Había una vez… en Shiraz
Quisiéramos haber sido testigos de los hechos ocurridos aquí para relatarlos, sin pausa, como en Las Mil y Una Noches. Convertirnos en ese ser imposible que empieza diciendo “Había una vez….”. Son varios los milenios de historias que se agitan en la región iraní de Fars, cuya cabeza histórica es Shiraz. Se llega a pensar que al doblar cualquier esquina podremos encontrarnos con Adán y Eva, pues la palabra “Paraíso” es creación persa.
TEXTO Y FOTOS: Luis Alberto Ganderats, DESDE IRÁN.La droga te buelbe vruto, decía una advertencia que leí un día, no recuerdo dónde. Pero
lo que nadie nos advirtió es que visitar Irán también puede bolbernos vrutos. Hace que nos sintamos analfabetos al examinar su inacabable historia, su arte enriquecido con el de los pueblos vasallos, sus bruscas mudanzas religiosas. También su política. Se hace escasa nuestra capacidad para entender graves conflictos de hoy por lo ocurrido hace 14 siglos con los herederos de Mahoma.
¿Sabe el loco que está loco? ¿O es que nosotros estamos poco finos de la cabeza?
Pero olvidémonos de eso. Veamos la ciudad de Shiraz, a la cual hemos llegado. Se encuentra a tiro de honda del explosivo Golfo Pérsico. Pero no es este nombre en español el que nos desordena el naipe. Es el nombre en árabe del Golfo Pérsico: Khalij-e Fars. Golfo de Fars o Pars. Lo que produce vértigo es Pars. Nos lleva volando hacia atrás en la historia humana. En la sureña Pars los persas dejaron su nombre, porque en ella floreció la trascendental tribu nómade cuya cultura no solo influiría en sus extensos imperios —desde Mesopotamia a Egipto—, sino sobre Europa occidental, África, India y China, y jugaría un papel fundamental en la formación del arte medieval europeo y asiático. Es más, el belga Franz Cumont, estudioso de las religiones, afirmó que hasta “el reino de Dios, en la tradición cristiana, es una reproducción de la corte del rey de Persia”.
Shiraz y Pars nos llevan muy atrás. Llegamos hasta el legendario reino de Elam, en cuyas inscripciones de unos cuatro mil años ya se habla de Tirazis, que es Shiraz, con su nombre original ahora deformado. Se supone que esta región tuvo intercambios con sus vecinos de la recién descubierta civilización de Jiroft, surgida hace algo menos de 5 mil años. El yacimiento arqueológico se encuentra a medio camino entre la ciudad iraní de Kermán y el estrecho de Ormuz. Jiroft, al parecer, vendía hermosas vasijas a los sumerios, que inauguraron la civilización humana en Mesopotamia. Habrían sido, por lo tanto, contemporáneos. Jiroft habría sido otro centro civilizatorio. Así lo propone el arqueólogo iraní Yousef Madjidzadeh, estudioso de la cultura mesopotámica, jefe de las excavaciones iniciadas hace 19 años. Algunos teóricos especulan que lo descubierto en Jiroft es la mítica ciudad perdida de Aratta. Pero falta mucho por investigar.
Así de lejos nos lleva la memoria de la provincia de Pars y de Shiraz, su capital. A Pars (de Pars viene “persa”) pertenecen también Pasargada y Persépolis (“ciudad de los persas”), que fueron magníficas capitales del imperio muchos siglos antes de Cristo. El imperio desapareció y —duro de matar— renació siglos más tarde, varias veces. Pero Shiraz nunca ha dejado de existir. Supo aceptar y manipular a los invasores. Eso le ha hecho conocer hambre y martirio. Falta voz para explicar tanto dolor: hambrunas hasta con 100 mil muertos, pestes, guerras, terremotos, rivalidades dinásticas, invasiones, vasallajes y muchas otras calamidades hicieron que en el último milenio la ciudad llegara a tener solo 50 mil habitantes, la cuarta parte de épocas anteriores. Bajo el dominio de los musulmanes, a partir del siglo VII, durante dos siglos, fue sede de los gobernadores de Pars. Cuando Tamerlán la conquista a fines del siglo XIV, ya era un centro islámico que rivalizaba con la poderosa Bagdad. Pero en seguida se supera a sí misma y alcanza su apogeo como gran centro de enseñanza y foco de creación artística en arquitectura, pintura, literatura, caligrafía. Y vuelve a retroceder en siglos siguientes. Floreció otra vez en el siglo XVIII cuando se convirtió en capital del Imperio Persa, por decisión del fundador de la dinastía zad, Karim Khan Zad. A ese hombre le debe buena parte de lo que es hoy. En menos de medio siglo hizo una ciudad satisfecha de sí misma. En un restaurante vemos un letrero con el cual tomarse fotos. Dice “Sonría, está en Shiraz”. Sonreímos. Pero otros no sonríen cuando le dicen que no puede tomar vino Shiraz, ni otro alcohol, en todo Irán.
