Mentiras de Perro Mundo

Mentiras de Perro Mundo

Abundan las exageraciones y las mentiras cuando se habla de estas islas de Oceanía, que visitara el autor de este reportaje. Pero también abundan las expresiones más extrañas del ser humano y ofrecen imágenes y aventuras que quedan tatuadas en la retina.

Dos truenos, un resplandor y el cielo se abre como una compuerta. Los bailarines indígenas, pocos segundos después, se han convertido en monigotes y se acaba todo. Decido tomar el camino de vuelta a Tari, el pueblo de las Tierras Altas, desde donde he caminado. Cinco minutos más tarde, las nubes y sus truenos bajan como una manta lanzada al aire. Me lo advirtieron ayer: “En las Tierras Altas no hay peor ceguera que la neblina”. Pero no importa, porque me siento como viajero que regresa de una patraña inventada por su cerebro.

Tomo paso de carga intentando evitar lo inevitable: quedar como sopa. Y apenas he avanzado un kilómetro cuando la neblina se hace ceguera. Camino a tientas sobre un suelo que no veo. Nunca antes he mirado tanto para ver tan poco.

Estas neblinas, que suelen durar muchas horas, aterrorizan a los aviadores, y los montañistas prefieren alcanzar la cumbre en plena noche: aunque llueva torrencialmente y el sol aún no se asome siquiera, ellos ven más en una noche sin nubes que en una mañana con neblina. Y eso no es cuento: lo estoy comprobando con mis propios ojos.

Ahora es la ceguera total.

Camino en medio de las nubes opacas como el mármol. A lo lejos escucho gritos, llamados, risas, y cerca –no sé dónde– muchos gruñidos de cerdos con su oinc-oinc monocorde.

No puedo avanzar, y la ansiedad ya ni siquiera me permite respirar acompasadamente. Casi a tientas descubro un tronco caído junto al sendero. Sobre él dejo mis mochilas y tensiones. ¿Por cuántas horas? No es por el frío que se me comienza a erizar la piel, tampoco por la incertidumbre. Lo que me preocupa es el riesgo de no regresar a la hora, para juntarme con un piloto y vendedor neozelandés que me ha traído a esta primitiva región de Papúa Nueva Guinea. Quiero seguir con él, esta tarde, a Mount Hagen, más arriba de Goroka.

Y también siento un cosquilleo diferente: en la isla abundan los asaltantes de caminos. Hoy es éste uno de los países peligrosos de la Tierra. Tanto abundan los ladrones, que el Gobernador ha optado por mandar en avión los fondos destinados al pago de sueldos de los funcionarios. Los hombres de las Tierras Altas cargan siempre pequeñas hachas. Sirven para cortar ramas en los senderos; también para defenderse.

Aprovechando mi descanso forzado, exploro lo que tengo más cerca y puedo ver: mi cuerpo. Descubro una serie de manchas rojizas en la piel, ciertamente producidas por hongos o bacterias tropicales, que dejan una cicatriz permanente. He tomado tabletas de penicilina y antibióticos. Todos los días, al comienzo y final de cada jornada. Y un poco más de sal que lo normal me ha servido para evitar el agotamiento.

Nunca imaginé cuán largas pueden resultar dos horas sentado –ciego– sobre un tronco, escuchando ruidos amenazadores cada cuanto y una sonatina sin parar: oinc-oinc, oinc-oinc…

Junto con ceder la neblina, desaparece mi inquietud, y puedo hacer el camino sin sobresaltos.

Miedo mandón

De regreso, en el avión, mi amigo neozelandés trata de persuadirme de que visite la zona del mítico río Sepik. Un buque, el Melanesian Explorer, pasa regularmente por la ciudad costera de Wewak, cerca de la desembocadura, y remonta el río entre garzas reales, canoas indígenas y aldeas ribereñas construidas sobre pilotes y pantanos.

Orquídeas, helechos, colas de caballos, lianas y bosques húmedos forman murallones impenetrables. El mejor camino sigue siendo, por lo tanto, el agua apacible del Sepik, que se deshilacha en brazos y afluentes, por el cual ese buque turístico avanza 400 kilómetros aguas arriba, en el túnel del tiempo.

