Pashupatinath | La última frontera

Pashupatinath
La última frontera

En un lugar milenario del valle de Katmandú encontramos al dios Shiva transformado en Pashupati, el Señor de los Animales. Para su fiesta, cientos de miles de hindúes llegan a pasar la noche, algunos desnudos y cubiertos con cenizas de crematorio. Ese día, el río sagrado de Nepal, el Bagmati, se enciende al caer el sol, y se hace más irreal que nunca. Cada día el humo de los crematorios nos cuenta de los muchos que han pasado la última frontera. 

Por Luis Alberto Ganderats

Hay una hora en que Pashupatinath nos estremece por su soledad y su silencio. O por algo que es menos que el silencio, como se cuenta aquí en Nepal el principio de los tiempos: “No había nada, ni ruido ni silencio, sólo Om”. Eso nos sobrecoge al amanecer. A otras horas este conjunto de templos no sólo nos sobrecoge: casi impide respirar. Es cuando vemos llegar a una familia caminando junto a una angarilla con el cuerpo del padre muerto, a medio cubrir. El traslado lo hacen hombres de la casta de los intocables, vestidos de blanco. Acercan el cuerpo a la orilla del río, le rocían el rostro con su agua sucia y sagrada, y luego lo depositan sobre una ruma de troncos y ramas para que el fuego y las brasas le hagan pasar la última frontera.  

Así  los hindúes llevan miles de años dándole el adiós a quienes aman. Casi nadie llora, nadie hace un gesto. Los rostros parecen hechos de piedra. Tienen la seguridad que les espera un mañana mejor, y que se volverán a encontrar con ellos en otras vidas. Esta inquietante forma de entender las cosas la estamos viviendo muy de cerca en este templo milenario de Nepal. Las llamas abrazan el cuerpo inerte, salvo una de sus piernas que cuelga al borde de la pira. Alguien se encargará luego de ponerla en el lugar donde desaparecerá para siempre.

Pashupatinath, que parece tener más de 2 mil años, es el conjunto de templos hinduista más importante de Nepal, donde han sido cremados también los reyes  y sus familias hasta que se acabó la monarquía feudal hace cinco años. Por estar a 10 minutos de Katmandú, la capital, aquí se realizan casi todas las ceremonias fúnebres de la ciudad. Y como la población se ha multiplicado, el humo gris de las piras se eleva sin descanso en el Ayra Ghat, lugar de cremación, antes  reservado a las castas superiores, en medio de un enjambre de construcciones puntiagudas.
El río, llamado Bagmati, tributario del Ganges,  lleva poca agua y en sus bordes se acumulan residuos informes. Los seguidores de Shiva llegan por miles a rendirle tributo en su encarnación de Pashupati, señor de los animales. Tal vez porque Pashupati es el señor de los animales, hay cientos de monos que viven libremente en su entorno, despiojándose con prolijidad obsesiva, respetados siempre porque el popular dios Hánuman tiene cabeza de mono.

Shiva lo pasa bomba

Avanzamos lentamente en medio del gentío. Y al mirar desde lejos al interior del templo vemos una gigantesca imagen del toro de Shiva hecho en latón dorado. El vacuno Nandi mira como siempre al altar principal, donde la deidad está esculpida en piedra negra. Desde la puerta occidental  se dejan ver sólo sus cuartos traseros y parte de sus rotundos genitales, que parecieran querer resaltar que el toro comparte muchos atributos de su amo Shiva: sexualmente potente, fuerte y feroz.

Junto a las cuatro columnas y a dos grandes leones de piedra que adornan la entrada occidental, vemos letreros con instrucciones afirmados en el suelo o colgando de toscos atriles de fierro. Casi todas las mujeres pasan sin mirarlos siquiera. No saben leer. Pero ingresan descalzas al templo vistiendo sus coloridos saris, que le otorgan una gran dignidad, ocultando miserias que aún no terminan. Muchos  hombres lucen turbantes igualmente coloridos –rosados, celestes, verdes, blancos–. Ellos vienen de la India y otros países de mayoría hinduista; son shivaistas, seguidores de Shiva, que ven en Pashupatinath un templo mayor en el mundo. Sobresale del conjunto por su altura y por ser una pagoda al estilo del Nepal. Tiene vigas de madera talladas con arte, y dos envejecidos techos de cobre recubiertos de oro opaco.