De la arquitectura que ha sobrevivido al paso del tiempo destaca su Mezquita del Viernes, fundada en el siglo XI. Ahora estamos en un santuario del siglo XII. Se le llama Aramgh-e Sha-e Che-rag. Resulta simplemente hipnótico en la noche con su soberbia mezquita iluminada. Cientos de peregrinos se postran en un gran patio. Es donde hace casi doce siglos fue enterrado un mártir del islamismo chiíta, Ahmad ibn Imam Musa al-Kazim. Se le llama Rey de la Luz porque había muerto asesinado por adversarios religiosos, y siglos después se encontró su tumba gracias a que de ella emanaba luz. Eso dicen. Le consideran el tercer lugar más importante del Irán chiíta, después de las ciudades santas de Qom y Mashhad.
Y al igual que en Mashhad, cuyo nombre significa martirio, en este santuario de Shiraz es el martirio lo que manda. No es difícil visitar la mezquita y el museo del santuario, pero —siendo extranjero y no chiíta— hay que tener suerte para poder entrar a su lugar más sagrado: el mausoleo donde se conservan los restos del mártir Rey de la Luz. Las mujeres no pueden entrar al sector de hombres. Sin embargo, por intercesión de nuestro amigo iraní Mirshams Moghadam, se autoriza el ingreso de una arquitecta viñamarina que nos acompaña. Un extraordinario privilegio, pero con algún costo: casi desaparece debajo de una especie de hábito de popelina color té con leche. Estampado con flores. Profusamente. Con extrañeza la observan los hombres chiítas. Nosotros, con media sonrisa. Ella, que es iluminadora de oficio y amante de todo lo persa, no hace más que disfrutar. Es un lugar donde los devotos de Alá oran. Aunque tiene más protagonismo la luz que el propio Rey de la Luz. Es un espacio cuyos bóvedas y hasta el último rincón de ventanas y puertas están tapizados con millones de pequeños cristales venecianos. Las luces de grandes lámparas colgantes se multiplican por mil al chocar contra la multitud de cristales.
Confusión y admiración —por partes iguales— nos produce el fervor de los fieles. Besan las celosías de plata que forman el enrejado protector de la tumba del mártir, al que se le atribuyen cualidades sanadoras milagrosas. El nicho se halla dentro de un arca iluminada, alta y ancha. Le llama Imamzadeh (“descendencia”). Es nombre tanto para la tumba como para el sepultado en ella, siempre descendiente de algún imán, jefe supremo de la comunidad chiíta.
Artesanía para fetichistas
A la mañana siguiente nos tropezamos con la ciudadela del khan Karim Zand, en el centro de Shiraz. Parece una fortaleza medieval, aunque tiene solo 250 años. Karim, miembro de la tribu kurda zand y fundador de su dinastía, construyó la ciudadela para vivir y reinar sobre gran parte de Persia. Es lo que hizo durante la segunda mitad del siglo XVIII, negándose, eso sí, a llamarse rey o emperador. Prefirió el nombre de regente. Se le dice vakil en persa, y es propio de quien gobierna por cuenta de otro. Por eso la palabra vakil está en el nombre de muchas obras notables: mezquitas, bazares, baños públicos. Fue un gobernante culto que apoyó el arte y la poesía. La gente no lo olvida.
