Lapones a sol y a sombra
Recorrimos la Laponia de punta a punta (hasta que nos detuvo la frontera soviética) y durante muchos días no abandonamos ni a sol ni a sombra a un pueblo que se niega a desaparecer, aunque ya está agonizando. Al final quisimos llorar un rock.
Sorprendente resulta el espectáculo. Quince, veinte grados bajo cero. Los renos trotando en forma caótica sobre la nieve, mientras unos hombres de baja estatura, gruesos y de tez clara, les echan el lazo con fantástica destreza. Después le cortan pedazos de oreja a modo de marca familiar, y los animales quedan en libertad.
Entonces esos hombres hacen una cama de pura nieve en el suelo y -sin más- se echan a roncar como serruchos. Cerca de allí́, el fotógrafo, cubierto de parcas de cuero, de gorros, de medias de lana y sentado junto a una fogata, tirita como si el frio lo aterrara. Pero la verdad, no siente miedo. Solo siente un frío que pareciera nevarle hasta los bronquios, y siente admiración por esta raza de hombres que ha desarrollado una notoria superioridad física después de desafiar los rigores del Ártico durante miles de años.
Llevamos algunas semanas recorriendo el techo frío de Europa, que estos hombres habitan desde épocas remotas. Es la Laponia. Cubre las regiones más frías de Noruega, Suecia y Finlandia. También forma parte de la Laponia un trozo de la Unión Soviética, la península de Kola. Casi toda la Laponia se extiende más allá́ del Círculo Polar Ártico, donde los fríos de la tundra son a menudo más altos que en el corazón del propio Polo Norte.
Estamos ahora en una época de primavera, cuando el frío comienza a ceder un poco. Más largos se hacen los días; más cortas las noches. Eso lo sabe bien la periodista chilena María Teresa Tapia Sepúlveda, primera latinoamericana casada con lapón, del cual tiene una hija. Con ambos vive en Jokkmokk, sobre el mismo Círculo Polar Ártico, la más característica región lapona de Suecia. Trabaja en el museo del pueblo explicando a los turistas quiénes son los abuelos milenarios de su hija lapona-chilena.
Sobre este caso singular, y sobre las experiencias que ella ha vivido en cinco años de estrecha convivencia con-el pueblo lapón, hablamos en otra crónica, a continuación.
RUMBO A LA U.R.S.S.
Como los lapones no suman hoy más de 40 a 50 mil, según diversas estimaciones, y se encuentran muy repartidos, es preciso andar mucho para encontrarlos. A aquellos hombres que acurrucados sobre la nieve roncan como serruchos los vimos cerca de Utsjoki, lugar noruego que hemos atravesado ahora en viaje a la frontera soviética. Tenemos la esperanza que por tratarse de lugares casi desiertos, existan algunos pasos que nos permitan llegar hacia cualquier aldea lapona situada dentro de territorio de la U.R.S.S. La península de Kola -pegada a Noruega- es, desde hace miles de años, lugar de lapones. Hoy viven bajo el régimen soviético y nos han dicho sus hermanos de raza en Finlandia que nada se sabe de ellos.
Por fin, siguiendo un interminable camino helado y corcoveado entre fiordos que se parecen extraordinariamente a nuestros canales del Sur, llegamos a Kirkenes, pueblo noruego que el año 1944, durante la Segunda Guerra, recibió apoyo soviético en su lucha contra los nazis.
De las ruinas nació una pequeña y multicolor ciudad moderna, con un monumento al soldado soviético en su lugar más visible. Después de muchas averiguaciones un funcionario de turismo nos desalienta:
–No podrían ni siquiera poner un pie al otro lado de la frontera. Sólo hay una puerta en Storskog, a 16 kilómetros de aquí, que se abre una vez a la semana. Esa vez entra un bus y sale otro, sólo con noruegos y otros occidentales. Nunca con soviéticos. Ellos jamás salen por aquí.
-¿Y los lapones soviéticos?
–Menos. Ellos tienen parientes en Escandinavia y no les permiten moverse de sus aldeas.