Semejante recorrido –entre garzas blancas y malarias cerebrales– es una extraña tentación. Por fin, el miedo se pone mandón, y renuncio a hacer ese viaje. El pueblo de Mount Hagen, sin embargo, me tiene reservado un insuperable encuentro con el júbilo.

Llegamos casi de noche a su aeropuerto, junto al poblado de Kagamuga, centro de la provincia de Enga. Centenares de nativos deambulan por el pueblo, algunos sorprendidos por las casas de dos pisos, las vitrinas con artefactos, y una librería en su Chinatown. Son hombres que visten ropa liviana y convencional, parecida a la de mil aldeas pobres de los cinco continentes.

Muy distinto es en los barrios. La gente se prepara para el sing-sing con entusiasmo animal. Sierran troncos en medio de las callejuelas, bailan desaforadamente, como sonámbulos, y gritan, ¡gritan! Muchos lucen sus caras desfiguradas con la repulsiva ceniza volcánica del monte Hagen y llevan sombreros que recuerdan a napoleones de manicomio.

Todo –a ratos– parece de manicomio, en verdad. Con su fealdad indescriptible, untados y pintados, estos seres buenos podrían escribir un capítulo de una novela de ficción. En medio de tal desvarío siento que en mis viajes he visto poco.

No he visto nada.

Es éste un enorme escenario de calles repletas de actores ingenuos que hacen sus muecas y sus juegos guerreros aterrantes bajo un cielo apenas clareado por la luna.

Sobre la cima de una isla del Pacífico Sur, vivo una opresiva alucinación.

No es Perro Mundo. Siento que es la fantasía primitiva del hombre acorralado en cuatro calles.

En la noche regresamos a la capital Port Moresby, que lleva el nombre de un explorador y no niega a nadie la emoción de lo inesperado. Veamos.

Corazón en baño turco

Vaya una confesión por delante: me está sucediendo en esta selva de Nueva Guinea algo emocionante, aunque nada divertido. Y lo menos divertido de todo es lo que me acaba de ocurrir con la araña rojinegra que se interpuso en mi camino.

He pasado gran parte del día recorriendo esta hermosa selva tropical tras la última huella dejada por los indígenas koiaris: sus extrañas casas construidas sobre los árboles. Me han dicho que todavía quedan algunas en la región del Sogeri –donde estoy ahora–, aunque ya deshabitadas.

Poca luz logra atravesar el follaje, la humedad es muy alta y se hace difícil la búsqueda. ¿Lograré descubrir alguna casa semi oculta entre el follaje, cerca de la cima de un árbol? ¿O pasaré de largo, engañado por esta maraña vegetal que huele a yerbería?

No hay motivos para el optimismo.

A mitad de camino me fue imposible convencer al guía papúa de que diera un solo paso más. Estaba cansado… Kahira-kahira, repetía en lengua pidgin para convencerme que cerca-cerca estaban ya las casas de los koiaris, y que podría seguir sin su ayuda.

Decidió volverse por las huellas y esperarme en el jeep que hemos dejamos junto al río Lakoli, camino a Port Moresby. Ese río rumoroso y una cumbre de piedra roja deberán servirme como puntos de referencia para mi regreso solitario.

Antes de dejarme, el guía papúa repitió en su lengua, el pidgin –mezcla de inglés con dialectos nativos– que debía tener cuidado con los troncos que sirven de puentes sobre los esteros. Muchos están podridos. Al pisarlos se rompen como un barquillo.

También –me ha advertido– debo escuchar con detenimiento los sonidos del bosque. Ha llovido mucho en los últimos días y los árboles maduros, envueltos por el musgo, se hallan llenos de agua, como esponjas, y cualquier estruendo lejano puede anunciar la caída de gigantescos troncos en un descomunal juego de palitroques.

Ahí es el sálvese quien pueda.

