Miedo de unos y otros
En esta segunda parte de nuestro viaje a Papúa Nueva Guinea– que comparte su isla con Indonesia– nos enteramos por qué estos hombres que nos producen miedo se pintan el cuerpo y cara: es que ellos también tienen miedo
Ahora que un pequeño avión me lleva a Lae –para sumergirme luego en las míticas Tierras Altas– intentaré al menos por esta vez comportarme como “un buen viajero”.
Fuera del recorrido entre la neblina y por la selva húmeda de Sogeri –que relatara la semana pasada– mi encuentro con este país remoto ha sido tranquilo (salvo por esa araña repelente que me puso el corazón como en baño turco).
Otro pequeño sobresalto tuve al llegar. ¡Ahora lo recuerdo! Fue mi encuentro, en las oficinas de Polícia Internacional del aeropuerto, con los seres humanos de aspecto más fiero que haya visto en el planeta. Resalta en especial su frente huidiza, propia de los criminales natos que aparecen fotografiados en las crónicas policiales. Nariz ancha, ojos amarillentos, piel negra y boca desmesurada.
Ahora veo a esos hombres sentados junto a mí en la avioneta que se dirige a Lae.
Me resultan simpáticos, como simpática es la fealdad del bulldog. Son hombres que tienen la sonrisa fácil del niño y una mirada dócil que nos hace temer que de pronto se acercarán a olernos. Más próximos del “buen salvaje” que del hombre que llamamos sin mucha razón “civilizado”, terminan provocando una gran ternura.
Pero no tuve este sentimiento al llegar –como he dicho–, ni menos cuando leí sobre sus cabezas una serie de letreros alarmantes en el aeropuerto:
“Malaria is endemic in Papua New Guinea. Appropriate preventive medication is recommended”.
Y yo llegaba sin vacunas ni medicamentos, después de consultar en Santiago, San Francisco y Sydney.
Hoy, antes de partir rumbo a Lae, una francesa que trabaja para la la línea aérea estatal, Air Niugini, en su oficina de Corner Douglas, me dijo:
–Hay mucha malaria en las zonas bajas del río Sepik, pero muy poca en el resto del país. Quizá por eso la vacuna no es un requisito para entrar. Habría sido mejor, sin embargo, que usted se hubiese vacunado hace unos diez días.
Y para ser más convincente agregó:
–En la silla donde usted está sentado estuvo un inglés hace poco tiempo. Era sábado. El lunes volvía del Sepik, muerto. ¡Malaria cerebral! Es una variedad fulminante, que se ve muy de tarde en tarde.
Desde que salí de esa oficina, siento mi cerebro en capilla. Estoy consciente de que si comienzo con escalofríos –primer síntoma del paludismo–, en vez de dormir valdrá la pena ponerme a rogar a los dioses. O a rezar a las ánimas, por deferencia con los dueños de casa, que en su mayoría son animistas y panteístas bajo un barniz cristiano (protestantes y católicos suman lejos una mayoría).
En el Lae Lodge, establecimiento hotelero rodeado de vegetación tropical, descubro que en este país florece el aprecio por los blancos. Australianos y británicos son aceptados en el país con un sentimiento en que no parece ausente una sumisa admiración.
Y de esa buena voluntad hacia el blanco me beneficiaré, sin proponérmelo. Muchos pasajeros y empleados del Lae Lodge me informan de cómo viajar a las Tierras Altas, de qué comer, y a qué lugares alcanzar, sin entregarles mis pocos dólares a las agencias de turismo.
Lae es una ciudad de unos 80 mil habitantes, por la cual pasan casi todos los viajeros que quieren subir por carretera a las Tierras Altas y su Babel de mil lenguas. Casi todos habitan en simples caseríos, ni siquiera en aldeas. Viven pendientes de lo que ordena el cacique de la tribu y no de las órdenes oficiales. Por miles de años aprendieron a autogobernarse, viviendo separados unos de otros por montañas, pantanos, ríos, distancias y tremendas rivalidades, casi comparables a las sangrientas que el mundo vio en la antigua Yugoslavia.