FRONTERAS TRANSPARENTES
Decidimos de todos modos llegar hasta la puerta de Storskog. Hemos vivido durante estos días experiencias estupendas en materia de integración como para aceptar que ni siquiera podamos conocer una sola aldea lapona soviética en la frontera ártica, sobre la tundra desértica, tan al norte de Leningrado, antes llamada Petrogrado.
Una de las más curiosas anécdotas relacionadas con dicha integración nos ocurrió no más de 43 horas atrás. Viajábamos por la carretera que corre junto a la línea fronteriza en Finlandia y Suecia, cuando vimos una torre de iglesia casi a la orilla del camino. Atravesamos entonces, un pequeño puente del río Kónklimii, para encontrarnos a los pocos metros con una placita, y a uno de sus costados, la iglesia. Y su hermosa torre. Desde el auto, advertimos que estaba cerrada. Regresamos al puente. La policía que inspeccionó nuestro automóvil en busca de drogas, nos dije que esa placita era de Karesuando. Karesuando es un pueblo sueco…
¡Habíamos atravesado la frontera sin darnos cuenta!
Días antes nos detuvimos varios minutos en un puesto fronterizo noruego-finlandés (eran las 3 de la mañana), esperando ser controlados. Como nadie saliera a preguntar, después de unos minutos de espera, seguimos rumbo a Enontekio, donde pasaríamos la noche.
Así entramos de Noruega a Finlandia.
PISANDO LA URSS
Por eso, ahora que vamos al puesto fronterizo soviético-noruego, a la línea fronteriza que aquí llaman Soyjetsamveldet, tenemos la esperanza de dar unos pasos al menos por territorio soviético.
Al pasar junto a un monumento “al soldado soviético desconocido” (metros antes de la puerta de Storskog) no podemos suponer que será el único “soviético” que veamos allí.
En la gran puerta fronteriza sólo conseguimos tomar subrepticiamente algunas fotografías (un letrero en cuatro idiomas lo prohíbe), asomar la nariz por la malla de alambre, comprobar que los candados no están allí de puro adorno y, divisar -muy lejos-, una casucha policial soviética de la cual nadie asomaría en más de media hora.
Jorge Ianiszewski se despreocupa un rato de sus fotografías y mete un pie por debajo de la alambrada. (“Ya puedo decir que he pisado territorio soviético”).
Se esfuma así nuestra esperanza de hacer un recorrido completo de la Laponia, pues la península de Kola está más allá de la Sovjetsamveldet.
Después de milenios, los lapones han que lo divididos por una frontera infranqueable.
FOSILES CAMINANTES
Siglos antes que los romanos llegaran al techo de Europa, los lapones (suamis, se llaman a sí mismos) ya ocupaban el Ártico y parte de las llanuras de Escandinavia donde el frío tiene sus lares. No existe certeza sobre sus orígenes, pero un reputado antropólogo alemán sostiene que estos hombres son más antiguos que los blancos y los amarillos. Algo así como tíos de los blancos y de los amarillos, pues tendrían su punto de nacimiento un pueblo hermano de los que dieron origen a esas dos razas hoy mayoritarias.
De todos los pueblos de Europa, sólo los lapones viven cabalmente como nómadas, forma de vida que constituye un fósil cultural, como lo señala Jacob Bronowski en The Ascent of Man, publicación de la British Broadcasting.
Se supone que estarían conectados a la civilización de Kormsa, desarrollada en esta misma región antes de la última era glacial, tal vez 100 mil años atrás…
Un experto del Museo Lapón de Tromsú (Noruega) nos explica que analizando la lengua de este pueblo es posible conocer etapas que la historia no registró. Por ejemplo, el extenso vocabulario referido a las focas y sus costumbres demuestra que llevan milenios junto al Ártico. En cambio las palabras que utilizan en la ganadería son de estirpe nórdica. También las de la agricultura. Por eso sabemos que los colonos escandinavos fueron quienes los instruyeron en tales disciplinas. Y no cabe duda que en la Edad del Bronce se dedicaron sólo a la caza y a la pesca. Se advierte por la antigüedad de las palabras que emplean para referirse a esas prácticas primitivas.
