Lukas, según Giulio Pecchenino
“El estrés pudo precipitar su muerte.”
Hijo mayor de Lukas habla de la devoción familiar por el talentoso Renzo Pecchenino, que hoy tendría 78 años, pero que a los 52 fue derrotado por el estrés y el cáncer. No sabía retar ni enojarse; tampoco sabía de prácticas piadosas, de labores domésticas o de tareas escolares. Su padre, dueño de una carnicería porteña, quiso que fuera arquitecto, pero él decidió no terminar la carrera y dedicarse a construir su mundo de fantasía. Chile se lo va a agradecer siempre. Valparaíso mucho más.
Por Luis Alberto GanderatsEn casi todos los canales de TV, en la prensa y en sus libros, dio cátedra de humor sin gestos agrios, siempre con una suave sonrisa. No irritaba a nadie. La misma sonrisa que siempre mostró en la intimidad, frente a sus cinco hijos. Por eso, María Teresa Lobos, su mujer, debió aprender a esconderse muchas veces en la seriedad frente a la tribu familiar. Así consiguió que cada uno de los hijos terminara con éxito sus estudios, hasta ser todos hoy profesionales destacados.
Lukas, que el 27 de mayo habría cumplido 78 años, no alcanzó a ver los frutos finales de ese esfuerzo suyo y de su mujer. Murió a los 52 de un implacable cáncer a los huesos, sin conocer a ninguno de los 20 nietos que le han ido naciendo desde entonces.
-¿Cómo fue ese cáncer tan agresivo?- le preguntamos a su hijo mayor, Giulio Renzo Pecchenino, 47, ex oficial de la Armada, publicista, casado con María Teresa Larraín Undurraga, que espera un nuevo nieto de Lukas para dentro de pocas semanas.
Pecchenino hijo apenas puede disimular la emoción.
-El estrés pudo precipitar el cáncer. Mi teoría es que trabajaba mucho. Aquí y allá, dibujando y cobrando; cobrando y dibujando cuatro o cinco monos al día; viajando dos veces a la semana en Cóndor Bus a Santiago para visitar clientes de sus dibujos; armando libros propios o ilustrando obras ajenas; buscando el humor dentro de sí mismo, que a veces se le pudo hacer esquivo. Disfrutando sólo el fin de semana con su familia, pues de lunes a viernes ni siquiera lo podíamos ver. Almorzaba cerca de su oficina, tal vez un sándwich en el Café Vienés, o en otros lugares.
-¿Almorzaba con amigos?
-Nunca supe dónde almorzaba habitualmente; ni con quién. Murió antes de que alcanzáramos a interesarnos por conversar esos temas. Lo cierto es que estaba trabajando y despachando en su oficina, hasta tarde. Y los hijos salíamos a los colegios antes de que él despertara, entre 8 y 9 de la mañana. El fin de semana, eso sí, era un padre increíble, que se hacía querer, que escuchaba siempre. Nunca, ¡nunca! lo vimos enojado, nunca nos retó o castigó, y siempre supo inventar salidas fuera de la casa llenas de alegrías y sorpresas. Se dejaba besar y abrazar con ternura por todos los hijos. Nos hacíamos un rollo dentro de su cama. ¡El papá perfecto! Eso fue siempre para nosotros.
A 24 años de su muerte, la adoración no termina. Pero hay matices que aparecen a medida que sus hijos tienen hijos. Saben que fue una dicha vivir con un padre como Lukas, pero un regalo del cielo tener una madre con autoridad, dispuesta a todo por el cariño y respeto inmenso que sentía por su marido, y que al enviudar se hizo cargo de las finanzas familiares con una agencia de Polla Gol y algunos arriendos. Con el puro papá como educador no se sabe qué habría ocurrido.
-¿Nunca se preguntaron por qué no veían a su padre de lunes a viernes?