Ahora se ha descubierto que la justicia se imparte mejor entre estos indígenas que en la capital, donde los jueces se hallan sujetos al modelo y a la corrupción extranjeros. A ningún juez de tribu se le calientan las manos con billetes. A los otros, casi siempre les viene bien un dólar extra. Es una conclusión a la que llegó en la pasada década una comisión nombrada por la Comunidad Británica.
Los civilizados europeos estaban convencidos en 1930 de que nadie vivía en esta enorme área de montañas llamada The Highlands. Menos podían sospechar que existía justicia bien organizada.
Un avión con buscadores de oro sobrevoló la zona casualmente en los años 30, y esos buscadores quedaron con la boca abierta: en las montañas “deshabitadas” y en los valles interiores, descubrieron zonas feraces y hombres feroces (de aspecto), dedicados a cultivabar esas tierras y el amor por sus dioses.
Cazador de cabezas
Eran los mismos hombres fieros que me inquietaron en el aeropuerto. Hombres que cortaban las cabezas de sus adversarios muertos para atrapar su fuerza y su inteligencia. Los llamados “cazadores de cabezas” tenían aquí (¿y tienen?) por ocupación principal el vivir, no el matar.
Después de los buscadores de oro llegaron los buscadores de hallazgos antropológicos; luego, los exploradores, tras la emoción y la eternidad, y –más atrás– los turistas y periodistas. No son muchos los turistas, sin embargo. Permanecen lejos por la distancia y el temor reverencial que tantos sienten por lo desconocido.
Por todas estas razones, al salir de Lae no podía imaginar que cerca del pueblo de Mount Hagen –en el hotel del río Karawari– podría intercambiar monosílabos con un cazador de cabezas en retiro, pequeño, viejo, flaco. Ni menos verles sonreír a viajeros y turistas mostrando satisfechos su vestimenta ceremonial con plumas de casowari, conchas marinas, dientes de jabalí, colmillos de perro y vértebras de pescado.
Para llegar al Karawari Hotel he tenido que acostumbrarme a ser un viajero diferente. Largos trechos en bus por caminos bien cuidados, y larguísimos trechos subiendo y bajando cerros por senderos cubiertos de piedrecilla volcánica amarillenta, o con el barro salpicando como en un corral de chanchos.
Y en lugar de buses, para llegar a casi todos los pueblos debo usar camionetas de carga, que se conocen por las siglas inocentes de PMV (Passenger Motor Vehicle).
Pero gracias a los PMV se puede pasar de un siglo a otro –y aun retroceder miles de años– con toda libertad y a gusto del viajero. El hombre llegó a Nueva Guinea –probablemente– de las islas conocidas ahora por Indonesia. Y de eso hace más de 10 mil años. Las fotos de estas páginas parecen demostrar que el primitivismo se conserva casi virgen en algunos lugares. Pdro no falta sabiduría.
Hasta en los secretos de belleza podrían dar lecciones. En Kutubu, al sur, la mujer llama la atención por su piel limpiamente depilada y de apariencia suave. Usa una crema capaz de pelar a un puercoespín y dejarlo suave como piel de durazno.
Muchos pueblos de la región ya acusan el impacto de la influencia extranjera. Y es precisamente un vendedor de fertilizantes y pesticidas, nacido en Nueva Zelandia, quien me permite volar junto a él, en su avioneta, desde Goroka a Tari, región recién pacificada en los años 60. Aun en 1997, sus negrísimas mujeres muestran su pecho descubierto con tanto candor como abundancia. Los varones usan flores sobre el pelo con la misma elegancia con que nuestros abuelos las usaban en el ojal. Claro que ellos en vez de trajes llevan taparrabos hechos de ramas. Así ocultan –¿o adornan?– sus genitales.