LAS RUTAS DEL RENO
¿Cómo han logrado sobrevivir en la tundra (palabra lapona o finlandesa), a pesar de sus fríos y su mezquindad de pastos y generosidad de vientos y escarchas?
Gracias al reno. Al igual que los nativos del Ártico canadiense con el caribú, que es un reno con otro nombre, sin diferencias anatómicas visibles.
Existe aquí una verdadera cultura del reno. Los lapones montañeses y costeros usan sus pieles para confeccionar ropa; comen y venden su carne; toman su leche (costumbre ya casi abandonada por completo); venden sus cuernos a los japoneses, quienes los consideran estimulantes sexuales, y sacan asimismo provecho a sus huesos.
Aún hoy miles de hombres -sobre esquíes cada día más elaborados- siguen a los renos en sus migraciones estacionales. Pasan el invierno en los bosques más tibios del sur, y en la primavera se internan en la tundra fría y plana, formada por la titánica glaciación del Pleistoceno.
Las hembras marchan hacia el norte seguidas -con días de distancia- por los machos. Cuando las hembras dan a luz sus ridículos terneros flacuchentos -siempre en la zona donde la tundra se desvanece- los rebaños esperan quince días y comienzan regresar al sur. Ahora los machos van a la cabeza. Hacen un aro amoroso en su caminata poco antes de llegar a los bosques -por 15 días- y luego continúan al sur.
Los renos -habitantes de una región socialdemócrata- viven en libertad y democracia… sumamente protegidas. No son propiamente animales domésticos, en la inmensa mayoría de los casos. Tampoco son completamente libres. Se mueven de allá para acá con libertad aparente, pues siempre los lapones ejercen sobre ellos severa vigilancia. Cada ejemplar tiene un dueño; cada ejemplar tiene muescas en sus orejas (tantas muescas a veces que en vez de servir de protección al oído las orejas parecen hechas para un ridículo disfraz).
Se alimentan de hierbas y pastos precarios, pues la tierra se encuentra helada hasta 200 metros de profundidad, y sólo en los largos periodos de luz se asoma el verde milagroso. Las precipitaciones anuales promedio son en la tundra de 275 mm (menos que en ciertas zonas desérticas).
AGREDIDOS POR BLANCOS
Si el reno ha permitido al lapón sobrevivir, el hombre blanco le ha hecho languidecer. Por años los lapones no tuvieron intrusos en sus territorios, aunque a veces efectivamente pagaran tributos en pieles. El frío ahuyentaba a los codiciosos de otras razas. Sólo en el siglo XVI un rey sueco se dejó llevar por sus inquietudes colonizadoras y evangelizadoras, y desde entonces el Ártico se hizo más inhóspito para el lapón.
Tuvieron que comenzar a abandonar sus tradiciones, sus brujos, Tuvieron que tolerar la presencia de colonos. El reno se convirtió en “ganado” y la propiedad individual de la tierra hizo su explosión en sangre. (Aunque moderadamente, pues el lapón es pacífico por excelencia y posee una asombrosa capacidad de adaptación).
Como si todo eso fuera poco, carecían de una organización como pueblo por el aislamiento y su naturaleza nómada. Los habitantes de las montañas sólo se agrupaban en “aldeas en movimiento”, trashumantes (las siídas) con un consejo preocupado de repartir zonas de pastoreo con un criterio conservacionista, de organizar la caza estacional de renos, de tratar con cobradores de impuestos y compradores de carne y pieles.
Nada sabían, por cierto, de tácticas y estrategia, de armas de guerra y fronteras nacionales.
Con ese rey expansionista se inició el comienzo de una varias veces centenaria serie de cambios, que ha transformado al pueblo lapón.
GUARIPOLAS ARTICOS
Cuando vimos sus primeras carpas a la orilla de carreteras noruegas, sufrimos primero una sorpresa. Parecían carpas de pieles rojas o rucas fueguinas, cubiertas de otras pieles. En su interior, un montón de brasas rojinegras y una olla colgando de lo alto. A su alrededor mujeres vestidas como las guaripolas del circo, con mucho rojo, mucho azul, mucho gorro. Los hombres, como varones guaripolas… Después descubrimos que los trajes cambian de una zona a otra. No existe un solo traje lapón, pero todos parecen alegres guaripolas.
