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Las japonesas de siempre – Luis Alberto Ganderats
Las japonesas de siempre

Las japonesas de siempre

No hace 24 horas que he llegado a Tokio. Me siento como un pez raro en medio de un colosal cardumen de anchovetas. ¡Doce millones de seres en una sola ciudad y casi todos con un mismo rostro! De pronto -en una calle cualquiera- escucho una voz, casi un susurro.

-Señor Ganderaaaats…

Me doy vuelta como si hubiese estallado un petardo en mis talones. Veo dos rostros de japonesas. Sonríen al unísono. Parecen obedecer a una voz de mando. Miro para todos lados. Las vuelvo a mirar. Siguen sonriendo. ¿Sonriéndome a mí? ¡A mí!

Tengo que haber escuchado mal. Aquí yo no conozco a nadie.

-¿Usted es el señor Ganderats, verdad?

Creo que nunca he tenido una sorpresa mayor. En ese momento ni siquiera recuerdo lo que alguien me había sugerido: “Cuando en Japón no sepa qué hacer, haga una reverencia. No falla”.

Una de ellas era Mayumi.

Mayumi trabaja en la Embajada de Chile en Tokio. Horas antes he estado en el despacho del embajador, Gustavo Ponce Lerou.

No reparé en su secretaria.

Desde ese momento Mayumi deja de ser la secretaria del Embajador. Se transforma en la japonesa que me haría conocer a las japonesas.

Gracias a su buen castellano, a su notable perspicacia y a su paciencia oriental, puedo recorrer el formidable acuario humano de Tokio, distinguiendo entre esos doce millones de hombres. Y sobre todo, entre seis millones de mujeres.

Mayumi me abre puertas y despeja caminos. “Aquí yo no puedo entrar; entra tú”…”Aquí no puedes entrar; yo te contaré”…Eso yo no lo sé; mi padre te lo dirá”…

Así me voy enterando de lo que ocurre con las japonesas.

Agrandar y agradar

Me entero, desde luego, que comer en un restaurante de geishas con la esperanza de recibir una dulce japonesita de postre es algo más que un error. Puede ser la mejor fórmula para terminar en un puesto de policía. Me entero, también, de que no puede confundirse a una geisha, cuyo nombre significa “persona culta”, con una yamina onna, “un ángel de las tinieblas”.

Me explica Mayumi que la Asociación de Geishas tiene su propio tribunal de penas (incluyendo las penas del infierno) para sancionar a las honorables socias que dispensen a sus clientes atenciones fuera de programa. Una encuesta reciente -¡los nipones todo lo encuestan!- reveló que una de cada dos geishas muere soltera (y virgen, para más señas).

Estas mujeres que viven desvelándose para atender maridos ajenos, con inocencia y paciencia, tienen rivales, sustitutas. Algunas se hacen pasar por geishas. Otras ni siquiera se toman esa molestia. Simplemente deambulan por “el barrio de las farolas rojas”, donde cuesta tanto hallar una japonesa virgen como un canguro en el Polo Norte. Pero tanto las mujeres del barrio de las geishas, Shimbara, como las del “barrio de las farolas rojas”, no pueden representar, ni remotamente, lo que es la japonesa de 1975. Es de algún modo cierto, sin embargo, que la mujer de este país ha cogido mucho del encanto de las geishas, que llevan ocho siglos perfeccionando el arte de agradar y –especialmente-, de agrandar al hombre.

El antiguo respeto

Mi encuentro con esta mujer de hoy, con la mujer moderna, comienza con Mayumi. Con Mayumi y su amiga, que convirtieron mi apellido en un petardo y sus rostros en una sonrisa pura. Las madres de ellas no lo habrían hecho. No trabajarían en la Embajada de Chile ni en ninguna parte. Las madres, a su edad, seguramente eran “la mujer del fondo”, la que salía de su casa sólo por una emergencia, a quien el hombre no presentaba a sus amigos. Tampoco caminaba su lado. Confucio y Buda -alguien los sintió como misóginos- hicieron que Japón, durante siglos, no nacieran las niñas para ser hombres. Nacían para ser una especie de ser inferior.

Desde el siglo X hasta el siglo XX, ha sido sucesivamente matriarca, casi esclava y -hoy- casi (casi) igual al hombre. Fuera del hogar no resulta fácil advertir diferencias entre los derechos y deberes de hombres  y mujeres. Traspuesto el umbral del hogar, me dice Mayumi, la japonesa media de 1975 sigue, en cambio,  sujeta a normas no escritas que se niegan a desaparecer, aunque ya han aflojado bastante.

Una encuesta de la Agencia Matrimonial Municipal de Tokio reveló, no hace mucho, que las mayores de 40 años siguen teniendo un concepto singular del matrimonio. El 80 por ciento piensa que el matrimonio no es la unión de dos personas, sino de dos familias. No es la unión de dos seres que se aman, sino el lazo solemne mediante el cual dos familias se ligan íntimamente. Las mujeres que así piensan son las madres de los jóvenes de hoy. Pero los adolescentes  rechazan tales conceptos, cada día con mayor vehemencia.    

Por esta amenaza, hace ya más de una década nació la Nippon Keisei Kai, organización de maridos destinada a exigir a las esposas el antiguo respeto. Pero en este caso, la unión no hace la fuerza. La unión revela creciente debilidad, un agotamiento de la tolerancia femenina. Revela, ¡y de qué manera!, lo atrasada que se encuentra una edición de la Enciclopedia Británica que define a las japonesas como “criaturas saturadas de docilidad y de obediencia, inaccesibles a la estupidez de los vicios modernos, sublimes en el sacrificio, femeninas como ninguna en la corteza terrestre”.

