El Macondo risueño y todo lo demás
En Cartagena de Indias, Santa Marta o Barranquilla, el viajero puede agarrar la punta de la madeja con que García Márquez tejió Cien años de soledad. Hicimos la prueba partiendo de Aracataca, su aldea de nacimiento. Terminamos sonriendo en las playas y ciudades históricas del real-maravilloso Caribe colombiano.
Por Luis Alberto GanderatsAndo de viaje por el Caribe de Colombia. Quiero cumplir un antiguo sueño: pisar las huellas que dejó García Márquez en su Macondo. Macondo, como todos sabemos, es un extenso territorio literario, pero se encuentra habitado por la realidad más espesa mezclada, claro, con los mitos y travesuras del realismo mágico. Incluye Aracataca, desde luego, el pueblito interior donde nació el Nobel de Literatura colombiano, cerca del cual existiera en su tiempo una explotación bananera llamada Macondo. Pero ese soberbio relato se alimentó de otras historias y magias que él fue descubriendo ya no en Aracataca, sino en ciudades importantes de este Caribe colombiano, como Cartagena de Indias, Barranquilla, Santa Marta, y en una multitud de pueblos donde él vivió y todavía vive a ratos, y donde se encuentran enterrados otros García y otros Márquez, adelantados en la partida. Esas grandes ciudades son hermosas, de historia antigua y turismo creciente, enfiestadas de vallenatos y carnavales, como el de Barranquilla, que se prepara para este verano. Es en los pequeños pueblos, sin embargo, donde se conservan los trozos más intactos de los dolores y pasiones con los que se construyó Cien años de soledad.
A esos pueblos hay que ir para entender Macondo, para captar sus imágenes sin tiempo. Y en las ciudades grandes debemos buscar lo que aún queda de García Márquez, incluyendo su mansión fortificada de Cartagena de Indias, donde este Piscis de tierra adentro vive algunos días del año junto a la aguas del Caribe. Por estos días casi siempre viene desde de España, o de Los Ángeles, donde pasa sus días de hombre enfermo, pero siempre activo, armando otro tomo de Vivir para contarla, memorias noveladas de sus casi 84 años.
En la casa-museo de Aracataca echa sombra un vigoroso ejemplar de pivijay, un primo de la ceiba, lo único que parece intacto de tiempos ya idos. El museo fue reabierto hace menos de un año, y de la antigua casa de los García-Márquez –de su abuelo Márquez, más exactamente— se nos presenta como original una casita o caseta de los campesinos, que servían a la familia, todos ellos indígenas wayúu, originarios del vecino departamento de La Guajira, de donde llegó uno de los abuelos del escritor. La Guajira conserva intactos algunos pueblos impresionantes, fuera del tiempo, a los que no les ha ocurrido nada memorable en siglos.
En el pueblo de Aracataca, los jóvenes que nos ven pasar con nuestra cámara fotográfica, se ponen en pose y dicen: “Yo soy sobrino de Gabo”. Y comprobamos que el orgullo mayor del novelista es también el del pueblo, y por eso hay una empresa de buses grises llamada Nobel, que une Aracataca con el pueblo vecino de Fundación, camino a Valledupar, donde los parlantes saturan los caminos con sus vallenatos. También se llama Nobel el taller de recauchaje a la entrada del pueblo. Y se llama Macondo un restaurante abierto a pocos metros.
Tal vez García-Márquez ni lo sepa, pues hace tiempo que no viene por estos lados. La restauración de la casa-museo estuvo a cargo de dos de sus hermanas, y él no la visita ni ayudó a su fiel reconstrucción. Tiene muebles y fotos de principios del siglo pasado, y una sencilla “pieza de Gabo”, con una cuna antigua. Todo el lugar se encuentra lleno de textos escogidos de Cien años de soledad y otras obras suyas, dispuestas por el Museo Nacional de Colombia, que tuvo a su cargo las obras. Todo se nota muy pulcro y ordenado, y hasta vemos algunos bananos de plástico puestos de adorno. El banano o guineo es aquí base de la dieta y del placer. A los niños se le dan tajadas secas de este plátano, se hacen mazamorras, y para el desayuno se prepara el cayeye, mezcla de mantequilla y guineo espolvoreado con queso. Pero pisando la calle se adivina el plato que se comió en la niñez el escritor. Abigarrado es el pueblo, lleno de color, de gente genuinamente pueblerina, más bien pobre y no de familias ricas como la de Carlos Vives, el cantante, cuyos parientes son potentados de la cercana Santa Marta.