Descubrimos -y eso sí que nos hizo mal efecto- que el Ford último modelo, furgón, estacionado junto a la ruca y al puesto de venta de artesanía nativa, era de esos lapones que se calientan junto a las brasas.
-Bueno, así es en casi todas partes. Ganan mucho con los renos y con los turistas. Algunos tienen casas en varios pueblos y siguen alojando en rucas cuando andan detrás de los renos.
Poca gracia nos hizo la aclaración del propietario de una hostería situada junto al camino cerca de Burjvord.
Pero añadió:
–Sigan camino a Alta, y después a Kautokeino. Ahí encontrarán lapones más sujetos a la tradición. Especialmente en Kautokeino, el pueblo más puro. Casi todos siguen viviendo del reno. Pero lleve algo contra los zancudos. Hay más zancudos que renos.
DIRECTO A LA EMOCION
En el camino a Alta vamos conociendo más de los lapones. Muchos se dedican principalmente a la pesca. La mayoría ha abandonado por completo los renos y usan sus trajes de guaripola sólo en las fiestas, como pasa en Chile con los huasos del “18” y los del Campeonato Nacional de Rodeo. Hay lapones médicos y lapones profesores universitarios. La mayor parte vive en las ciudades junto a suecos, finlandeses y noruegos, sólo distinguiéndose de algunos de ellos por su menor estatura.
Pero también en el camino a Alta crece nuestro entusiasmo por acercarnos a la región más pura. En Alta, sin embargo, se entibia nuestro entusiasmo. Alta es como Puerto Varas, pero más moderno y más hermoso aún.
–En Kautokeino –nos alientan– podrán conocer al auténtico lapón. Es la capital del reno. Allí reina el orgullo del nómada. No se acaba de un soplido una tradición que tiene miles de años. ¡Ahí lo verán!
Es Kautokeino, en verdad, el Vaticano de la religión del reno, la Meca de los lapones. Así nos dicen en los tres países de la Laponia; nos lo confirma la chilena que encontró la tibieza del amor en el Circulo Polar Ártico y cuya hija -la primera chilena-lapona- se llama Eva… “Kautokeino es la zona más lapona, a juicio de todos”, dice.
¡¡KAUTOKEINO!!
¡Qué duda cabe! Kautokeino nos llevará por fin a la extraña cultura que no conoce de danzas ni de instrumentos musicales, que tiene como único instrumento la garganta de sus gentes, que la usan con mil recursos notables, que al cantar emiten más sonidos que palabras, como los tiroleses.
Pero esta cultura sin instrumentos musicales tiene el imán de otras cosas sin iguales.
Por fin, después de una cuesta -¡llevamos tres días rodando, vaciando rollos de fotografías!- surge Kautokeino en una llanura. Es un pueblo de casas desparramadas.
Son cerca de las 11 de la noche y el sol se halla, orondo, en medio del cielo. Las calles, casi vacías.
-¿Estarán durmiendo?
–No, los viejos están en sus casas y los jóvenes reunidos en el galpón de los deportes.
Caminando nos encaminamos al galpón.
Desde la ventana de su casa una anciana nos dirige una altiva mirada celeste. Parece reina con la corona puesta, aunque los lapones jamás han tenido reyes. (Tal vez por eso…). A través de otra ventana -en un salón pequeño como cualquier otro- alcanzamos a divisar a un cuarentón absorto en la digestión de algún pensamiento íntimo. Visillos adentro -como en todas las casas de la tundra -unas macetas atrapan los rayos del sol para dejarlos en conserva con miras al invierno, en que la noche se traga, por meses, toda la luz.
A pesar del sol, el frío penetra como una aguja en la carne. Para proteger la garganta hay que apretar los labios. Seguimos caminando, sin embargo, en búsqueda del galpón en que nos enfrentaremos, finalmente, con los jóvenes orgullosos de ser los más auténticos herederos de un pueblo que ha dominado a la naturaleza.