Comprendo a los japoneses

Como queda dicho, la rebelión recién comienza; no ha concluido. Mayumi sonríe, enigmáticamente, cuando le digo que en Occidente muchos piensa que el hombre con suerte vive en una casa estilo norteamericano, comiendo platos chinos y amado por una dulce japonesa. Ella algo admite:  

La verdad que a nosotras nos gustan los hombres occidentales. Comparten más con sus mujeres. Aquí muchos siguen añorando la época en que la niña obedecía a sus padres, la mujer al marido y la viuda a su hijo mayor. Siguen pegados en el llamado Sendero de las Tres Obediencias.

Debo admitir que comprendo a los varones japoneses desde que en la milenaria ciudad de Kioto fui a una casa de té, a una machiai, atendida como siempre por una mama san. Ella es la que me acomoda sobre unos cojines, junto a una mesita, sobre una alfombra tradicional -el tatami-, bajo una linterna de papel y envuelto por el suave sonido de las tres cuerdas del samisen.

Fracasaremos en cualquier intento de describir lo que sucede cuando una geisha se desliza suavemente -como una serpiente-y después de juntar sus manos y hacer una reverencia se nos sienta a los pies. Al verle es fácil asociarla a ese tipo de muchachas turbadoras que cuando se recuestan en un sillón nos parecen un pecado descansando. Pero ella no es ni pecado venial. Si hasta obedece al nombre de Lucero de la Tarde  (no puede confundirse con la mexicana Lucerito, “novia de América”). Su  solicitud para servirme el té se convierte en una extraña experiencia. Empiezo a sentirme un hombre tosco, un cargador de sacos invitado a tomar té en Buckingham.

Cuando Lucero de la Tarde me prende un cigarrillo lo hace con tal delicadeza que no atino siquiera a botar el humo. Me parece tan fuera de tono como bostezar en funeral. Un acceso de tos y el humo saliendo a borbotones por boca y narices, casi ponen punto final al encanto.

Hasta este momento me he sentido el rey de las creaturas. ¿Cómo no comprender a los japoneses que se han agrupado para recuperar “el antiguo respeto”?

Cambiar orden del día

Jamás volverá el antiguo respeto. No volverá porque era una falta de respeto. Y no volverá porque a él se opusieron terremotos y bombas atómicas. Terremotos como el de 1923 obligó a la mujer a dejar su lugar en el fondo de la casa y unirse a los hombres en las tareas de reconstrucción. Fue el primer paso. Después vino la zancada de siete leguas, con la segunda guerra mundial, que terminó aquí con los infiernos de Hiroshima y Nagasaki, y la ocupación de tropas norteamericanas. En un solo año, 35 mil gringos se casaron con japonesas. Ellos ganaron en delicadeza y consideración. Ellas, en libertad.

Hoy, unas diez millones de japonesas trabajan en la industria y otros diez en el campo. Sólo en Osaka, medio centenar de empresas son presididas por mujeres, y en todo el país hay 170 mil de ellas que son barberos, profesionales, productoras de televisión, diplomáticas, profesoras y gerentas… La esposas jóvenes ya casi…son dueñas de casa junto al dueño de casa. Ya no resulta repulsiva para nadie una expresión tan inocente como “mujer que trabaja”, shokugjo fupini.

Arrastradas por este torbellino, las geishas (¡cómo no volver a hablar de ellas!),también cambian. Es decir, las hacen cambiar. El actual Primer Ministro, Takeo Miki, ha dejado en el camino 800 años de tradición, y para las recepciones oficiales no contrata servicios de geishas.

De las 20.000 que aún trabajan, buena parte lo hace en empresas de turismo, en grandes consorcios, para atender clientes nativos y extranjeros, románticos y algunos mal intencionados. Incluso la Mitsubishi piensa que ruedan mejor los negocios si hay geishas durante las áridas discusiones sobre dólares y petrodólares. Sus geishas cumplen horario de oficina, pasan por reloj-control, cobran horas extraordinarias y asisten a reuniones sindicales.

La sonrisa de Mayumi

Mayumi me hace conocer también los barrios jóvenes de Tokio. En ellos irrumpen las sociedad de consumo, la influencia norteamericana, las mambu- guru o mambu-girl, que son las chicas desinhibidas que cambiaron el chocolate por liberadores anticonceptivos.

En estos barrios jóvenes casi no se ven kimonos, chinelas de madera ni abanicos. Desaparecieron los peinados de torre, los rostros enharinados y cubiertos de cera.

Hay que llegar a barrios distintos, a Ginza y a otros del Centro, -especialmente cuando el sol empieza a apagarse y la noche a encenderse-, para ver miles de mujeres que se niegan a olvidar el pasado. Es una fiesta para los ojos y la imaginación, una suerte de carnaval silencioso del Japón legendario. En la fiesta de colores de los kimonos es fácil  descubrir a la geishas. Visten normalmente de negro o en tonos muy oscuros. ¡Son viudas de maridos ajenos!

Ellas son las japonesas que se metieron en nuestras cabezas de niños sin hacer reverencias ni pedir permiso. Por eso, cuando Mayumi me pregunta (es nuestro día del adiós), ¿prefieres a las japonesas de hoy o las de ayer -, debo confesarle que me gustan las japonesas de hoy. Como ella. Pero con el misterio de ayer; con esa larga sonrisa dulce que no se decide a desaparecer.

Cuando nos miramos por última vez, Mayumi tiene el rostro iluminado por su impenetrable sonrisa de mil años.

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