El Cairo, Egipto
Los mejoreros de la muerte
Cientos de miles de cairotas que no tienen dónde caerse muertos viven y mueren en casas-tumbas del cementerio de El`arafa. Son los más pobres y olvidados. En Chile, por extraña razón, llamamos “mejora” a una casucha de cuatro tablas levantada en terreno ajeno; y es un “mejorero” quien la habita. Aquí los mejoreros comparten habitación con los muertos.
Por Luis Alberto Ganderats–La única que vez que en mi vida he sentido verdadero terror fue una tarde, hace ya varios años. En El Cairo se me ocurrió tomar un bus en el Centro para visitar algunos barrios y llegué a una zona pobre. Al salir de la carretera tomé un camino terroso, hasta llegar a una ancha calle con veredas carcomidas y construcciones de aspecto señorial. Una especie de ciudadela. Por ningún lado noté existencia de vida. No sabía que era el cementerio. Miré al interior de una de las “casas” y vi con sorpresa que en medio de la pieza principal había sólo una tumba. Regresé corriendo a la carretera, Nunca más, en los tres años que viví en El Cairo volví a esa ciudad muerta.
Fue el relato que me hizo un viejo periodista español; un duro que ha vivido las dos guerras mundiales y la guerra civil española. Por tener más miedo a los vivos que a los muertos, decidí conocer lo que en esta ciudad llaman simplemente “el cementerio”. El El`arafa, le dicen, aunque su nombre oficial es Karafeh, en el dialecto árabe local.
Originalmente sólo se dio tal nombre al sector donde se levantaban tumbas de antiguos esclavos mamelucos, que reinaron en Egipto en una época de gloria. Junto a los mamelucos fueron enterrados los khalifas.
Hoy “el” cementerio son dos cementerios. El tiempo los ha fundido. En ellos hay tumbas de gente adinerada y también gente común. Los que sí sobresalen por sus palacios y mezquitas son los más importantes mandatarios y jefes musulmanes. También los santos como el Imam Leyth ibn Sa´d, conocido en su tiempo como “padre de los milagros”, y Sadat al-Bekreeyeh, miembro importante de la orden de los Derviches (giradores o no), descendiente directo del legendario califa Abu Bekr.
Una noche me llevaron a las cumbres de las colinas del Mokkatan, que dominan El Cairo. La ciudad iluminada, con los vistosos puentes sobre el Nilo, ofrecía un soberbio espectáculo. La cuarta parte de la ciudad, sin embargo, permanecía en penumbras.
Mi acompañante dijo:
-Es la necrópolis de El Cairo. Visítela. Tendrá mucho que contar.
Ahora lo cuento: la necrópolis me hizo recordar el tétrico sueño de la ciudad muerta que aparece en Fresas salvajes, de Ingmar Bergman. Ciertos nichos egipcios, de acuerdo con una costumbre antigua, son instalados dentro de verdaderas casas, que tienen techo, ventanas, postigos, puertas, rejas. Algunas de las que veo aquí lucen jardines mustios y enredaderas apoderándose de las paredes. Aquí se reúnen los familiares de los muertos en ciertas fechas del año. O el viernes, día de guardar islámico.
Hay quienes se quedan por varios días acompañando a sus muertos.
Esta costumbre ha generado a los “mejoreros de la muerte”, un fenómeno tal vez único en el planeta. Debido a la falta de habitaciones o a la mala situación económica, unos 200 mil cairotas viven durante años -y a veces la vida entera- en el enorme Karafeh.
El sector que visito primero está vacío de vida. En una calle angosta, calzada de tierra y veredas de cemento, con restos de basura, papeles y escombros, aparecen de vez en cuando -entre tumbas pequeñas- enormes mezquitas y mausoleos. Están vacíos. Sus rejas de madera semejantes al de un antiguo harem se ven invadidas por el polvo.
Aturde tanto la soledad como el abandono.
Entro a una casa con enredadera y paredes cubiertas de ladrillos rojos. En una de las habitaciones -oscura, sin ventanas- dos pequeñitas sin zapatos, de unos tres años, juegan con una caja de cartón, como cualquier niño. Están sentada junto a una tumba cubierta de cal.
Me miran con cara de pregunta, y siguen jugando. Poco más allá, en el patio, dos muchachitas de diez años o más, me reciben sonriendo y sonriendo a la cámara. Fuera de los difuntos, no hay nadie más en la casa.
Nada puedo preguntarles. La diferencia de lengua nos hace mudos de ultratumba.