De un pueblo no belicoso, tal vez consciente de que entre los débiles, el más fuerte es aquel que no olvida su debilidad, el que no muestra los dientes a quien no será capaz de morder.
De un pueblo cuyas mujeres no saben danzar, pero con los esquíes, en cualquier lago congelado se hacen cisnes; que no saben tocar instrumentos, pero de sus gargantas brotan los sonidos como de la caja dé un violín. Gente que no vive esclava de la moda, sino a su modo. Así pensamos cuando…
¡Rock, rock, rock, Kautokeino, rock, rock, rock, everybody, rock, Kautokeino, rock…!
La sorpresa mayúscula, el esqueleto en el armario. También el desengaño sin remedio.
Dentro del galpón los muchachos lapones vestidos con sus trajes de guaripola bailan al ritmo del rock con una orquesta que habría obtenido más de una gaviota en el Festival de Viña. La actitud de los muchachos es igual a la de los muchachos de Tokio, a la de los muchachos de Mozambique, de Atlanta, de Biarritz.
Algunos visten como cassattas, para llamar la atención.
(¡Los diferentes son completamente iguales en todo el mundo!).
Varios ya están sentados en el suelo drogados, o curados.
–Somos un pueblo culturalmente aplastado-, reconoce una lapona hermosa y triste.
¿Morirán comidos de los vicios como los muchachos parecidos de Tokio, Mozambique, Atlanta y Biarritz, arrastrando en su decadencia la milagrosa sobrevivencia de los lapones a través de las edades glaciales?
Esos trajes, que cuando los vi por primera vez me entusiasmaron; que luego no pude evitar asociarlos con las alegres tenidas de guaripola, ahora, en medio del rock (chorreados con aguardiente) ¡en la capital de la cultura lapona!, me parecen disfraces para la representación de una pieza tragicómica.
Dejamos la Laponia.
Chilena madre de niña lapona
La periodista santiaguina María Teresa Tapia casó con lapón de Jokkmakk y es madre de la primera lapona-chilena. Viven en Suecia.
Llevaba y amucho tiempo sin escuchar a alguien que se riera con ganas, como los latinos, y en un bus sueco se encontró de pronto con las carcajadas y la espontaneidad de un hombre que era distinto a los otros rubios (“una especie de gringo, pero chico”). De corazón más esponjoso. Preocupado de los bosques, de la caza del alce, de la pesca del salmón, del cuidado de algunas cabañas de montaña pertenecientes al “Sernatur” sueco.
No veía televisión; creía en los gnomos, en las apariciones; era oriundo del valle de Lillselet -casi en la frontera noruega-, un lugar, para muchos, embrujado,
Desde ese día, la periodista chilena María Teresa Tapia Sepúlveda comenzó a hacer “los mismos caminos” que John Andersson, hasta que después del matrimonio quedaron unidos para siempre por una hija que lleva los nombres de las madres cristianas de lapones y araucanos: Eva María.
Eva María Andersson Tapia (debió llamarse Eva María Marak, pues éste era el apellido familiar hasta que lo pulverizó la presión cultural nórdica) es, sin duda, la primera mestiza de lapón y chileno. Como aún no cumple 4 años, ignora la similitud que existe entre araucanos y lapones.
Cuenta su madre:
–Se parecen extraordinariamente por sus creencias, sus leyendas, sus curanderos. Mi suegra, criada en las montañas laponas, me cuenta historias que yo he escuchado alguna vez referidas a los araucanos. Abundan los lapones con poderes extraordinarios. Un hermano y un tío de mi marido tienen esos poderes. Consiguen, sólo con la fuerza mental, detener la sangre de los heridos. Incluso, algunos la detienen ahora por teléfono… mientras llega el doctor. Así se salvan muchas vidas.
Hay turistas que abandonan. la región al sentir penaduras, ruidos en las salamandras.
