Inle, el lago de los extasiados
Es una comarca de aguas donde flotan las islas, flotan los templos y los monjes mendicantes; hasta las almas de sus habitantes parecen flotar también. Son seres alegres y mansos. En el lago y su entorno cercano es posible visitar más de 10 mil pagodas y deslumbrarnos con fiestas que duran tres semanas. Este rincón del Sudeste Asiático nos amenaza con provocarnos el Síndrome del Viajero Extasiado. ¡Que nadie se descuide!
TEXTO Y FOTOS: Luis Alberto Ganderats, DESDE MYANMAR.Lo más simple es decir lo que siento: estoy viviendo algunos de los días más dulces de que tengo memoria. No es que haya cumplido un sueño al conocer este lago de Myanmar, y que eso influya en mi ánimo. Nada de eso. Hasta hace poco ni siquiera sabía que existía el Inle. Los lagos con que soñaba ya los navegué y me gustaron tanto como el manjar. Este has sido manjar de dioses. Ando casi sin pestañear, con los oídos alerta y la cabeza un poco inclinada. Me he sorprendido varias veces como un niño, con la boca a medio cerrar. El diagnóstico es claro y no existe medicina conocida: sufro del Síndrome del Viajero Extasiado.
–Esto es como un flechazo –, le digo a Sactchi, mi acompañante. Pertenece a la tribu intha, los hijos del lago Inle, cuyo origen se desconoce. La menuda Sactchi se entusiasma con mi entusiasmo, pero no entiende eso del flechazo.
Tampoco lo entiendo, porque no entender es la condición natural del extasiado. Se diría que el lago entero, en sus 22 kilómetros de largo, estuviera bajo una esfera de cristal capaz de bloquear toda vibración negativa del exterior. Sobre sus aguas el cuerpo se relaja, la mente pareciera expandirse.
Algunas de lo que he visto aquí influyen en este placer intenso. Eso es natural. Pero aún sus cosas extraordinarias no parecen razón suficiente para el éxtasis. Por ejemplo, que los niños de dos años se asomen en las puertas o ventanas de sus casas, y que con sus brazos en alto, abriendo y cerrando sus manitos –sin pedir nada— saluden al que pasa, y sonrían a la cámara con una dulzura no fingida (y siguen sonriendo hasta que el visitante desaparece).
La clave de Inle parece ser el talante de su gente, su ternura de buena ley, que desarma.
Ellos son habitantes de aldeas poco comunes en el mundo. Hay en el Inle unas 50 comunidades que van desde 500 a 2.000 personas. Habitan muchas islitas artificiales unidas entre ellas por frágiles puentes de caña y madera. Están montadas sobre pilotes, como los palafitos de Chiloé. Campesinos y pescadores forman la mayoría. Pero hay muchos tejedores. En el pueblo de Inpan Kone producen telas finísimas hechas de fibras del loto rojo, más caras que la seda natural. Es una técnica que nació para cubrir las más importantes imágenes de Buda con un manto. Son de color oro viejo y se usan durante los meses de la Cuaresma. Deben ser tejidos a lo largo de una noche de luna. Algunos mantos son donados ahora a grandes sacerdotes, y en el 2014 –con el turismo–, las cooperativas de tejedores producen textiles de loto para tentar a millonarios exquisitos.
He pasado largo rato en In Pan Khon observando cómo de los tallos del loto, cortados en trozos de 10 centímetros, se extraen fibras transparentes que son estiradas como una telaraña. Terminan tejidas igual que las fibras del gusano de seda, en un proceso largo, paciente, hasta producir telas infinitamente suaves y resistentes.
EXIJO UNA EXPLICACION
Ver el proceso de las telas de loto, con la música de fondo de los mil telares de In Pan Khon, es asistir a un milagro. Pero hay en estas islas birmanas expresiones tal vez aún más admirables del ingenio humano. Mi acompañante intha sonríe en silencio cuando yo procuro entender lo que veo en las siembras dentro del lago. Las pequeñas islas están llenas de plantas de tomates que crecen hacia al cielo abrazadas a sus palos tutores. Lo raro, es que esas mismas islas están llenas de largas cañas de bambú que sobresalen uno o dos metros de las siembras, pero los tomates y otras plantas trepadoras no suben por ellos. Están siempre desnudos. Y en la mayoría de las islas con cultivos no hay siquiera plantas trepadoras, pero igual abundan estas cañas de bambú sin orden que podamos entender.