Esta olorosa jungla no se parece tanto a los bosques de la vecina Australia como a los del sudeste asiático: Borneo, Vietnam, Camboya, Malasia. Y por no ser el tigre de la Malasia –¡cómo me gustaría!–, debo hasta pestañear con cautela. La humedad obliga a usar mangas y pantalones cortos, pero en la selva hay un sonido que anuncia la presencia de diminutos habitantes ocultos. Existen otros signos fuera del murmullo: algo pegajoso se me adhiere al cuerpo, desde los tobillos hasta las cejas.

Son telarañas.

Las he ido recogiendo sin cesar, y sin querer, durante horas de exploración. Formando ya varias capas, parecen ya mi segunda piel.

Me detengo a tomar fotografías en un claro del bosque. Al bajar la vista, descubro una araña rojinegra que cuelga delante de mí, a la altura del cinturón. No es muy grande, y su

cuerpo escamoso le da un aspecto repulsivo. Me inclino para observarla de cerca, pero desciende rápidamente, como si me estuviera observando atentamente con sus ocho ojos.

Me levanto, decepcionado. Y entonces ella sube con la misma rapidez, curiosa. Vuelvo a inclinarme; vuelve a subir. ¡Lapucha! Hago la prueba de empinarme. La araña sigue subiendo. Doy un paso hacia atrás, ella avanza hacia mí, como si volara.

¿Qué se hace en estos casos, de acuerdo con el Manual del Cortapalos?

Resoplo para darme tiempo. Y junto con el resoplido se me hace visible el hilo en que se columpia la araña.

Ese hilo cuelga de… mi sombrero.

(¿Con cuántas bocas ríe la araña?)

Del sombrero hago un ovillo y lo tiro al suelo, casi sin control.

Llevo ahora mi primoroso sombrero de explorador en el fondo de la mochila, lleno de barro.

Ha pasado otra hora de caminata solitaria, y siguen invisibles las casa de los koiaris. Decido regresar. Tomo otra huella, con la esperanza de encontrarlas. Antes de tres horas debo hallarme fuera del bosque. En esta región ecuatorial la noche cae como un telón negro. El día se hace noche, y se acabó. (En la fotografía, la bella Ave del Paraíso).

Salgo a tiempo del bosque y encuentro nuestro jeep con el papúa en su interior, más aburrido que caballo de carretela. Pero no he encontrado las casas de los koiaris. (“A lo mejor se han caído”, observa, desganado, con una lógica asísmica).

Me conformo. Por estos días una breviada fiesta del sing-sing explota en colores lujuriosos sobre estos otros “cuerpos pintados”, en las piedras, en las plumas, en los tejidos. El “arte del cuerpo” –para embellecerlo o hacerlo pavoroso– se ensaya en cada aldea, en muchos templos de dioses distintos. El gran sing-sing reúne cada año a los tribeños –amigos y enemigos– en competencias de bailes y destrezas guerreras.

Participan 70 mil a 80 mil individuos en la fiesta más extraordinaria que se conozca en el Pacífico Sur. Los turistas vienen al sing-sing como otros van al Festival de Río.

Algunos nativos viajan a pie, por varios días, desde las profundidades de la historia más remota para tomar, semidesnudos, un avión que los lleve a la capital. Muchos de estos hombres vieron la rueda por primera vez al acercarse a un avión que los llevó a pueblos que poco dicen: Rabaul, Mount Hagen, Wewak, Lae, Goroka. Ni siquiera conocían los animales de carga.

Mentiras de Jacopetti

Muchas de estas cosas las he descubierto al llegar, hace dos días, a este país de 4 millones de habitantes, donde sólo la mitad de la gente sabe leer. Un avión comercial australiano me depositó –en la mayor inocencia– sobre la losa del aeropuerto de Port Moresby. Desde allí proyecté mi viaje al interior del país –del cual ya algo he contado líneas arriba–, donde una población igual a la mitad de Santiago vive en una selvática y montañosa torre de Babel: hablan sobre 700 lenguas, más que cualquier otro país.