Tiene una hermosa y antigua iglesia blanca, con la casa cural adherida. No hay edificios mayores de dos pisos. Por las orillas del pueblo pasa un tren largo como pena de amor, el cual nos recuerda que los ferrocarriles llegaron a la región con Enrique Meiggs o el hijo de su hermana, y llegaron para quedarse.
Meiggs, que huía después de hacer una estafa en Estados Unidos, construyó sus primeros trenes en Chile durante los gobiernos de M. Montt y Pérez. Luego los hizo en Perú. Luego, acompañado de un sobrino, los construyó en Colombia, Costa Rica, Panamá. Después de su muerte, el sobrino-heredero, Minor C. Keith, siguió negociando y corrompiendo, hasta crear junto con otro estadounidense, la poderosa y temida United Fruit Co., cuya historia está asociada a la bananera Macondo y a la llegada de la familia García Márquez al pueblo de Aracataca. Un sangriento conflicto con trabajadores de la United Fruit, en Ciénaga, es recogido por García Márquez en Cien años de soledad, y el político que los defendió, Jorge Eliécer Gaitán, fue uno de los iniciadores liberales de la violencia colombiana que aún no concluye. Su asesinato no hizo sino encender fuego en pasto seco. Nadie pudo detener (hasta hoy) la guerrilla. Hace poco, un analista colombiano advirtió: “Para encarar cualquier proceso de paz en el país no se puede suprimir la memoria colectiva, comenzando por la masacre que se cometió el 6 de diciembre de 1928 en Ciénaga contra una multitud inerme y pacífica”.
Chile, sorprendentemente, aparece como involuntario punto de partida…
Los triciclos de uso público, los bicitaxis, es lo único que se arremolina hoy por las calles sencillas de Aracataca. La excepción la hacen algunos jóvenes de vestimentas modernas y actitud pasiva, que descansan sobre sus pequeñas motos flamantes.
Miguel Jiménez, el conductor del vehículo, que me lleva por la ruta de Macondo, partiendo desde la hermosa Santa Marta, me habla menos del novelista que de los poderosos Vives, quienes no sólo cantan vallenatos pop, sino que otros miembros de la familia se las arreglan –dice– para conservar todo el poder local en Santa Marta, transfiriéndolo de padres a hijos. También me habla del campesino y gente de los pueblos, claves en Cien años de soledad.
Santa Marta y Carlos Vives
En el techo de Sudamérica –muy cerca de la venezolana Maracaibo–, se levanta Santa Marta, la más antigua de las grandes ciudades de Colombia, con una historia llena de famas y fulgores. En ella, el libertador Bolívar vivió sus días finales. Luego, los García y los Márquez pasaron aquí muchos días memorables. Más adelante, el cantante Carlos Vives la conoció al abrir los ojos, y creció escuchando sus vallenatos, que vienen trotando en su historia musical desde fines de la Colonia.
La Cueva, en Barranquilla
Tiene playas enormes y lindas, que entusiasman a los amantes del Caribe, muchas de ellas casi solitarias en el vecino Parque Nacional Tayrona, el destino ecológico más importante de Colombia. Hay hotelería refinada y también simple. Es un tesoro oculto para los que gustan descubrir, investigar, descansar o vivir experiencias intensas, lo cual pudimos hacer con la gran ayuda del excelente sitio de Internet despegar.com. Es Santa Marta una hermosa ciudad con monumentos coloniales, principalmente su catedral, llamada hoy Basílica Menor, la más antigua de América. Los turistas extranjeros ya empiezan a descubrirla. Es el mejor punto de partida para ir a Aracataca, en busca de García Márquez. Y a 10 minutos se encuentra Taganga, balneario marítimo enclavado en una hermosa y tranquila bahía, con más de 30 lugares para la práctica del buceo o del esnorkeling.
La cercana Barranquilla fue tal vez la ciudad que más aportes hizo a Cien años de soledad, pues el Nobel colombiano vivió en ella sus días más alegres y pudo recoger, entre copa y capa, muchas historias reales y hechos maravillosos con que tejió su novela reveladora. La memoria de los pueblos vecinos del departamento Magdalena, y también de la vecina La Guajira –tierra que alimentó su sangre familiar–, se conserva y se reinventa en Barranquilla. Pude examinar lo que queda de García Márquez en el bar La Cueva, metido en el corazón de un barrio antiguo y decadente, que él fundara con amigos de parranda.