Sactchi sigue tomando con humor mis gestos de sorpresa, pues no logro entender esa multitud de palos parados. ¡Exijo una explicación! Y la explicación que finalmente me da no hace sino subrayar el carácter extraño de este lago. Dice que son islas flotantes inventadas por padres y abuelos. Primero se draga el fondo del lago –que es poco profundo–, sacando restos vegetales y llenando botes hasta rebosar. Luego en un borde del lago es mezclado el barro con infinitos jacintos de agua (originarios del Amazonas y otras partes de Sudamérica, aquí convertidos en plaga). También se agregan raíces de nenúfares, que están hechas para flotar. Luego de secar esa mezcla, los campesinos la devuelven al lago en tiras de hasta 100 metros de largo y tres de ancho, para cultivar sobre ellas grandes masas de flores, tomates, berenjenas, repollos y otras verduras. Han construido así vergeles hidropónicos quedan cuatro o cinco cosechas al año. Su alimento diario consiste básicamente de verduras, carpas capturadas en el lago y el arroz que siembran en tierra firme y en muchas islas flotantes.
Pero los campesinos advirtieron que las islas artificiales eran arrastradas por las marejadas o el diluvio del monzón. Entonces, hace 50 años descubrieron un truco: sujetan las islas clavándolas al lecho del lago con largas cañas de bambú. Si deciden cambiar de lugar a cualquiera de ellas, simplemente desclavan los bambúes y la hacen navegar lentamente hasta el lugar que desean, y le vuelven a poner estas “anclas” vegetales hasta dejarla inmóvil otra vez.
TODOS A FLOTAR
Visto una vez, este erizado paisaje de los huertos de Inle no se olvida. “Un lugar llamado nada”, le puso por nombre Amy Tan a su novela superventa sobre el Inle. Pero podría llamarse “El lugar que flota”. Aquí flotan los huertos, los mercados, la movilización. Flotan los monjes mendicantes en sus botes. Y parecen flotar, montadas en pilotes, las casas, los templos, los Budas… Ahora nuestro ánimo anda flotando.
Un tercio del lago ya se encuentra cubierto de estos huertos, y miles son los que viven en palafitos, donde montan sus talleres, sus pequeñas industrias, tiendas, hoteles, restaurantes y pensiones. Hoy está prohibido crear más huertos sobre el lago, y el gobierno acaba de despejar una extensa área en las faldas de varias colinas, y ahí está naciendo el pueblo turístico de Phayaphyu, para quitarle presión al lago.
Cada familia de Inle tiene uno o dos botes. Por eso, el tránsito acuático se convierte a ratos en una multitud flotante. Abundan las embarcaciones larguísimas, estrechas y planas, propulsadas por motores diésel fuera de borda, de pata larga. Avanzan con las hélices apenas metidas bajo el agua, lo que producen un sonido inconfundible y una nube de gotas blancas, con aspecto de pequeña tromba. Estos botes, llamados hlé en Inle, cuestan dos mil dólares, sin motor. Sirven por 30 años. Tres o cuatro carpinteros de bahía trabajan 20 días en su construcción. Solo se usan en los trayectos largos.
Para la pesca y el transporte de mercaderías livianas, los habitantes de Inle han creado un personaje que asombra a todos, y es el símbolo del lago: en vez de usar las manos, para remar abraza el remo con una pierna, lo afirma con el talón, y así navega en silencio, haciendo auténticos prodigios de equilibrio con la pierna que lo afirma. Teniendo sus dos manos libres puede pescar mejor. Usa una curiosa red en forma de cono, con estructura de bambú. La mueve bajo el agua de un modo parecido como un cazador de mariposas maneja su red en el aire. A veces usa una red convencional, y atrae a los peces golpeando las aguas con un remo o un grueso coligüe, agarrado a dos manos.
Muchos de esos pescados son vendidos en los llamados “mercados de cada cinco días”. Se instalan, por turnos, en cinco lugares seleccionados, sobre botes o sobre la tierra. En él ofrecen sus productos los nativos de las 30 tribus de las colinas. Sin proponérselo, por sus tan distintas formas de vestir montan un verdadero espectáculo étnico, una fiesta para antropólogos y fotógrafos.
