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Irán | El paraíso perdido de Farah Diba – Luis Alberto Ganderats
Irán | El paraíso perdido de Farah Diba

Irán
El paraíso perdido de Farah Diba

Se cumplieron cuarenta años desde que la emperatriz y el sah huyeron de Irán, iniciando un largo y degradante vagabundeo por el mundo. En París, Farah Diba acaba de celebrar sus 80 años, convertida en “reina de Instagram”… Revelamos aquí la intimidad de los palacios que ella habitó y alhajó para imitar sueños de niña, hoy abiertos a la curiosidad pública por el rígido gobierno de los ayatolás.     

TEXTO Y FOTOS: Luis Alberto Ganderats, DESDE IRÁN.

Parece que mi cerebro no está cableado para entender lo que estoy viviendo. Hace unas horas tomábamos café en los jardines del Hotel Abbasi de Isfahan cuando en la mesa de al lado se puso de pie un iraní de unos sesenta años. En un inglés a tropezones nos preguntó (y respondimos) qué fue lo que nos trajo hasta aquí. Así supo que llegamos a Irán para conocer los orígenes de casi toda la belleza de Samarcanda y Bujara, las ciudades de Uzbekistán que enamoran a los viajeros. Contamos también que cien personas nos dijeron que no hiciéramos tal, que no viniéramos a Irán, quizá porque confunden a Irán con Irak. O bien piensan que la disputa entre Estados Unidos y esta república islámica la hace insegura (como si hubiese lugar seguro en el mundo después de ISIS).

Veinte minutos más tarde, ese hombre iraní –que resultó ser un sólido  empresario—nos había presentado a su mujer, a sus hijos, a su nuera. Y porfiaba con invitarnos a comer a su casa. Tenía sus dos autos en el hotel; la casa estaba a sólo quince minutos… Nos rendimos. En caravana llegamos a su casa, y de inmediato él se perdió en las habitaciones interiores para volver al salón vistiendo lo que identificó como un pantalón de pijama. “¿Quiere ponerse uno? Es muy cómodo para sentarse y comer”.  

No, gracias.

Y al terminar la comida vino el broche de oro: su hija y su yerno no nos dejaron escapatoria: estábamos invitados a cenar al otro día en su casa… (Cena que suspendimos luego “por fuerza mayor”).

Este es otro mundo. He completado casi un mes en Irán, y han sido las semanas de viaje tal vez más extraordinarias de las que tenga memoria. Lo que no es bello, es majestuoso. Jardines y templos inimitables, mil huellas de la vieja Persia, con una historia sorprendente como la más. Pero lo insuperable de verdad es la calidez de su gente. Nosotros lo estamos viviendo  en carne propia, y lo repiten a coro los cronistas de viaje. Es el arma secreta de Irán. Al caminar entre los esqueletos de piedra de Persépolis –capital hace 2.500 años–, y por las ciudades de Shiraz, Yazd, Kermán, Kashan, y ahora Isfahan –todas milenarias–, lo que siempre me ha acompañado es una emoción nueva: comprobar que una nación entera puede ser más generosa y delicada de lo que alguna vez pude imaginar. No ha faltado día en que más de alguien no se haya acercado a ofrecernos una sonrisa, un café, una comida. Una simple foto en grupo para conservar el recuerdo.

De estos extraterrestres de la dulzura, de ese iraní entrañable y su pijama escribiré otro día.

La urgencia periodística me obliga a iniciar en Teherán mi relato de viaje por Irán. En estos días se han cumplido cuarenta años del desmoronamiento de la monarquía y del exilio del sah Mohammed Reza Phaleví, de la emperatriz Farah Diba, y de sus hijos. En enero de 1979, ellos abandonaron sigilosamente el palacio de Niavarán, camino al aeropuerto. El Sah pilotó su propio Boeing rumbo a ninguna parte, porque sus mandatarios y reyes amigos le negaron residencia permanente.

Cuarenta años están por cumplirse también del triunfo de “la revolución islámica”. Cuarenta años han pasado desde que el ayatolá  Jomeini cambió drásticamente todo. Hizo que el poder absoluto pasara directamente de manos de la monarquía a manos de Allah (a quien los ayatolás dicen obedecer y representar). El régimen represivo y corrupto del Sah fue sustituido por la severa república islámica chiíta, legitimada en su origen por un plebiscito confiable.

