sólo en Asia sino en el mundo. Junto a ellos, aquí en Pokhara hemos visto muchos indios y chinos inmigrantes. Cientos de tibetanos. Hay cuatro pequeños barrios donde viven seguidores del Dalai Lama. Sus calles son las únicas atravesadas por largas guirnaldas de banderas de oraciones escritas en caracteres tibetanos. Hay comercio callejero y pequeñas tiendas con objetos llegados de Lhasa y de otros lugares fronterizos. Nada nuevo, eso sí. Por Pokhara pasaba una antigua ruta comercial que unía el Tibet con la India, durante siglos.
Aún hoy, quienes sienten necesidad de meditar al modo budista tibetano, pueden hacer cursos y practicar yoga en el centro Gandem Yiga Chopen, de la tradición Mahayana. Es uno de los muchos que dirige el lama Zopa Rimpoche, seguidor del Dalai Lama. Bastan tres días para que el viajero quede con el cuerpo impregnado de yoga.
No deberíamos engañar a nadie. Que venga a Pokhara el montañista, el caminante, el aventurero. Pero el que anda tras el tiempo perdido, que no se olvide del Valle de Katmandú. En Bhaktapur, en Patan, en Boudhanath, en Pashupatinath, en Swayambhunath –también en ciertos barrios de Pokhara–, vivirá experiencias de viaje a otros siglos que se quedarán grabadas en su memoria como el mejor de los sueños.
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