También me proponía visitar la costa oriental, y en lo posible el río Sepik, cuyas regiones interiores sólo fueron conocidas por el hombre blanco poco antes de la segunda guerra mundial. Todavía hoy, dice el doctor Paolo del Papa, que ha escrito sobre la región, existen, cazadores de cabezas entre los grupos más alejados.

Tok Tok Nu Gini, un periódico local bilingüe, anunciaba, no hace mucho, que fueron descubiertas nuevas poblaciones primitivas en los montes Hunstein, lo que no habrá sorprendido nada a la jefe del gobierno, que es Isabel II de Inglaterra, representada por un gobernador, Bill Skate.

Todo estimulaba mis deseos de partir pronto.

–¿Dónde puedo tomar un bus que me lleve a la otra costa?

–¿A dónde? –me pregunta el recepcionista del Hotel Travelodge.

–A Lae, a Madang, por ejemplo.

–No, no hay buses, señor.

–¿Y ferrocarril?

–No hay ferrocarril, señor.

–¿Un taxi o un colectivo?

–Tampoco, señor –dice, y sonríe.

Es que no hay carreteras.

La capital de Papúa-Nueva Guinea es una ciudad sitiada por el mar y las montañas boscosas. Ninguna carretera la une con el resto de las ciudades del país. El mar es la gran carretera. Y el aire.

Y el territorio es tan grande como el de Chile antes de la guerra del 79. Faltan millones de kinas para financiar la construcción de buenas rutas. Un enjambre de aviones y avionetas cruza su geografía magnífica. Ellos usan un millar de pistas de aterrizaje construidas junto a las aldeas primitivas, sobre las Tierras Altas o incluso en las peligrosas Tierras Bajas de la hoya del misterioso y temido río Sepik.

Papúa-Nueva Guinea –con dos décadas de vida semiindependiente– es uno de los pocos países del globo donde viajar es aún aventura para exploradores y descubridores. Existen zonas de las Tierras Altas –cuatro de las veinte provincias a lo menos– donde aún las tribus no han sido pacificadas; y quedan retazos de su territorio todavía desconocidos por el blanco.

No es mi ánimo explorar ni descubrir en solitario (naturalmente). Con pocos dólares y sin compañía experimentada, intentarlo sería una excursión al disparate. De todos modo, entusiasma el ya estar pisando el umbral del Perro Mundo.

Cuando el documentalista Gualterio Jacopetti estrenó su película en 1962, la imagen de Nueva Guinea y de la Papuasia estuvo en todos los cines. Un tercio de Perro Mundo Nº1 se ocupa de sus hombres y costumbres.

Vimos, entonces, sobrecogidos, a las mujeres chimúes amamantando pequeños chanchos; a hombres muy oscuros y motudos (papúa significa motudo en lengua malaya). Vimos a esos hombres orando en altares insólitos, cerca de Port Moresby, para rendirles culto a los aviones…

Y no pudimos contener una sonrisa inmadura de superioridad racial al ver las novias de un cacique que eran engordadas como cerdos, haciéndoles tragar tapioca durante seis meses antes de la boda. Dicho cacique era habitante de este país y gozaba de sus gordas en una de las isla Bismarck.

Jacopetti hizo un manejo claramente sensacionalista de los documentos que filmó y se afirma que en su Perro Mundo hay evidentes deformaciones o falsificaciones. Ese italiano ladino no se propuso entender, sino sólo mostrar lo chocante y excepcional para estremecer al público y a sus cajas registradoras.

Es cierto, sin embargo, que no le resultaba fácil explicar muchas cosas que ocurren en Papúa Nueva Guinea. Hasta hoy –25 años después–, no es muy confiable la literatura etnográfica sobre esta multitud de pueblos tan diversos. Por tal razón, y si es verdad aquello de que “los buenos viajeros son inhumanos”, este país necesita de muy buenos viajeros. Deben dejar la indignación en su casa; mirar, escuchar y entusiasmarse con las cosas más espantosas simplemente porque son nuevas. No hacerse demasiadas preguntas morales, sociales o políticas, y dejar trabajar a la máquina fotográfica.

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