Hoy, los artesanos mantienen su histórica categoría en un sector de la ciudadela. Trabajan a la vista del visitante. Pacientes, minuciosos. Algunos utilizan tinta china, caligrafía árabe y láminas de oro sobre fondo negro. Con estos elementos dan forma a exquisitas figuras de monjes giradores y otros personajes simbólicos de la cultura del Oriente Medio, que luego enmarcan con delicadeza. También producen marquetería. Este arte en madera, oro, plata y paciencia, se viene practicando en Irán desde los sasánidas, siglos antes de Cristo. No se hallan mejores en Irán ni en el Medio Oriente. Por eso, Shiraz acaba de ser nombrada Ciudad Creativa de la Unesco y ocupa el tercer lugar del mundo en la diversidad de formas y la calidad de sus creaciones artesanales, que están sometidas a control para evitar falsificaciones. Un secreto reino para los idólatras de objetos adquiridos en viaje.
Arte de acoger y recitar
“En el mundo, los hombres no lloran al escuchar poesía. Solo me ha tocado verlo en Irán”, nos dijo una aguda viajera solitaria mientras esperábamos visitar al Rey de la Luz. Y no me sorprendió. Hemos sido testigos y beneficiarios de su sensibilidad. Este pueblo descendiente de quienes vencieron al Imperio Romano y a los griegos (y también fueron vencidos por ellos), hace cada día una demostración de que es muy distinto a otros. Irán tiene muchos patrimonios materiales e inmateriales reconocidos por Unesco. Falta crear uno especial. Es el que más merece: el Patrimonio de la Hospitalidad. No hemos conocido un pueblo igual. El arte de acoger es su arte mayor.
Su otra rareza es la pasión por los jardines y la poesía. Se dice que en todo hogar iraní hay un Corán y un libro de Hafez, el poeta celestial, místico sufí, publicado dos siglos antes que Don Quijote. Otros adoran al poeta Saadi de Shiraz, cuya obra fue escrita doscientos años antes que la de Hafez. Espectáculos casi surrealistas nos reciben al visitar sus tumbas rodeadas de jardines. Se encuentran en sectores distintos, pero no lejanos uno del otro. Sus sepulcros descansan en verdaderos santuarios. Cientos de personas llegan portando flores y libros. Leen versos en farsi, “lengua nacida para la poesía”. Depositan rosas.
Amantes de predecir el futuro han aprendido a abrir al azar los libros de Hafez o Saadi para interpretar el texto que encuentran. Ellos dicen conocer secretas tradiciones predictivas. Hafez fue admirado por Nietzsche, García Lorca y… Sherlock Holmes. Es el autor de un poema entrañable, No te aflijas, que se puede leer y escuchar en sitios electrónicos. Poeta pop.
Más lejos ha llegado Saadi. Se le venera diciendo que “su obra es un milagro y el milagro es la prueba de la santidad”. Hace siglos que sus obras Gulistán y Bostan se estudian y plagian en Occidente. La puerta del edificio de la ONU en Nueva York está adornada con su poema Los niños de Adán:
“Todos los hijos de Adán son parte unos de otros,
Cada uno de la misma sustancia que su hermano.
Así que mientras un miembro sufre dolores y pena,
Los otros miembros no pueden ganar alivio.
Si no sientes compasión por el dolor humano,
El nombre de humano no puedes tener”.
Saadi, incansable caminador del mundo —se le ha comparado con su contemporáneo Marco Polo—, no entiende al hombre que no viaja. En su Gulistán le provoca: “Mientras te quedas como secuestrado en tu tienda o en tu casa, nunca ¡oh! hombre vano, serás un hombre. Sal y recorre el mundo antes de que llegue el día fatal en que habrás de dejarlo”.
En el corazón que late
Seguimos viajando por Shiraz. Larga se nos ha hecho la espera para llegar al bazar, un hermoso “corazón que late” en medio de la ciudad. Como casi todos los bazares famosos de esta parte de Medio Oriente, tiene orígenes inmemoriales. El primer antecedente conocido nos lleva mil años atrás. Pero puede haber una historia muy anterior de la que no existe registro. La palabra bazar es persa, y el bazar habría nacido hace unos tres mil años. Entonces, se puede suponer que nació en esta región de Pars, la cuna persa, o no muy lejos de aquí.
En lo que sí hay certeza es que el Bazar-e Vakil —al que llegamos por fin— nació ayer no más, en los años finales del 1700. Fue añadido a un área de viejos bazares, templos y baños que aún no ha desaparecido del todo. Y luego se agregó otro, casi pegado a este, dedicado a artesanías, el Saraye Moshir, que antes fue refugio de caravanas. Entramos con el entusiasmo propio de quienes idolatramos ciertos objetos. Objetos que de sencillos solo tienen la apariencia. “Algo nos espera” sentimos al entrar al bazar. Ese algo deberá acompañarnos por siempre.