¿Por qué es Shiva a quien se alaba aquí por sobre todas las cosas?  ¿Por qué la fiesta religiosa más masiva de Nepal, Shivaratri,  se celebra aquí cada marzo, día del nacimiento de ese dios principal de los hinduistas? Un hombre joven que viene de meditar varias horas, nos dice que la razón es muy simple: el propio Shiva estuvo aquí. Según la tradición, escogió este lugar para huir de sus agobiantes obligaciones divinas, del aburrimiento de su brillante palacio, de sus legiones de espíritus, y hasta de su bella esposa Párvati, para tomar la forma más benévola de Señor de los Animales. Convertido en un ciervo llamado Pashupati, llegó hasta las orillas de este río para retozar y vivir en tranquilidad. Pero otras deidades lo persiguieron y al atraparlo rompieron su único cuerno, trozo que se transformó en la divina linga, una representación  del sexo masculino que se venera en la mayoría de los templos hinduistas.

A Shiva se dedicó –dicen—el primer templo levantado aquí 879 años antes de Cristo. Los registros históricos sólo indican que el actual templo –Patrimonio de la Humanidad de UNESCO–  reemplazó hace más de tres siglos al anterior, consumido por las termitas. Lo mandó a construir Bhupatindra Malla, uno de los reyes progresistas de Nepal, que levantó en cinco meses la pagoda de cinco niveles de Bhaktapur, la más alta del país.

Suponen los historiadores que Shiva adquirió prestigio y adoradores en el mundo hinduista gracias a la devoción que tiene aquí en su forma de Pashupati, el señor de los animales. Al llegar visitamos una multitud de pequeños templos, cajas de piedra llamadas shivalayas, que en su centro lucen una linga. Los fieles les encienden velas de mantequilla, les rodean de pétalos de flores, les dejan monedas, como muchos cristianos suelen hacer en la tumba de  Cristo en Jerusalén. Abundan los lingas al otro lado del río, desde donde numerosos  hinduistas y no hinduistas presencian las cremaciones. También hay tarimas de piedra, llamadas pati, donde hombres enfermos esperan su hora para morir junto al rio sagrado, y cerrar el ciclo de nacimientos y muerte. Vemos a uno de turbante color naranja caki descansando junto a troncos a medio quemar, como si quisiera ensayar su propia cremación. Sólo le rodean algunas guirnaldas de flores, botellas de agua, frazadas y restos de comida.

Faltan los Beatles

En el sector hay varias representaciones del toro de Shiva y hermosos recintos donde se recuerda a las mujeres que al enviudar se han lanzado a la pira para morir junto con sus maridos. Ellas imitaron a Satidevi, la primera esposa de Shiva, que se inmoló en la pira de su padre. Muchas de ellas no sólo tenían dolor, sino eran incapaces de aceptar las normas sociales hinduistas que hasta hoy ven con malos ojos que las viudas se vuelvan a casar, aunque sean todavía viudas adolescentes. Enfrentadas a este callejón sin salida, muchas optaban por morir –y unas pocas optan hasta ahora, pese a las prohibiciones–convencidas que serán premiadas en otras etapas de su peregrinaje por el misterio. Sati, el nombre que les da la tradición, viene de Satidevi, la mujer que se inmoló en la pira de su padre.   

Mirado desde esta orilla, Pashupatinath nos recuerda el sector de los crematorios del pueblo de Rishikesh, capital del yoga, a los pies del Himalaya. El lugar donde los Beatles vivieron sus ya históricos días en la India, meditando, creando, cantando Ob-La-Di, Ob-La-Da y escuchando a orillas del Ganges a Maharishi Maheshi, “gurú de gurús, el swami de swamis, personificación del delirio orientalista de la era hippie”. En aquel sitio los Beatles compusieron buena parte de su White Album (1968) y tuvieron las mejores inspiraciones de su trayectoria, tal vez con ayuda de la meditación trascendental que el Maharishi convirtiera en marca registrada. Pero aquí en Pashupatinath no se siente la alegría de la música de los Beatles ni la sofisticación de Rishikesh. Es un lugar esencial donde lo que manda es la creencia a pie juntillas y donde la pobreza forma parte del paisaje. No se concibe la extrema riqueza del Maharishi ni menos sus comportamientos abusivos, denunciados luego por un decepcionado John Lennon en una canción implacable de largo nombre: “Sexi Sadie. ¿Qué has hecho? Te burlaste de todo el mundo”.