“Los duendes trenzan los pelos de los caballos durante la noche”, asegura María Teresa Tapia. A un tío de su marido, Arthur Andersson, cuando era niño, varios duendes le ayudaron un día a cortar el pasto. “Desde entonces tiene poder”.
-Y a usted eso no le atemoriza?
–Al contrario. Quiero hacer estudios sobre la materia, comparando las creencias laponas con las del sur de América. Me encantaría ver a un aparecido, aprender a detener la sangre. Es una cosa apasionante. Me ha gustado desde niña.
¿VIVE EN IGLU?
Más de una década lleva viviendo fuera de Chile. Después de estudiar en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile, ejerció en la Radio Portales de Santiago y en revistas del editor Guido Vallejos. Un día cualquiera hizo de todas sus cosas un bulto y partió sin ganas de volver.
–Por lo que me ha ocurrido desde entonces parece qué yo, sin darme cuenta, andaba en busca de una vida más próxima a la naturaleza, en comunidades más pequeñas, más humanas. Por eso iba hacia las montañas suecas con mis esquíes cuando conocí a mi marido.
Se irrita mucho cuando sus padres y sus ex vecinos de San Miguel le preguntan si los lapones viven en iglú, si andan sucios, si visten con pieles y sólo disfrutan la comida cuando tienen carne de foca sancochada.
Por eso cuando estuvo Chile, tiempo atrás, llegó con una caja de diapositivas. Quería mostrar los supermercados, los colegios y las policlínicas de Jokkmokk, tranquila ciudad de 9 mil habitantes donde ellos viven durante casi todo el año. También para mostrar las fotos de su esposo, de sus suegros, de su cuñado, un pastor protestante. También para mostrar el Museo de Jokkmokk, el lugar más importante de la artesanía lapóna-sueca, donde ella periódicamente hace de guía para visitantes de habla española, inglesa, francesa e italiana. (Además domina el sueco y un dialecto lapón.)
–Me siento orgullosa de ser considerada por mi familia como una lapona más. Los quiero y me quieren. A ellos, les basta que no sea nórdica para considerarme como una igual. Con los suecos los sentimientos son distintos. Durante siglos ellos les hicieron sentirse primitivos, y al lapón aún no se le quita ese sentimiento.
-¿Son nómadas todavía en su familia?
–El padre de mi suegro se crió entre los renos. Era nómada. Pero se hizo colono en ese valle embrujado. Vivía de la caza de gallinazos y alces; cargando y partiendo madera. Otros de. su familia hasta hoy andan a la siga de los renos. Muchos trabajan incluso en oficinas, pero mantienen sus animales. Se los entregan a primos o a hermanos, que los vigilan en sus migraciones periódicas.
AL RITMO DEL ROCK
A menudo María Teresa Tapia y su familia van a la casa de las montañas y pasan días gozosos en la gran pieza de los suegros, que es cocina-dormitorio principal y sala de estar, como en todas las viejas casas de colonos. Los lapones –dice- son simpáticos, alegres, conversadores, buenos para la talla de grueso calibre. Malos para pelear, malos para casarse (los hombres escogen mujer como a los 40, una sola vez y debe ser joven. Su bebida preferida es el café. Desde la Edad Media que vienen moliendo el grano en molinillos y calentando el agua en teteras que intercambiaban por pieles.
Como viven cerca de la naturaleza todo para ellos resulta natural. Desde el frío hasta el baño más o menos público de niños y adultos. A María Teresa Tapia le ha tocado ver a sus tíos políticos sacar la bañera al gran patio nevado detrás de la casa, echarle agua caliente y bañarse en ella sin remilgos ni payasadas.
-Ahora ya sé que cuando alguien saca la tina al patio hay que dejarlo tranquilo.
Cada día qué pasa, sin embargo, es uno menos que tiene la humanidad para observar las viejas costumbres laponas. Seguramente, justo con irse en siglo 20, la cultura de los hombres del frio y el reno se habrá derretido para siempre. Al ritmo del rock.
Eva Anderson Tapia será pues, una de las últimas mujeres laponas nacidas cuando esta arrinconada cultura aun resistía.
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