Hoy, sin embargo, Irán es uno de los países musulmanes más rígidos en la defensa de las enseñanzas y normas de Allah, que  –según los creyentes– el arcángel Gabriel comunicó a Mahoma.  Por eso, todas las mujeres (también las turistas), al salir a la calle deben cubrirse la cabeza con un pañuelo, esconder sus tobillos y disimular las formas de su cuerpo. Algo fuera del tiempo en la escena política internacional. En estos cuarenta años la popularidad de los ayatolas se ha ido angostado en forma visible, lo cual produce una cierta relajación de las normas que afectan a las mujeres, hoy mayoría en las universidades. Ya usan el pañuelo con descuido, y tienden a cubrirse sólo la mitad de la cabeza, o menos, especialmente en las grandes ciudades. Muchos toman alcohol en sus casas, aunque se halle prohibido. La policía encargada de vigilar el respeto de tales normas ya vigila poco. O nada.

Se respetan, eso sí, las normas en las aldeas y en el campo. Se podría apostar, sin embargo, que ese pañuelo o manto -el hiyab-  terminará siendo optativo, como lo fue antes. Y cada día serán más – ¡ya son muchos! — los que preferirán ver a su país viviendo y comerciando tranquilo con el mundo, sin enfrentarse a Estados Unidos  ni a Israel, aunque los consideren adversarios  hostiles.

Existen potentes razones para creer que el pañuelo tiene los años contados. Irán es gobernado por islamistas, pero no es un pueblo con el Corán en las manos. La mayoría no asiste habitualmente a la mezquita, no cumple con sus rezos diarios y no es llamada a la oración desde los minaretes, tal vez para evitar que quede en evidencia la escasez de fieles. La policía, naturalmente, sigue activa. Nada ocurre sin que lo sepa el Guía Supremo –sucesor de Jomeini– y su Consejo de Guardianes de la revolución islámica. Sólo el Presidente, elegido por votación universal, y que dispone de limitado poder, puede llevar al país por caminos algo más progresistas o al menos no tan intolerantes. 

En los últimos años los presidentes avanzan en dirección progresista. Se producen protestas públicas por más democracia y menos poder de la jerarquía islámica. Suele escucharse incluso el ahogado grito de algún nostálgico del Sha.

Aunque extinguida, la monarquía sigue gozando de notoria presencia física en Teherán, especialmente por sus palacios abiertos al público. Están vinculados a las últimas dinastías, la Kayan y la Pahleví. Son más de treinta mansiones reales, pabellones, chalés o templetes, agrupados en tres grandes complejos o palacios de nombres sonoros: Niavarán, Sa´d Abad y Golestán.

Hogar de la emperatriz

Cuarenta años atrás, la hija de un capitán de ejército convertida en emperatriz tuvo que huir con su marido y sus hijos, hacia un destino incierto. Pasó sus últimos minutos en Niavarán (donde ahora estamos), palacio que la acogía todo el año, salvo en verano. “Nos fuimos con lágrimas en los ojos y el firme convencimiento de que íbamos a volver más pronto que tarde”, dijo. Abandonarlo debió ser un duro trance, y se habrá hecho llaga cuando ninguno de los países cuyos reyes o presidentes habían sido recibidos con honores por el Sah, se negaron a  darle asilo o residencia permanente: ni Estados Unidos, ni Francia, ni Gran Bretaña. Los reyes derrocados debieron pasar  breves temporadas en Panamá, México, Marruecos, Bahamas, Estados Unidos. Parecían una segunda versión de Marco Polo. Razones políticas o comerciales los transformaron en nómades por un año largo año, hasta que Egipto –patria de una de una esposa anterior del Sah—le ofreció residencia y atención médica para enfrentar un agresivo cáncer linfático, que le quitaría la vida en El Cairo poco después (1980). Estados Unidos lo acogió de mala gana por menos de dos meses, y lo hizo salir para enfrentar mejor la toma de su embajada en Teherán con rehenes en su interior.