BUDA TAMBIEN SONRÍE
Supe que llegaba a una sociedad esencialmente campesina desde que nuestro Air Bagan–uno del centenar de aviones Fokker 100 que sigue volando en el mundo–, aterrizó en el pequeño y moderno aeropuerto de Heho (“jehju” lo pronuncian los birmanos). Significa “mercado de vacas” y se encuentra a 35 kilómetros del lago. Durante la segunda guerra mundial, sirvió de base para los Aliados y también a los japoneses. Aún se observan los efectos de los bombardeos de hace casi 70 años. (En esos largos años –desde 1885 a 1948—Birmania fue colonia británica). Queda dicho que Inle es campesina, pero falta decir que es profundamente budista y animista a la vez. El carácter extraordinario de su gente lo aporta en especial la filosofía pacifista del budismo theravada, distante de la ambición desmedida, de la avidez y de toda discordia evitable. Procuran vivir en permanente adhesión a la filosofía de su maestro.
Más del 10 por ciento de su población llena los monasterios, viste los trajes naranja de los monjes rapados y durante tres semanas celebran la fiesta de la pagoda madre, la Hpaung Dwa Oo. Las aguas del lago se llenan de enormes barcos con la imagen de pájaros dorados y se realizan competencias de cientos de embarcaciones con hombres que reman con los pies.
Un símbolo del carácter afable es la propia imagen de los Budas shan que se veneran en la pagoda Nga Phe Chaung. Ajenos a la influencia de los Budas de la India y de otras partes del mundo, aquí manda la sonrisa o al menos el gesto apacible.
MUJERES, ABSTENERSE
Centro de la fiesta es la pagoda madre, que destaca por su gran tamaño, no por su gracia. También sobresale por mantener los privilegios del varón. En el centro se veneran cuatro pequeñas imágenes de Buda cubiertas de láminas de oro, de tantas láminas acumuladas por dos siglos, que hoy parecen cuatro balones de oro. Para la gran fiesta, esas imágenes son paseadas por las villasy templos en una teatral regata sobre esos barcos-pájaro, el Karawaik.
Nos acercamos a mirarlas y a fotografiarlas de cerca. Son una auténtica rareza. Tres o cuatro fieles hacen cola para agregarle aún más láminas de oro. Todos varones, porque en el lugar hay varios letreros que advierten: Ladies are prohibited . Por ser impuras… las mujeres no pueden ni acercarse, salvo –por instantes– el día de inicio de la gran fiesta, cuando las cuatro imágenes salen a recorrer los templos. Esta se celebra a fines de septiembre-principios de octubre, correspondiente al mes lunar de Thadingyut. Es la mejor época (también la más cara) para visitar el lago.
Gracias a la luna, he llegado en temporada baja. Ayer aterricé de madrugada en el aeropuerto de Heho, a 650 kilómetros de la antigua capital birmana, Yangón. Antes de embarcarme en un bote a motor que me trajo por un río y luego por la orilla del lago hasta el Princess Resort, supe que estaba entrando a un mundo tan amable como ajeno. Nos detuvimos en el monasterio de Yan Pyai Shwe, montado sobre pilotes, y de intenso color terracota. Es una de las muestras más puras de la arquitectura del Estado Shan. Varios monjes –algunos todavía niños— se asomaban por las ventanas ovaladas, como invitando a ingresar. En la penumbra interior vi mosaicos en vidrio y dorado y antiguas imágenes de Buda. Un monje me habló de los circuitos para ciclistas y otro de los cajeros automáticos que ya llegaron a este desperdigado pueblo, llamado Nyaung Shwe. Aquí aloja la mayoría de los visitantes del lago que buscan alojamiento barato. Escuché en silencio el comentario de los monjes. Me interesaron poco. Quería ir corriendo a navegar el lago y sus ríos.
LA SEÑORA PA-O
Es lo que hago ahora. Voy por un río angosto rumbo a uno de los mercados y sitios arqueológicos más antiguos de Inle, el de Indeín. En las orillas chapotean los búfalos de agua, refrescándose mientras sus dueños almuerzan. Cientos de mujeres lavan ropa encuclilladas junto a las aguas. Otras conversan sin parar (ninguna quiere lavadora automática, que la alejaría de sus vecinas). La gente navega en embarcaciones de todos los tamaños, algunas poco más grandes que una batea. Junto a Aung Mingalar, un recinto sagrado con cientos de pagodas blancas y doradas, un campesino maneja el arado con la ayuda de un búfalo. Una niña monta un cebú de enorme joroba sobre los hombros, y su padre, un búfalo de agua. Otro campesino camina con la clásica vara de balancín, de cuyos extremos cuelgan recipientes para líquidos o sólidos. Aquí le llaman htan-poo. Lo que veo parece la imagen en sepia de una vieja fotografía puesta en movimiento.
