¿Ha visto un fenicio por ahí?
Sonreír, poner cara de inocentes. Es la fórmula justa cuando escuchamos decir a nuestros vecinos que los chilenos somos los fenicios de Sudamérica. Ya veremos por qué. Todos los pliegos antiguos que se conservan fueron escritos por sus adversarios o por sus socios; ninguno por ellos mismos. Los papiros fenicios se hicieron polvo, y entonces al dudoso juicio ajeno apenas podemos sumar un puñado de rastros arqueológicos, algunas ciudades hechas escombro por la piedra rotunda de los griegos y romanos, quienes los vencieron y les vieron desaparecer. Pero algo queda. Llama la atención un colgante de origen incierto, con rostro de un fenicio, tal vez del siglo V a.C, que ilustra esta columna.
Ellos se llamaron a sí mismos tirios, cartagineses y de varios modos diferentes, según la ciudad-estado a la que pertenecían. Fueron otros los que les dijeron fenicios, “pueblo rojo”, por el color púrpura de las telas que comerciaban, teñidas con las vísceras de un caracol marino. Quizá provenientes del Golfo Pérsico, se instalaron hace 5.000 años en un territorio que ahora ocupan el Líbano, parte de Israel y Siria, sobre el mar.
¡El mar! Ese fue el gran territorio y la clave de este pueblo semita. Tenía escasa tierra cultivable, y extensos bosques de cedros. En esa madera talló su grandeza. Construyó navíos de guerra y de comercio, hasta convertirse en la principal potencia del Mediterráneo por cinco siglos. Compraba y vendía, conquistaba mercados, instalaba colonias desde el Egeo hasta el Atlántico. Pero nunca formó un solo gran país. Sólo ciudades-estado amigas y rivales: Tiro, Biblos, Sidón, Beritos (ahora Beirut.) Varias más. Únicamente Cartago pudo agrupar varias poblaciones y se enfrentó a Roma en las Guerras Púnicas. Vencido, este pueblo se fue por el planeta con los zapatos en la mano. Nadie lo ha escuchado pasar en 2.000 años.
El famoso genetista Spencer Wells, financiado por la National Geographic Society, se dedicó a rastrear a sus descendientes, extrayendo sangre a miles de libaneses, sirios, chipriotas, cartagineses. Quería sumergirse en la intimidad de quienes desarrollaron un alfabeto del cual nacerían el griego y el latino; que compraban y vendían, aquí y allá, llevando también mucho del conocimiento de Oriente a Occidente. Sin proponérselo, amplió la sabiduría de los griegos, ayudando así a parir lo que hoy llamamos cultura occidental.
¿Pero qué huellas de los fenicios ha hallado la lupa genética de Spencer Wells?
Ninguna. Ni siquiera en el Líbano encontró memoria genética de ellos. Desencantado, nos dice:
“Era un pueblo muy escurridizo. Llegaron, comerciaron y se fueron.“
Pero en alguna parte estarán. ¿Y si se le ocurriera seguir sacando muestras de sangre en Chile, mirando de reojo en nuestros malls?
No sabemos con qué se encontraría. Por eso, cuando nos digan “chilenos fenicios” es mejor sonreír, refugiarse en una expresión misteriosa. Vaya a saber uno.