Hace algunas semanas, Farah Diba celebró sus ochenta años. Lo hizo como muy activa “reina de Instagram”, nombre que le ha dado cierta prensa europea. Subió a la web muchas fotos de su fiesta con amigos, con hijos. No estaban los dos menores. Eran depresivos y pusieron fin a sus vidas en la edad adulta. A ella le falta voz para expresar su dolor. Sus hijos y nietos viven en Estados Unidos, donde la antigua emperatriz pasa unos meses cada año. La mayor parte del tiempo se le ve en su departamento parisiense de Quai d’Orsay, con vista al Sena y al Grand Palais. No ha sufrido privaciones. El rey Pahleví tenía fuera de su país secretas propiedades inmobiliarias y depósitos en dólares, tema del cual ella se niega a hablar. Entrevistada por  Vanity Fair acepta, sin embargo, referirse a “la brutal policía secreta del Sah encargada de sofocar la disidencia política”, y que influyó en su caída. “Nunca he negado nada”, dice. “Puede ser que hicieran algunas cosas mal, sin duda. Pero Irán estaba mejor con la monarquía”.

Y sonríe sin alegría. Nunca ha podido volver a Niavarán ni pisar territorio de Irán. Pero con ocasión de su cumpleaños dice que gente a cargo de su antigua residencia le informó secretamente que sus cosas estaban bien protegidas. Y es cierto. Lo vamos comprobando al recorrer el palacio rincón tras  rincón. Se diría que Farah Diba pudiera estar oculta por ahí. Intactos vemosl su amplio dormitorio y el del Sah. El de ella tiene aroma a Chanel, con algo de rosa y azafrán. También lucen intactos sus vestidos más bellos, instalados en maniquíes, adornando su pieza-closet y otras habitaciones del palacio. Los solemnes salones parecen listos para recibir una visita real. Impecable vemos la descomunal alfombra de seda con más de cien imágenes históricas persas. Todavía cuelgan tres retratos suyos y de sus hijos mayores, hechos por Alejo Vidal-Quadras, retratista  universal de ricos y famosos, aunque el baño setentero de sus hijos luce notablemente sencillo, y en el dormitorio de una de sus hijas vemos junto a la cama peludas pantuflas rosadas.

Lo inesperado ha sido tropezarme aquí con… Santiago de Chile y el palacio Ïñiguez, la bella casona centenaria donde funciona el Café Torres, en Alameda con Dieciocho. Farah Diba no soltaba el mando cuando se trataba de compras y soluciones estéticas. Estudió en un colegio francés de Teherán y un par de años en la École spéciale d’architecture, del bulevar Raspail de Paris. Es la misma escuela privada en que se forjaron los famosos arquitectos chilenos del Palacio Íñiguez, Ricardo Larraín Bravo y Alberto Cruz  Montt (quien también creó el edificio del Club de la Unión). En esta école, Farah Diba se perfeccionó lo suficiente como para occidentalizar sus mansiones reales, obsesión compartida por  el sah, y que llevarían también a la forma de vestir, a las costumbres de las mujeres y al estilo de diversión.

Entonces, la boutique de moda de Teherán era la Number One, y el lugar más popular, Hotel Miami, donde las costumbres de Estados Unidos no eran toleradas sino fomentadas. Para los puritanos ayatolás, el Hotel Miami pudo ser La Habana de Fulgencio Batista frente a sus narices

Gracias a la riqueza del petróleo iraní, Farah Diba dispuso de millones de dólares, y si bien con dinero no pudo comprar felicidad, pudo comprar todo lo demás. Casi vació las casas de modas y anticuarios de París para “enriquecer”, supuestamente, a la vieja Persia. Una Persia –recordemos– que fue el mayor imperio universal, el que tuvo más densidad de súbditos en la historia humana, cuando aún París y Londres no existían. Quizá por eso, el orgullo iraní le ha permitido superar duras pruebas hasta hoy. Tras la caída del Sah, activistas musulmanes se tomaron la embajada de los Estados Unidos en Teherán, con cuarenta y nueve rehenes. La retuvieron  por  un año y setenta y nueve días, mientras negociaban con el gigante. Lo hicieron sin prisas. Como lo hacen hoy, cuarenta años después, cuando Trump no se conforma con forzar el desarme nuclear de los ayatolás. Quiere impedir que el régimen teocrático desarrolle cohetes defensivos, olvidando que la guerra Irán-Irak dejó un millón de muertos. Olvidando, también, que los iraníes aprendieron a utilizarlos cuando el gobierno de Washington, clandestinamente, se los vendía al Sah.