Hoy también es restaurante y sirve a intelectuales y cazadores. Se encuentra tapizado de grandes fotos de un vividor García Márquez y sus amigos del Grupo de Barranquilla, época en que sólo entraban hombres, con la excepción de un par de mujeres intelectuales, lo cual no era suficiente para borrar su imagen de lugar de machos. La esposa de uno de los contertulios asegura que como la conquista amorosa era para ellos tema tan importante como la literatura, solían colgar piezas de ropa interior femenina en lugares estratégicos del lugar, como trofeos de guerra. Si no es verdad, es a lo menos realismo mágico.
La Cueva nació en 1954 en el antiguo edificio que ocupaba una tienda llamada El Vaivén, nombre fiestero que sugería cumbias y carnavales. Se halla en la esquina de Carrera 43 con calle 59. Un letrero advierte desde hace tiempo: “Señora, si no quiere perder a su marido, no lo deje ir a La Cueva.” Pero la verdad es que este restaurante y bar ya es tigre sin dientes. Un museo inofensivo.
La que tiene dientes y uñas para mostrar vida y sensualidad es la barranquillera Shakira, que simboliza la alegría del Carnaval en sus caderas y en el Waka Waka, himno del Mundial de Fútbol 2010.
Estamos en una región de América que tiene varios lugares llamados “cielo roto”. Uno esuna vereda montañosa en Boyacá, llamada así porque siempre llueve, con nubes o sin nubes (mal que mal, estamos en territorio de realismo mágico). Pero la gente del departamento de Magdalena –donde estamos, orillando ese gran río nostálgico—-, dice que aquí sí el cielo está roto de verdad, pues dejó salir a los angelitos, y así muchas de las mujeres más sensuales que me ha tocado ver, habitan aquí. Lo mismo piensan los hombres de Cali, con razón. “Hembras hechas para servir al hombre”, además, me dice un turista chileno maduro, conmocionado, y sin evitar el tufillo machista, que parece no incomodarle.
El ángel mayor, Shakira, no sólo sabe de vaivén y de canto. El año pasado hizo que en Barranquilla se abrieran las puertas del ejemplo más admirable de educación para niños marginados. Se llama aeioTü, y fue creado por la Fundación Pies Descalzos, liderada por ella y su Fundación Shakira. Quien vaya en febrero al Carnaval de Barranquilla, uno de los más alegres del mundo, se encontrará con esta alegría nueva.
Cartagena de Rumba
He tenido la suerte de volver cada cuanto tiempo a Cartagena de Indias, a veces al Carnaval del 11 de noviembre, y cada vez que luce más linda, más entretenida. Tiene gran hotelería dentro de las 100 manzanas de su sector amurallado, como el Santa Clara, con vista a la casa de García Márquez, y el Charleston Santa Teresa, otro ex claustro, con piscina en la cima, que ofrece la mejor vista de los tejados históricos, y es vecino del Museo de Arte Moderno, que en su tienda tiene artesanías de colección. Dentro de las murallas también hay hoteles boutiques para gustos exigentes.
Pero ahora podemos alojar cerca, fuera de las murallas, junto a las playas, en hoteles encantadores, de diseño moderno y servicio perfecto. Es una de las razones porque Cartagena resulta cada vez más una ciudad admirable. Pero hay un aspecto en que sobresale. “Toda reunión de más de seis, de cualquier clase y a cualquier hora, está condenada a convertirse en baile”, nos ha dicho García Márquez, hablando de Colombia en general; pero eso es ley en la región del Caribe. Y no hablemos de Cartagena: es un monumento que baila. Cumbia y vallenato se practican hasta en las micros de turismo –llamadas chivas–, que realizan recorridos por la ciudad encendida a mientras se disfruta de música y barra libre. O pasa por restaurantes donde nadie debería irse sin probar el arroz con coco o los patacones que acompañan los pescados y mariscos. Se sonríe el paladar con las empanaditas de carne, la arepa de huevo, el sancocho, la sopa de mondongo. O con los dulces de guayaba. Las chivas terminan su recorrido en un parque al lado de la casa de García. Márquez, donde los enfiestados bailan cumbia junto a las murallas, mirando al Caribe.
Es en ese lugar donde uno decide conectarse con www.despegar.com para regresar al próximo carnaval.
Rumba en Chiva. Turistas nacionales y extranjeros coinciden en estos autobuses, abiertos y pintados de colores, que realizan recorridos por Cartagena para admirar la ciudad iluminada mientras se disfruta de música en directo y barra libre. La excursión cuesta unos 20 dólares, y el baile sigue junto a las murallas, en la vecindad inmediata de la casona de García-Márquez.