Chile en demolición
La modernidad acecha amenazante, con la promesa de hacer más feliz a la gente cuando pueda tener de todo y aprenda a…no disfrutar con nada. Es lo que nos dijo un viajero español. Disfrutaba de Buenos Aires, temeroso de que llegue el día en que las esquinas que hoy ocupan sus acogedores cafés sean ocupadas por grandes negocios en cadena, y se marchite el alma porteña. ¿Por qué la vida es más grata allí que en las ciudades españolas? Una de las claves, dice, son los cafés, “en que la palabra es el subterfugio para demostrar que el tiempo no es tan importante.”
Pero antes que pensar en la capital argentina, los chilenos deberíamos poner los ojos en lo que está ocurriendo bajo nuestras narices. Se están borrando los centros históricos; desaparece el comercio con color local. Las principales esquinas se dedican a vender pastas de dientes, medicinas y pañales, o combustibles. Tras enormes y abusivos letreros luminosos y “remodelaciones de fachadas”, desfallecen la ciudades, la memoria, las huellas de chilotes, alemanes, franceses o ingleses. Y el pasado colonial. Todo ocurre bajo la mirada ignorante –o cuando menos indiferente– de alcaldes y concejales.
El problema, claro, no es sólo de las esquinas. También se borra la arquitectura en medio de las principales calles, por la instalación descontrolada de cadenas de grandes tiendas. Da lo mismo hoy día recorrer los barrios centrales de Iquique, de Talca, de Valdivia, de Puerto Varas o Castro. Observemos este verano: veremos las mismas vitrinas y letreros que en Santiago, la misma estética impuesta por algún experto en marketing nacido en Ohio. Esas tiendas avanzan demoliendo construcciones con historia, o las modifican hasta hacerlas irreconocibles. Las construcciones con historia son islas, que no dan mérito arquitectónico a barrios que tuvieron nobleza. He visto hacer lo contrario en la multitud de ciudades homogéneas que conforman la llamada Vía Romántica de Alemania. Se respetan todos los edificios antiguos, y si uno se incendia o derrumba, es reemplazado por otro similar en dignidad y edad, traído, parte por parte, de otro lugar. Así atraen a millones de turistas que recorren de Würzbur a Füssen, y se detienen maravillados en Röthenburg y Dinkelsbühl.

Toda comunidad que piense en turismo tiene la obligación de proteger sus cascos antiguos, exigiendo -al votar- una ordenanza municipal que mire al futuro. Quizá sólo debería permitirse la instalación de las grandes cadenas de tiendas en los sectores adyacentes al centro antiguo y que carezcan de mérito arquitectónico e histórico. O bien, que se les obligue a respetar las fachadas de las calles principales. Hoy, nuestras ciudades dan pena; mañana las vamos a despreciar. De eso también se nutre el vandalismo. Un gran arquitecto chileno con obras notorias a orillas del Sena nos dijo que las avenidas Vitacura y Las Condes se han convertido en una sucesión de comercios de automóviles y equivalentes. “Son como esas ciudades norteamericanas que uno pasa en auto a todo chancho. No hay nada que ver.”
Todo Chile va por ese camino.