-¡Nunca! Fue siempre así, era lo normal. Trabajaba más que otros padres y en otros horarios. Y en la noche lo veíamos sólo cuando era indispensable. Por ejemplo, cuando no teníamos buenas notas y queríamos que él nos firmara la libreta y no la mamá…
Ella les habría llamado la atención; él sólo movía la cabeza y hacía sonar la lengua detrás de los dientes: tsh,tsh.
Nada más.
Su hijo mayor no recuerda palabras “permanentes y vivas” que haya salido de la boca de Lukas.
-Sobre ese tema no tengo respuesta. No era de grandes frases ni de consejos. Hablaba en silencio, con su ejemplo, con su cariño inmenso. Es un verdadero misterio lo que sucedía con él. Cuando estaba, nuestra casa era otra cosa. Con su silencio llenaba todos los espacios.
-¿Qué más admiró de él?
-Absolutamente todo. Perdone que lo diga así, pero como padre era lo máximo. No sería exacto decir otra cosa. Y no porque estuviera en todas. La casa era obra de mi madre. Podría decir que él nunca entró a la cocina. Era el guerrero que llegaba a recuperar fuerzas, y mi madre, que es mujer fuerte, nunca lo fue con él. Si tenía que opinar sobre algo de los hijos que estaba mal hecho, mi padre le decía: “Déjelo, Monina; si la vida es muy dura”. Tal vez por eso, nunca se enojó y siempre agradecía. Cuando una vez me echaron del colegio, se limitó a decir: “Esto nunca había ocurrido en la familia”, recuerda Giulio, hoy padre exigente, formado en el rigor religioso, como numerario del Opus Dei, con varios hijos muy dulces que alborotan su gran casa cerca de Av.Manquehue, en Santiago mientras él nos cuenta “todo sobre mi padre”. Y sus abuelos italianos.
Su abuelo Giulio Pecchenino era un joven más bien pobre, aprendiz de comerciante ambulante, o algo así, cuando en el pueblo de Ottone, a 60 kilómetros de Génova, entre los cerros de los Apeninos, conoció a Clarice Raggi, hija de una familia de mejor pasar. Como los futuros suegros lo rechazaban, puso un taller de bicicletas en el pueblo para verla a escondidas, mientras lograban la aprobación para casarse. Venía del caserío campesino y montañés de Valprato, en el Piamonte, casi en la frontera con Francia. En Valprato casi todos son Pecchenino, tanto en las casas como en el pequeño cementerio. La autorización de matrimonio llegó a regañadientes, parece, y los jóvenes enamorados decidieron refugiarse en el último rincón del mundo, Valparaíso, trayendo a su hijo, que no cumplía dos años. “No llegaron en el Titanic”, ironiza su nieto. “Y si hubiese sido en el Titanic, en tercera clase”.
En Valparaíso, Pecchenino se inició en el comercio con un pariente de su mujer, Arturo Raggi, para terminar con su propia carnicería, llamada La Higiénica. Con lo que ganaba pudo educar a sus hijos, y así el futuro Lukas ingresó a estudiar arquitectura.
-Estuvo cuatro años. Se salió al darse cuenta, que “la universidad es muy distinta a la realidad”. Enseñaban a hacer casas perfectas, pero se construían sólo DFL 2, algo muy alejado de lo que él andaba buscando para su vida. Lo suyo era la pintura, el dibujo, el humor, aunque en sus dibujos queda claro que no pasó en vano por la Escuela de Arquitectura.
Murió, sin embargo, sin poder dominar el óleo, que era su ambición, y sin sentir que conociera todos los secretos de la acuarela, a pesar de lo que digan sus admirables ilustraciones. Analizando a Oski, a Mingote y a otros dibujantes extranjeros de gran categoría, en especial al inglés Ronald Searle, muerto muy anciano en enero pasado, Renzo Pecchenino empezó su viaje en busca de un estilo propio. Y con 20 años y un poco más ya dibujaba en el diario conservador La Unión de Valparaíso, propiedad del Arzobispado, donde fue quien introdujo en la prensa chilena el dibujo en la página editorial. También colaboró en La Nación de Santiago. Hasta que en 1966 fue contratado por El Mercurio de Valparaíso y pasó luego al de Santiago, que sería su vitrina principal. Creó Don Memorario, y desde diciembre de 1972 -por casi 15 años- hizo sus famosos Chistes de Lukas y muchas ilustraciones en la antigua Revista del Domingo. Fue dejándose tiempo y entusiasmo para colaborar con muchas otras publicaciones y para dar forma a sus libros: Apuntes Porteños, Apuntes Viñamarinos, Contando a Chile y Bestiario del Reyno de Chile. En 1981 obtuvo el Premio Nacional de Periodismo.