Entre tantas leyendas, Pashupatinath se merecía a los Beatles.

Santones y bribones

Tal vez los menos pobres de Pashupatinath son los que lucen casi desnudos. Se trata de los falsos santones que viven, aparentemente de la nada, y llevan sus cuerpos cubiertos de cenizas sacadas de los crematorios, según dicen. Pero ganan mucho estirando la mano a los turistas o cobrando para ser fotografiados. No han renunciado a nada y se aprovechan de todos. Los bribones son unos pocos. Hay millones de santones de verdad, sadhus, ascetas dedicados a pagar penitencias para llegar algún día a la iluminación. Comparten sus cigarros de marihuana, abandonan para siempre la familia y los bienes personales, duermen botados en el suelo como indigentes, dentro de pequeños templos, en bosques cercanos o en cuevas. Es fácil verlos con los dedos de sus manos unidos entre sí, haciendo un mudra, con la esperanza de abrir o cerrar circuitos de energía.

Muchos sadhus han prometido no cortarse nunca el pelo o las uñas. Sus trenzas forman enormes tortas sobre sus cabezas, y las barbas color azafrán terminan anudadas como en cola de caballo. El resultado es extravagante. Pero otros no se contentan con eso. Deciden vivir con un brazo levantado por años, y así los podemos comprobar durante horas, pero ignoramos si al alejarse la gente, o al dormir, ese extraño sacrificio se suspende. Muchos llevan colgando del cuello rosarios de rugosas semillas Rudraksha, traídas del Himalaya, que como dice el Rig Veda, “son el mejor médico de todos los médicos”, “poseedor de remedios sanadores y miles de medicinas”.

Hace poco vimos llegar cientos de miles de sahdus a Benarés (tantos que se tuvo que cerrar el tránsito de buses y automóviles), cuando se celebró, en Allahabad, en el Ganges, ´la peregrinación de Kumbhamela. Esta larga fiesta, la más masiva del planeta, se repite cada 12 años, y en un solo día puede reunir a 30 millones de personas. Ahora estamos codo a codo con ellos en Pashupatinath. Caminan descalzos, sin prisa alguna. Vienen a visitar a Shiva, el gran asceta, el santón máximo. Avanzan bendiciendo a la gente, hacen mínimas hogueras, y cuando sol empieza a bajar echan flores y velas sobre cartones en las aguas del río santo. Al anochecer se encienden más luces, brotan los mantras y las oraciones. Sobrecoge ver a tantos haciendo exactamente lo mismo, como soldados de un batallón. Hay grupos que se sumergen en el río a la salida de Pashupatinath, donde el cauce luce más lleno y algo más limpio, justo debajo de viejas casas que cuelgan de la quebrada y no caen por milagro. Trato de fotografiarlos, pero hacen ademanes de rechazo, y prefiero alejarme. 

Algunos extreman el sacrificio y andan completamente desnudos, vestidos de ceniza. Son los nagas. Con la  ceniza proclaman que su vida en este mundo ha concluido, y sólo esperan el tránsito a otras dimensiones. Habitualmente viven al borde de la sociedad, aunque no muy lejos, procurando renunciar a todo placer –no hay mujeres entre ellos– y dar un sentido superior al dolor. Casi todos portan un tridente simbólico y se pintan un punto rojo y tres rayas de ceniza en la frente, que representan a los males que ellos deben evitar a toda costa. Muchos se cubren con túnicas color azafrán, símbolo de la sangre de Párvati, la mujer más amada de Shiva, que dentro del templo de Pashupatinath aparece en una imagen teniendo en sus brazos al hijo de  ambos, Ganesha. Este niño con cabeza de elefante es muy adorado por hinduistas y  budistas. También aparece, a sus pies, el infaltable toro protector, Nandi, y Shiva a su izquierda, blanco resplandeciente, tanto como el Himalaya que llena el horizonte.