A medida que nos acercamos al mercado, las embarcaciones con turistas y vendedores han ido formando una especie de lenta procesión. Las ventas se hacen aquí en tierra firme, a orillas del río. Vendedoras de las colinas y compradoras de la selva y aldeas van dando forma, con sus trajes, a un espectáculo teatral, a una improbable fiesta oriental de disfraces.
Al recorrer el mercado, con una guía mínima, es posible identificar fácilmente a las jóvenes mujeres palaung. Llevan pompones en el adorno de su cabeza, y cestas sobre la espalda colgando de la frente. Las padaung o mujeres-jirafa son más reconocibles por sus cuellos, pantorrillas y antebrazos cubiertos de anillos de bronce. Las pa-o,en cambio, tal como las mujeres mapuches campesinas, llevan a sus críos a la espalda, visten de negro y azul, con turbantes de telas que parecen toallas. Las mujeres taungyo se reconocen porque cargan cestos de mimbre sobre la cabeza. Los más antiguos habitantes de Inle, los intha no siempre cubren su cabeza. Dependiendo del tiempo, los varones llevan frescas faldas amarradas en la cintura, que llaman pasos, pero que son los tradicionales sarongs. Los usan con blusa de media manga y ojotas. Si hace menos calor prefieren un pantalón, camisa de cuello cerrado y mangas largas. Las nativas de Inle, las mujeres intha, usan preferentemente turbante escocés rojinegro y blusa blanca.
Le pido a una mujer pa-o que me explique cómo se pone el pañuelo en su cabeza, y no termino de hablar cuando se lo ha sacado y vuelto a poner, riendo con sus vecinas, por dejar al descubierto sus tupidas canas. Intento darle unas monedas, y las rechaza con un gesto simpático. Le muestro las fotos que le he tomado, y se ríe con todas sus ganas, sin esconder su dentadura, que no sabe de implantólogos ni de dudosos blanqueadores.
10 MIL ESTUPAS Y PAGODAS
Esa es la respuesta simpática que he recibido siempre de los vecinos del lago. Dejo el mercado para seguir a un vecino sitio cercano junto a la vieja pagoda de Indein. Avanzo por un largo camino escalonado, bajo un techo sujeto por más de 400 columnas blancas, donde muchos artesanos venden excelentes artesanías y obras de arte. De a poco, a la derecha del camino empieza a aparecer un millar de estupas y otras construcciones muy antiguas, dañadas por dos recientes terremotos. La vegetación invade todo, y a ratos tritura las construcciones como antes lo hizo en Angkor Wat.
El conjunto tiene un valor cultural incalculable, pero no hay quien vigile la entrada. Es tierra de nadie. De día y de noche. Algunos cientos de preciosas estupas, altas como pinos y blancas como leche (alguna color oro), han sido apadrinadas por donantes voluntarios, pero fueron ellos los que decidieron de qué modo restaurarlas y pintarlas.
Mejor suerte ha corrido Kakku, un conjunto de ¡2.500! estupas y pagodas, que pertenecen al pueblo pa-o. Se ven sanas. Pero la restauración y renovación “apadrinada” le resta un poco el mérito de lo antiguo. Muchas ocultan su edad. Los extranjeros estuvieron ausentes por muchos siglos, hasta hace una década. Las visitas siguen siendo vigiladas y restringidas. Y la guerrilla aún se mueve por el vecindario. Kakku está a 40 kilómetros al sur de Taunggyi, la capital del Estado Shan, en las alturas del lago Inle. Para ir desde la capital del Estado Shan hay que pagar 40 dólares en tour, 35 en taxi.
En medio de esas miles de estupas y pagodas, casi todas ordenadas rigurosamente como ejército en parada militar, existe una flamante imagen en blanco y dorado de un Buda muerto. Es única en mundo, al parecer, pero no tiene otro mérito. Más puras se mantienen las ¡8 mil! imágenes de Buda en otro lugar próximo a Inle. Habitan una cueva caliza de Pindaya, cerca de la localidad de Aunban. Otras dos cuevas vecinas, siguen cerradas. Tal vez prometen nuevos asombros al viajero. Por estos días he registrado miles y miles de pagodas y estupas. Todas en apenas tres o cuatro lugares del vecindario. Si a ellas el viajero agrega la dulzura y la abundancia de etnias de las que sabemos poco o nada, el mundo del lago Inle ocupará por siempre el espacio más protegido de su memoria.
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