Palacio para veranear

Volvamos a Europa. Estamos ahora en el Palacio Blanco, donde Farah Diba y el Sah pasaban los meses de calor, en el norte de Teherán, refrescado por la brisa, y rodeado de un parque de trecientas hectáreas. Se trata del Complejo Sa´d Abad, que acoge dieciocho edificios de diferentes épocas (en un espacio colindante vive el actual presidente de la República Islámica de Irán). Mientras el bello Palacio Verde, del mismo complejo, pone con orgullo sus ojos en Oriente y en Persia, el palacio que habitara el Sah parece europeo desde su severa fachada de rasgos alemanes y arquitecto ruso (1932).

Junto al acceso del palacio llaman la atención dos enormes botas de metal. Es lo que quedó del monumento levantado en homenaje a Reza Sha, su padre, un tosco militar que derrocó a los reyes de la dinastía Kayan, y se auto coronó, iniciando así la dinastía Pahleví. Destronado por las potencias vencedoras de Alemania en la Segunda Guerra Mundial, por haber colaborado con los nazis, lo sucedió su hijo adolescente, Mohammed Reza, que reinaría por 38 años, secundado por Farah Diba.

Recorriendo el interior del palacio (vagamente iraní y bizantino, de cinco mil  metros cuadrados), vemos una inmensa mayoría de cortinajes, lámparas, tapices, muebles y piezas de colección traídas o copiadas de Francia y otros países de Europa. Sólo se salvan las alfombras persas, los pisos de mármol y el decorado.

En una gran sala nos recibe la pareja real representada en bustos de bronce. Visitamos el elegante “dormitorio de día”, usado por el Sah para su siesta, inspirado en la alcoba de Josefina, la mujer de Napoleón. Notorios son los muebles estilo Luis XV, un escritorio de María Antonieta y el piano de un zar de Rusia. Son realmente de gala sus comedores con la mesa puesta, donde brillan la loza Rozental, con ribetes de oro, y la cristalería de Bohemia. También las habitaciones con cortinaje y ropa de cama elaboradas por Christian Dior, y las puertas de salones que parecen de Versalles, cubiertas con polvo de oro. La bella sala de trabajo del Sah pone de relieve su explicable amor propio: sobre el escritorio se destaca, en metal, una gran imagen suya montando su caballo.

Lo iraní sólo se salva en el segundo piso. Las grandes claraboyas están bellamente decoradas con murales de la mitología persa.

Golestan, la reina ausente

Pocas huellas del Sha hay en el hermoso palacio real de Golestan, en el antiguo centro de Teherán, iniciado hace cuatro siglos. Sólo vemos la imagen de un hombre sentado en trono de madera tallada y dorada, bajo deslumbrantes cielos cubiertos de espejos, al igual que los muros. Ese hombre puede ser su padre. Muchos otros espacios de Golestán hacen uso magistral  de la decoración con espejos. Nos encandilan a todos, y en especial a los iraníes, que llegan silenciosos, con incontenible curiosidad, a todos estos palacios llenos de intrigas convertidos en museos.

UNESCO dice que Golestán ha servido de inspiración para los artistas y arquitectos iraníes hasta el día de hoy. Se juntan en él los valores de la Persia antigua con los actos contemporáneos de Occidente en las artes y la arquitectura. El palacio expresa muy bien ese período de transición hacia la modernidad. Su trono de mármol, las exquisitas decoraciones de azulejos y los enormes salones ceremoniales iluminados con lámparas de infinitos brazos  resultan tan admirables como los jardines, lo cual no es raro: estamos en el Palacio de las Flores, que eso significa Golestán.

Pero aquí no podemos imaginar a una Farah Diba oculta entre cortinajes o  murmurando tras un biombo barroco. Algunos visitantes la echan de menos, y lamentarán su ausencia. Pero si se lo proponen podrán  encontrarla varias veces al año en Vanity Fair, y cada día en www.farahpahlavi.org. y en Instagram:   www.instagram.com/queen_farah_diba/?hl=es. Comprobarán –aliviados– que ella no lo pasa mal. Sabemos que París es la única ciudad del mundo donde morirse de hambre es considerado un arte; pero Farah Diba admite que no ha conocido la miseria de ser pobre. Y aún le quedan dólares que le permiten vivir como “su majestad imperial la reina Farah Diba”, como ella se hace llamar en su página digital, animando el inagotable catálogo humano de las fantasías.   

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