Veo en el dormitorio que las partes salientes de un nicho sirven de closet para colgar ropa. Cartones son el lecho familiar. Tirada en el suelo, una corona de flores. Está seca. Seguramente fue el homenaje familiar al último muerto llegado a habitar el lugar. ¿El abuelo? ¿La madre? Lo más probable es que sólo se trate de un desconocido, cuyos deudos les permiten habitar la tumba a cambio de protegerla.
Cuando decido seguir mi camino, una de las niñitas estira la mano. Bakchich, bakchich.
Recuerdo en ese momento la última conferencia de prensa del presidente Nasser en la que participé:
“Nuestra miseria no es de hoy; y en cualquier caso es menor que ayer”.
Los dos millones de egipcios de hace un siglo y medio se han convertido en treinta.
A medida que me interno en el cementerio la soledad y el silencio se hacen más espesos. Termino perdiendo la orientación. Las calles estrechas se cortan repentinamente, y debo seguir sin rumbo claro. Cada vez nos produce mayor inseguridad el pasar por puertas entreabiertas y ventanas desvencijadas. Ignoro si estoy en espacios seguros. Al pasar junto a dos nichos unidos por un cordel del que cuelga ropa recién lavada, dos niños que juegan rompen a llorar. Un hombre se asoma por la puerta. Viste su camisón de franela a rayas, tenida habitual aquí, una galabia, y luce una barba de varios días. Luego aparece una mujer equilibrando un jarrón sobre su cabeza.
Me ofrece agua.
La trae de lejos. En la mayoría de las casas de los muertos no hay agua para los vivos.
En una ancha avenida descubro que viven los más ricos del cementerio. Hay mausoleos monumentales. Mezquitas con magníficas cúpulas y minaretes donde el almuecín se ha callado para siempre. No hay oficiante predicando desde la escalerilla del minbar y nadie llega a rezar los viernes en la sala del harab. Pero veo mucha gente en este sector.
Cada vez aparecen más niños. Niños, niños, niños. Es El Cairo replicado entre tumbas. Comadrean las vecinas como en cualquier barrio obrero o suburbano. Usan faldas amplias, largas.
Entro a una de las tumbas más grandes. Exteriormente parece casa en demolición. Por dentro, veo muchos muros a punto de ceder y otros ya eliminados. En el gran espacio vacío se han levantado algo equivalente a tres “mejoras” de madera, con terminaciones precarias. Las habitan tres hermanos con sus mujeres y sus hijos.
En un inglés vacilante, uno de ellos, todavía joven, me explica:
-Esta es la tumba de nuestra familia. Ahora vivimos aquí. Como en Egipto la nobleza no es hereditaria, a la muerte de mi abuelo perdimos todos los privilegios. Mi padre murió pobre. Sólo la tumba recibimos de herencia. Como no teníamos dinero para comprar un terreno, construimos nuestras viviendas en ella. Tiene muchos daños en la fachada. Es culpa del tiempo y sobre todo del jamsin.
Jamsin es un nombre que hace temblar al más duro. Un viento caliente que dura cincuenta días. Jamsin significa cincuenta. Cincuenta días sofocando con arenas del Sahara.
El hombre me invita a recorrer las casitas y los nichos familiares. El de un abuelo que no conoció. Los de su padre y su madre, muertos por el cólera, hace años.
–Que ustedes tengan suerte-, les digo.
Sigo camino y paso a una zona aún más pobre, donde la gente no improvisa mejoras junto a los muertos. Duerme y come sobre el suelo, alrededor de las tumbas. Algunos niños me arrojan pequeñas piedras. No les he dado bakchich.
Veo hogares-sepulcros colgados del sistema eléctrico y con varias antenas. Algún mínimo taller mecánico.
El sol va cayendo.
Empieza a esconderse tras la cumbre de una de las colinas del Mokattan.
Amenaza con tinieblas. Con obligarme a pasar la noche en cualquier lugar. ¿Dentro de una casa-tumba?
Estoy inquieto. Procuro encontrar una salida segura en un confuso cementerio que tiene siete kilómetros de largo. Y me empiezo a explicar el miedo que se apoderó de mi viejo colega español.
No corro, pero apuro el paso.
Casi sin rumbo, tomo una ruta que -por azar- me lleva a una calle fuera del cementerio.
Ahora un taxi me traslada al barrio central de la ciudad. Veo pasar por última vez las mil manzanas de hombres y tumbas que alguien ha echado bajo la alfombra, tejida con tinieblas.
Bajo la alfombra queda una multitud que antes de afrontar la muerte sólo quiere irse del cementerio.
No ambicionan mucho.
Eso lo saben sus dioses. Y también Nasser.
Tal vez los insaciables especuladores urbanos -los nuevos pachás- no lo quieren saber.