No será fácil escoger ese algo.
En los bazares de Irán podemos entrar desnudos y salir vestidos como príncipes orientales. Y con bolsillos profundos para proteger pequeños objetos que brillen como el sol o tengan la dulzura del ruiseñor, que aquí canta tan bien como los poetas. Vemos guirnaldas de todos los colores. Artesanías de plata y de cobre. Harinas blancas, rojas, amarillas; una explosión de olores y colores. Salam, salam saluda una chica que ofrece un narguilé o una máquina de coser digna del museo de Singer. En una vitrina descansa una bella bandada de chunchos de porcelana. Alfombrero nos ofrece “una persa”, y el frutero ofrece granadas rojas, gigantes, que también parecen de porcelana. Por tener quinientas pepas son símbolos de la fertilidad.
Mirando granadas, telas, collares, banderas, platos de porcelana y viejas ediciones se nos pasan las horas, y seguimos sin saber qué escoger. “Mañana volvemos”.
Es que ahora nos esperan los relajantes jardines de Eram, y especialmente algo raro…
Rezándole al arco iris
Shiraz tiene una sala de oración donde orar no es lo recomendable para el viajero (ni para nadie). La recomendación es ir muy temprano a la mezquita Nasir Al-Molk, preguntar por la Sala de Oración, y al entrar sabrá en un segundo lo que tiene que hacer. Debe cerrar la boca. Agarrar rápidamente la máquina fotográfica o el celular. Luego caminar de allá para acá. De acá para allá. Darse mil vueltas por la gran sala. Y por sobre el suelo. Como si le persiguiera una nube de abejas. Cansa la cosa. Pero no hay lugar mejor para conseguir que los amigos nos consideren artistas de la fotografía.
Después de eso será el momento de ir a orar (a Alá) para agradecer el milagro.
El que permite el milagro fue un arquitecto iraní con aguda intuición cromática que tuvo la idea de instalar seis vitrales a nivel de piso, en vez de llevarlos cerca de las nubes, como en el gótico. En las primeras horas del día (hasta casi las 11 de la mañana), la luz del sol arma un escándalo de colores de los mil demonios en la sala de oración. Violetas, amarillos, fucsias, púrpuras, verdes. Se saturan las alfombras persas, parecen danzar las bellas columnas de piedra talladas, las cúpulas y arcos esmaltados. Hay muchos reflejos con forma de rosas, flores que produce Shiraz. Por eso se ha ganado el nombre de Mezquita Rosa.
Llegan tours de novias japonesas antes de casarse. Vienen cubiertas de tules blancos. Son fotografiadas en actitud meditativa. Como ellas saben hacerlo, gracias al zen. Bañadas en color, sus suaves sonrisas parecen promesa del paraíso perdido.
¿Y el resultado?
Casi no nos atrevemos a describirlo. Miedo al resbalón. A caer en la cursilería. Pero algo debemos decir. El resultado, bueno, digamos, nos pareció sublime, excelso, maravilloso, glorioso, espléndido y encantador…
¡¿Y qué?!
Shiraz merece el sacrificio. Ahora falta seguir el camino que hacen todos los que pasan por esta ciudad. Pero otro día hablaremos de eso. Hablaremos de Pasargada, la ciudad imperial, levantada en Pars. Hablaremos de Naqsh-e Rostam, soberbios nichos reales tallados en roca. También de la cercana Persépolis, obra maestra del Imperio Persa incendiada por Alejandro Magno. Y pisaremos el escenario de la última gran fiesta del sha Phaleví. Para celebrar los 2.500 años del Imperio Persa y obedecer a su propio endiosamiento, recibió con una flota de Rolls Royce a líderes y monarcas de todo el mundo, que alojaron en suntuosas casas-carpas junto a Persépolis. El restaurante Maxim de París sirvió lo suyo y Farah Diba se hizo emperatriz con corona de diamantes creada por Van Cleef & Arpels.
La fiesta “más extravagante de la historia moderna”, sumada a su visión política a ras de suelo, le costó un imperio al Sah. Y fue reemplazado por los todopoderosos ayatolás. Hasta hoy.
Iran-Shiraz