Todos juntos hacen un cuadro extraño en el mercado, que funciona improvisadamente sobre el piso, a la sombra de los árboles. Es una de las escenas más ajenas a la historia con que los ojos de un viajero pueden disfrutar hoy día. Sorprende ver a estos mocetones caminar con sus camaradas tomados de la mano.
O del dedo meñique.
Es un gesto de amistad, de compañerismo. Mientras en Chile nos conformamos con estrechar las manos del amigo, aquí el gesto se prolonga con afecto, sin ambigüedad.
Chanchos sagrados
Resulta un deleite observar la sorprendente mezcla de razas, dialectos y costumbres. El mercado de Tari parece un ensayo vivo sobre la incoherencia de la vida en el planeta. Junto a esos hombres salidos del pasado, vehículos japoneses reciben en sus radios las noticias traídas por el satélite sobre las eliminatorias para el Mundial de Francia, una avioneta roja sobrevuela la región y desde lejos me llega un murmullo cuyo origen he averiguado: nativos de trajes trapientos juegan un partido de rugby sobre un campo de tierra apisonada.
Su moderno Parlamento –hermosísimo edificio hecho con amor al estilo nativo, en concreto armado y madera interior– fue inaugurado por el principe Felipe, sobre una colina de Port Moresby.
Mi amigo neozelandés estará todo el día en Tari, abriendo caminos a sus productos. Decidí, entonces, abrir un camino propio a la intimidad de los hombres que habitan esta región (terminaría enceguecido por la neblina, como he contado). A sólo tres kilómetros del pueblo, una comunidad de los meldpas celebra hoy un pequeño sing-sing, con trajes ceremoniales y comilona de chanchos. Un grupo de seis alemanes y japoneses ya ha partido con sus cámaras en bandolera y su emoción a flor de piel.
Calculo que en media hora podría unir Tari con Bundo, el caserío meldpa. Si me detengo a fotografiar y a esponjarme en esa soledad alegre y sobresaltada, caminaré los tres kilómetros en una hora.
No hay vehículos que hagan la ruta, de modo que la gente carga sus productos. Las mujeres llevan sus bilums, enormes bolsas de color, sobre la espalda, afirmadas en la frente como un cintillo. Los hombres –con grandes chaquetas sobre el torso desnudo– portan sus bolsas al igual que los japoneses sus cámaras fotográficas.
Haciendo morisquetas y gestos amistosos, una multitud de niños me acompaña en todo el trayecto. Casi todos andan desnudos y ninguno –ninguno– ha aprendido a pedir dinero. Alguna abuela, tatuada desde la frente hasta el ombligo, me permite fotografiarla, sin ocultar sus redondeces descomunales. (Sus tatuajes les dan un fiero aspecto a estas mujeres dulces).
No falta, sin embargo, la muchacha que se oculta como lagartija, cuando preparo mi cámara.
Puedo robarles el alma, temen.
No se trata de pudor. Tampoco es pudor, seguramente, lo que a muchos nativos de aquí les hace cubrir su sexo con una gran semilla hueca, para protegerse, y esa semilla les da una aparatosa presencia.
Cuando los gritos y un canto monótono atraviesan el aire, ya sé que mi caminata hasta Bundo está pronta a concluir. Bundo no es ni siquiera una aldea. Se trata de casas esparcidas en un área montuosa. Casas de barro que parecen orzuelos salidos a la tierra, las mismas con que he tropezado en todo el trayecto. Otras son cabañas de madera con divisiones interiores hechas de estera, montadas sobre pilotes y techos cubiertos con algo semejante al coirón.
En muchas puertas se ven viejos fumando en pipas larguísimas de caña, muy quietos. Calvos y barrigones, apretados de carnes en las piernas, brazos y glúteos, porque se han criado en casas que sus padres construían en las cumbres –para avistar al enemigo–, crecieron subiendo y bajando cerros en busca del agua y del alimento.
