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Las otras vacaciones | Padre a tiempo completo – Luis Alberto Ganderats
Las otras vacaciones | Padre a tiempo completo

Las otras vacaciones
Padre a tiempo completo

Fue una experiencia inolvidable. Sólo aceptaría una comparación con el martillazo en un dedo que me di hace cosa de treinta años. Lo que ahora voy a relatar ocurrió mucho después. Y la diferencia es clara. El martillazo fue breve. Involuntario.

No puedo decir lo mismo del episodio que recuerdo. Ocurrió en esa época en que el verano se nos viene encima y muchas parejas buscan una forma distinta de vivir las vacaciones. Por ejemplo, que ella se escape a Cuzco y Machu Picchu, mientras él disfruta de una cabaña en La Serena Club Resort junto a sus hijos chicos, para experimentar a concho la paternidad.

 (¡Basta de padres que “ayudan”!, me dije. Tenemos que ponerle el pecho a las balas).

¿Me va a decir que no suena lindo?

A mí también me sonaba lindo. Por eso soné. Soné niños durante quince días, para no hablar todavía de otros líquidos que se apoderaron de mis días (noche incluida), y de los cuales me ocuparé luego.

Antes debo explicar el motivo de esta confesión. No quiero que mañana alguien me acuse de traidor, o al menos de irresponsable. Que no tuve un asomo de solidaridad y no previne del peligro a gente inocente.

La diferencia con el caso hipotético descrito antes es que la madre de mis hijos no partió a Machu Picchu. Se quedó donde siempre. Hizo su práctica profesional.

-Yo me llevo a las niñitas a Quintero-, anuncié con mi mejor cara de padre moderno. Una de las enanas tenía menos de 1 año y la mayor todavía usaba pañales y mamadera.

La mamá celebró mi ocurrencia. Daiana, la empleada -que se iba a su casa de Maule-, me miró de arriba abajo y de una manera que yo tardé unos días en descifrar.

Ya era tarde.

Organicé el veraneo como sólo pueden hacerlo los hombres, puesto que a nadie tiene que darle cuenta de sus gastos. El auto parecía casa cuna sobre ruedas: 50 pañales desechables, leches instantáneas bastantes como para una guardería, mamaderas, milos, piluchos, tangas, toallas, toallitas, calzones, baldes, palas, legos, barbies, pijamas, despertador, termos y termómetros (dos), pelotas, quitasol, protectores solares y ropita gruesa (porsi). Y partí a Quintero tan inocentemente como Alonso de Quintero partió a Oriente y llegó a Occidente. O más bien lo hice como un caballero cruzado. Lleno de fe y esperanza. Inconsciente de las amenazas, confiado en mis fuerzas y en la ayuda sobrenatural. Esas fuerzas. ¡Dios mío!, demostraron ser insuficientes. Y no hubo ayuda sobrenatural, lo cual terminó reforzando mi incurable escepticismo.

Y no es que no haya tomado precauciones. En la casa de la playa conseguí una pieza separada de los otros dormitorios. Al fondo del patio. Con baño propio. Así podía enfrentar las emergencias nocturnas. Alejarme de los ruidos del resto de la familia. Muy tarde comprobé que en el minúsculo closet era imposible ordenar las cosas de todo el batallón.

¡La tengo!, dije satisfecho (“los hombres hemos nacido para organizar”), y compré veinte bolsas plásticas blancas, veinte clavitos 2-d, un martillo y un plumón. Sobre la pared de madera quedaron colgando las cosas de la Isidora y la Eloísa. En riguroso orden alfabético: pantalones, pañales, pijamas, piluchos. ¡A mí con closets chicos! Pero…puchas…¿recordaría esa clasificación en medio de una emergencia a las 4 de la mañana?

Mi sistema de las bosas colgando puso de buen humor al resto de la familia, por varios días.

-¿Te ayudo?, proponía alguna cuñada solidaria.

-Gracias, pero quiero vivir la experiencia a concho.

La misma respuesta escucharon mi madre y mis hermanas cuando me puse a preparar mamaderas.

Y entonces entraron a escena otras bolsas plásticas, más chicas, donde echar la leche justa para una mamadera, con su azúcar. Y lo que fuera. Así evitaría el abre el tarro, cierra el tarro, abre el tarro, cierra el tarro.

Me encontré genial. No diré una cosa por otra.

Pero sólo estaba empezando.

Lo difícil no era preparar las mamaderas. Lo difícil (a veces imposible) era que se las tomaran. Descubrí entonces la gran variedad de gárgaras, sifones y chorreos que pueden improvisar dos criaturas aparentemente delicadas. Para no mencionar los resultados de la evacuación. Yo podía quedar bizco, con el aparato respiratorio hecho polvo, pero el cambio de pañales y el lavado de lo que esos pañales cubren, era tarea mía. Una condena que debería cumplir sin auxilio. Ni indulto de la pena.

Todo lo anterior podía ser soportable. No así el momento -¡las horas!- tratando de que se tragaran la comida en vez de una tachuela o la arena contaminada por los hidrocarburos del vecindario.

El dolor moral se hace llaga. Todas las estrategias fallan, una después de la otra: la sonrisa condescendiente, el avioncito (brrr-brrr), el premio, el pellizco disimulado (“No me vaya a ver mi cuñada que trabaja en la Vicaría”). Incluso fallan las amenazas más viles e inconfesables. (¿Por qué los japoneses no habrán inventado la cazuela inyectable?).  

Todo tan inútil como el papá tiempo completo.

En las noches leo a los expertos, repaso los cursos para “padres capos” que hice en la Revista del Domingo años atrás, y no me atrevo a repetir aquí lo que decía para mis adentros en eso repasos nocturnos. Uno de los expertos explicaba: “El padre es una potente fuente de estimulación de todo tipo, afectiva, multisensorial para todos los restantes canales que el niño posee”.

¿Y dónde, digo yo, están esos canales fuera de los antes mencionados, y que sólo podría ignorar una bestia sin olfato? ¡¿Dónde, por favor, dónde?!

Miraba a las enanas por las noches mientras dormían. (Parecían buenas personas. Qué maravilla es un niño en reposo). Pero nunca pude descubrir esos canales secretos. “Eso es cosa de mujeres”, fue mi conclusión provisoria.

No alcancé a durar quince días con ánimo. A la semana de vivir la experiencia de mudar, preparar mamaderas, dar de comer, pellizcar, entretener, acostar, acunar, pellizcar, levantar y besar, la vida se me había puesto más agria que los pañales.

Pero aún tenía fuerzas, ciudadano.

Al promediar la segunda semana, las cuñadas me miraban con expresión ambigua. Estaba hecho un ser irreconocible. A las 7 de la tarde andaba cabeceando, con el toldo de los ojos a medio bajar (como en los duelos).

A las 8 de la noche me rendía ante la familia.

-Acuesto a las niñitas y después me duermo. Ando con jaqueca o algo así.

El segundo viernes amanecí vestido sobre la cama, amarillo como plátano, y con una piedra en la mano.

-¡Esa pieira es mía!, gritó la Isidora.

-¡Mía!, alcancé a reclamar.

Y era cierto. Lo había soñado. Era la primera piedra para el monumento a la mujer.

Ese día agarré a las dos crías, cerré el criadero, renuncié a la crianza, llené el auto con todo lo inútil que había acarreado desde Santiago. Y puse término a mi experiencia de papá a tiempo completo.

La piedra se me perdió en la mudanza (entre otras cosas), así que el monumento a la mujer lo he dejado para tiempos mejores.

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