-¿Pedía silencio para trabajar en la casa?
-Nunca trabajó en la casa. No recuerdo más de cuatro o cinco veces en que alguna urgencia lo hizo dibujar en el comedor. Siempre tuvo oficina en Valparaíso, y su hogar en Viña del Mar, en Chorrillos. Era porteño de día y viñamarino de noche.
Giulio Pecchenino no recuerda a un Lukas bohemio, pues la verdadera bohemia había muerto cuando ellos eran muy chicos. De su padre guarda la imagen de un hombre exteriormente conservador. Siempre con pantalones, jamás con jeans, ni hawaianas, ni nada informal. No se sacaba su pantalón ni siquiera cuando jardineaba los sábados por la mañana. Habitualmente, no leía literatura ni tampoco historia de Chile. Era un gran consumidor de historia del arte universal, de Grecia y Roma, de toda la historia hasta el Tercer Reich. Tampoco escuchaba música popular, tangos o jazz. Lo suyo era la música clásica, aunque mucho más la lectura.
-¿Alguna vez le escuchó reírse a carcajadas?
-Por alguna ocurrencia de sus hijos solía reírse con ganas. Sin estruendo. No tenía nada de tonto grave. Era, sí, de los que se entretenía seriamente. Lo más suyo era la sonrisa. Así nos llevaba todos los fines de semana a recorrer el campo. Lo recuerdo pisando alambradas de púas para que nosotros entráramos a un lugar a recorrer un cerro, a ver flores, a escuchar pájaros, o corretear en una playa. Era muy feliz haciendo eso.
-¿Sufría con su timidez?
-¡No! Es que no tuvo nada de tímido. Era introvertido, eso sí; jamás el rey de la fiesta, pero tenía cero problemas para enfrentar al público o subirse a cualquier tribuna.
-Fue siempre un hombre de derecha. ¿Hoy estaría en la UDI o en RN?
-En ninguno de los dos. Estaría ajeno a esas disputas de poder. Era un derechista moderado, con sensibilidad social. Él, sin vanidad, decía: “Yo soy un hombre bueno”. Le importaba el dolor ajeno. Y en la política siempre miraba lejos, no a la próxima elección. Por eso, su sátira social no estaba ausente de su trabajo. En uno de sus chistes se ve una elegante pareja saliendo de un cine, y ella le dice, “qué horror, qué mal trataban a esos pobres niños”, mientras a su lado dos niños duermen en la calle, hechos un ovillo en el suelo. Ella pasa por su propia realidad sin verla, sin querer verla.
-¿Cuál fue el momento de acercamiento más intenso con él?
-No existe ese “momento”. No hubo más que momentos de gran cariño. Nunca hubo algún desencuentro, ni siquiera en la adolescencia.
-¿Cómo vivía su religiosidad?
-No era muy religioso. Era creyente, pero no piadoso, no tenía prácticas piadosas. Al enfermarse gravemente algunos sacerdotes le llevaban la comunión. Era mi madre la que nos organizaba para ir a misa. No él.
-Y ya enfermo, cuando su cuerpo de 90 kilos pesaba 42, luego de un año y medio de tratamiento, ¿se quejaba de Dios, o se hizo más religioso?
-Nunca lo escuché quejarse de nada. Se puso un poco más religioso, pero decía “de esto no se salva nadie”. Lo tenía claro. Pero nunca noté un verdadero cambio de carácter. Al final lo vi más silencioso que antes. Miraba fijamente por la ventana hacia el jardín.
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