Algunos todavía conservan colecciones de cráneos. Son de los enemigos muertos por sus padres y abuelos. También poseen calaveras de cocodrilos y chanchos, dispuestos en casilleros especiales. Mientras más grande la colección, más noble la familia del dueño de casa.
Cuando llego a Bundo, el aire huele a tripas y desechos. Sólo un pequeño grupo de hombres –desprovistos de trajes ceremoniales– preparan lo que ellos llaman el mumu. Es una especie de curanto con carne de chancho.
En medio del humo, veo algo semejante a una pirca circular llena de troncos ardientes, de carne trozada, y con una cubierta de piedras del tamaño de un camote. En su interior –sobre las brasas y bajo las piedras calientes–, la carne de cerdo se sancocha y se ahúma por completo.
Con un gran mumu hay esperanza de que los dioses intercedan por un buen resultado de la siembra. También que los partos de las chanchas se multipliquen. Esta carne es sólo carne de fiestas y sacrificios, no es parte del consumo habitual. En el día a día preparan camote, sojo y otros vegetales. Los animales pueden sobrevivir hasta el gran sing-sing anual, cuando suelen sacrificarse 10 mil.
Algunos mueren en un pequeño sing-sing como éste, repetido en todas las comunidades para distintas fechas.
“A quien Dios quiere, la perra le pare chanchos”, es una sentencia popular que aquí tiene más sentido que en cualquier parte. El cerdo –aunque ofrezca carne blanda– es moneda dura para hacer negocio con los dioses. Por tal razón, si una chancha muere en el parto, las crías suelen ser alimentadas por las mujeres de algunas aldeas con sus propios pechos, hasta que toleren otro alimento.
En su Perro Mundo, Jacopetti no quiso saber esta razón.
Claves del Sing-sing
Uno de los alemanes que llegaron a Bundo antes que nosotros yo ha conversado largamente con el pastor anglicano de Tari. Así, pudo entender mejor el porqué de esas pinturas espantables en el rostro, de esas máscaras, de esos fantoches gigantescos, de esas inquietantes danzas. Y la explicación es la de siempre:
–Se trata de asustar al enemigo. Son como niños asustadizos. Por eso, antes de combatir, los guerreros asaros se bañaban en barro y luego cubrían sus rostros con máscaras imitando las formas del chancho. Es así como ellos imaginaban a los espíritus malignos del bosque, y esperaban amedrentar al adversario.
Por las fotos, es posible imaginar la reacción de esos seres crédulos ante una presencia tan inesperada, tan fantasmal. Lo que no se advierte en las fotos es que los propios asaros ocultaban bajo ese disfraz su alma de niños asustados.
Son ellos algunos de los animadores preferidos del gran sing-sing que cada mayo reúne a las tribus principales del país. El de 1998 ha sido concebido para superar todas las celebraciones anteriores. Más de 100 mil participantes, con la presencia del representante de Isabel II, el gobernador general Skate,vestido de gala, durante la inauguración solemne.
Y así debe ser.
Nada más solemne que estas fiestas tribales, pensadas para unir a las tribus, para que los caciques se conozcan y respeten, para que se acostumbren a competir sin herir, para que de tantas tribus alguna vez se pueda hacer un país en forma.
Resultan solemnes aunque se celebren con taparrabos.
Hoy en Bundo sólo he podido presenciar apenas un remedo de sing-sing. Pocos hombres y mujeres semidesnudos danzando en un sitio sin cultivar, en el fondo de una hondonada. Ni siquiera se nos permite acercarnos a la apetitosa fogata del mumu. Desde una ladera con bosques raleados, muy quietos, tenemos que observar sin hacer uso manifiesto de nuestras cámaras.
Antiguos dominadores aquí, los alemanes y japoneses, siguen la ceremonia en silencio. El baile de ritmo hipnótico parece haberlos hipnotizado.
Nos ha hipnotizado a todos.
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