Aquí los santones llegados de la fiesta de kumbhamela son observados con curiosidad incluso por los hinduistas que concurren habitualmente a estos templos. Lo normal es que ellos aparezcan sólo una vez al año, por miles, cuando se celebra la fiesta de Maha Shivaratri, “la noche de Shiva”, en fecha movible entre febrero y marzo. Por unos días, la ciudad se parece a La Meca. Cientos de miles hacen colas para ofrendar a los dioses. Abundan las mujeres, pues es un día de suerte para rogar por sus hijos y maridos, o para encontrar un marido parecido a Shiva, a quien consideran el esposo perfecto. Por la noche se encienden lámparas de aceite, y el milenario templo parece más que nunca una ficción.

Reyes y maoístas 

Los fieles miran con preocupación al río sagrado. Por estos días, el Bagmati es un hilo de agua, pues más del 80 por ciento es sacada del cauce antes de llegar a Pashupatinath, para alimentar los servicios de agua potable e industrial de Katmandú, cada día con más habitantes y empresas. Pero no parece haber fuerza divina capaz de vencer la avidez humana. Ni siquiera ha dado resultado el Festival del Río Bagmati que se celebra cada año para poner en alerta a los fieles. Los dioses también saben de derrotas.   

Nuestro mayor sacrificio de hoy ha sido soportar el hambre, desde el amanecer hasta bien avanzada la tarde. No hay lugares en el pueblo donde encontrar una comida confiable. Al final optamos por salir del recinto hasta un área a la entrada de Pashupatinath, donde se instala precariamente una multitud de comerciantes. Venden incienso, ruedas de oraciones tibetanas, velas de mantequilla, marionetas de Shiva y Ganesha, muchos thangkas multicolores,  chucherías hasta el mareo, rosarios de sándalo y cuarzo, y sobre todo rosarios de semilla de Rudraksha, cuyo nombre se traduce como “el ojo de Rudra”, y Rudra es Shiva… Entre tantas cosas hallamos, por fin,  naranjas, manzanas y otras frutas para engañar al hambre. Las vende un sherpa anciano acompañado de un peludo yak del Himalaya, que le ayuda en el trabajo de cargar. Se llama Arisha.     

Fue él quien nos habló de la dura disputa que hubo hace cuatro años entre las autoridades maoístas y los encargados del templo de Pashupatinath. Los maoístas, que son mayoría absoluta en Nepal, sacaron del poder a reyes podridos, y por estos días tienen como presidente del gobierno al solemne jefe de la Corte Suprema, quien debe encabezar el trabajo de parto de una constitución democrática. Pero las relaciones con la clase sacerdotal, fiel a la monarquía, no han sido fáciles para los maoístas, sin experiencia de gobierno. De una fogata hicieron un incendio al pedirle la renuncia al sacerdote principal del templo, y nombraron a su reemplazante. ¡A dedo!  Este acto fue resistido por los de la casta del servicio, los Bhandaris, quienes no estaban en contra del nuevo nombramiento, pero sí de la forma como se hizo. La medida fue revocada por la Corte Suprema, decisión que los maoístas no aceptaron de inmediato, y las protestas fueron reprimidas por un grupo paramilitar. A la rebelión se unieron muchos legisladores y activistas de los grupos monárquicos de la oposición, hasta que el antiguo sacerdote mayor tuvo que ser repuesto. Hubo una docena de lesionados por esos días, pero la sangre no llegó al Bagmati.

Arisha parece contento:

–Ahora hay equilibrio en el poder, y eso es bueno. Queremos que los políticos se queden en la política, y los sacerdotes en los templos. Antes, los dioses eran usados por los reyes en contra nuestra. Viviremos más libres si los maoístas renuncian a la tentación de ser los nuevos monarcas. 

Con el hombre del yak empezamos a conversar en medio del bullicio de la feria. Y ahora tenemos la sensación de que todo bullicio se ha acabado. Como si hubiéramos vuelto al primer día… “No había nada, ni ruido, ni silencio, sólo Om”.

Sólo los ojos cansados del anciano sherpa nos dicen algo: “La esperanza es todo lo que tenemos”.

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