Bhaktapur | No creas que fue un sueño

Bhaktapur
No creas que fue un sueño

Muchas experiencias de viaje que ya no creíamos posibles en este milenio vivimos en esta ciudad del valle de Katmandú, que tiene “una concentración de monumentos únicos y sin precedentes en el mundo”, según la Unesco. Caminarla hasta sus barrios más apartados, sin prisa, sin temor, nos dejó en silencio o, a ratos, hablando como sonámbulos.

Por Luis Alberto Ganderats

Sufrimos una decepción con las ciudades milenarias de Japón. Esas pagodas, esos palacios de madera, que hacen de Kioto una ciudad de arquitectura maravillosa, no son capaces de conmover al que busca pal- pitar el pasado. Son obras maestras, pero anda desaparecido el hombre que las creó.

Le hablamos de esta pena a James K. Weatherly cuando lanzó en Nara su libro “Japón en solitario”. Quisimos saber si en algún valle perdido japonés se podría disfrutar hoy de una escena del pasado. Por ejemplo, poder recoger con nuestro smartphone alguna imagen de plena Edad Media, donde se pudiera adivinar el inicio de los shogunes.

–No hay nada de eso– nos dijo. ¡Nada! Todo Japón es un país moderno. No bus- que la Edad Media. Va a perder el tiempo.

Lo intentamos, y perdimos el tiempo. Y desde entonces ha pasado media vida. Ahora estamos en otra esquina de Asia, a los pies del Himalaya, en Nepal. Lo que vemos parece el extremo opuesto de Japón. Por el subdesarrollo, desde luego (tema del que podríamos hablar otro día). Aquí lo que cuesta encontrar es el país moderno. Asomarse a su Edad Media, retroceder cinco siglos o un milenio resulta tan fácil como tomar un avión en India y aterrizar en Katmandú. Al día siguiente, en 20 minutos un taxi nos dejó aquí en Bhaktapur, la antigua capital nepalesa del siglo XII, que tiene pagodas y templos tan impresionantes como los de Kioto. La diferencia es del cielo a la Tierra: se diría que quienes la construyeron se han quedado a protegerla por fidelidad a sus dioses.

Hacen casi las mismas cosas que antes; las hilanderas hilan como antes; creen en mil divinidades, como antes; muchos visten como si vinieran saliendo de viejas litografías. No hay autos estorbando el paso en su centro histórico, ni nada sofocando el murmullo de la Edad Media.

Poquísimas veces hemos sentido más emociones que ahora. Cuesta creer que el hombre de hoy pueda hacer una visita al hombre de ayer. Aquí es posible. Los principales constructores de Bhaktapur, los newar, viven aún con dignidad y orgullo en esta atmósfera del pasado. Su ciudad tiene sólo 60 mil habitantes, pero su grandeza se expresa en la arquitectura, en el arte, en la artesanía, todo eso hecho por seres que tal vez eran analfabetos, pero sabían más de belleza y armonía y espiritualidad que los hombres de hoy con pos- grados y doctorados.

Al llegar recordamos a los jóvenes occidentales con flores en el pelo que en los años sesenta sentían la inevitable tentación de quedarse en el valle de Katmandú, sin plazo, sólo esperando que su alma des- cubriera caminos para ascender. Tuvimos a ratos la misma tentación. Pero se necesita más pelo para eso, y sobre todo más valentía de la que somos capaces. Hemos optado por una solución menos ambiciosa: seguir siendo lo que somos.

Con la boca seca.

En eso andamos. Las ciudades principales del valle de Katmandú tienen lo que en Nepal llaman un durbar, una plaza junto al palacio real y su entorno, donde la gente se reunía convocada por los monarcas. Eran a veces reyes de reinos minúsculos, hermanos o primos, que competían en la construcción de palacios y templos con tanta fe como arrogancia. Bendita arrogancia: hoy son Patrimonio de la Humanidad. Hay un hermoso durbar en el palacio Hanuman Doka de la ciudad de Katmandú; otro, memorable, en Patan. Y éste de Bhaktapur tiene más historia y más reliquias arquitectónicas, aunque algunos de sus edificios principales no están dentro del durbar, sino en su prolongación, el área de Taumadhi, donde se levanta una pagoda de cinco tejados. Lo más admirable del durbar puede ser la Puerta Dorada, antiguo ingreso al palacio real, hecha en cobre color oro, máximo exponente de la orfebrería nepalesa. Se le ha comparado con las magníficas puertas de bronce del baptisterio de Florencia.

Caminando solos, silenciosos, aprendiendo a conocer paso a paso su mundo, hemos recorrido Bhaktapur alejándonos de las áreas llenas de turistas. Sus barrios están perforados por atajos, pequeñas plazas; por callejones angostos sin más salida que una puerta que se cruza encorvado y que conduce a cualquier parte. Al traspasar cada umbral, al doblar muchas esquinas, al entrar en barrios que parecen ilustraciones de un cuento infantil, lo hacemos con verdadera alucinación. Pero con la boca seca. ¿Cómo saber si una de nuestras fotos, algo de lo que hagamos o llevemos, puede provocar incidentes? Pero pasamos por todos estos lugares como seres invisibles, sin recibir de la gente ni atención ni rechazo. Estamos en el país de la tolerancia, donde la invitación es a vivir en paz para acceder a algo mejor, en otra vida.

Refugiados del vecino Tíbet, sherpas de los Himalayas y algunos jaks son los pocos extraños con que nos encontramos en sus barrios llenos de campesinos y artesanos. También hemos divisado unos pocos gurkas sin empleo, reconocibles por sus enormes cuchillos curvos y afilados, los kukris, que ahora usan sólo para el trabajo. Están de regreso en su país en busca de felicidad. Vuelven a uno de los lugares más pobres de la Tierra, pero que es uno de los más ricos en espiritualidad.

La arquitectura que vemos nos habla del genio de los newar, pero también de un pasado próspero, porque Bhaktapur, como todo el valle de Katmandú, ha sido desde antes de Cristo un lugar de paso, de comercio, de aduanas entre India y Nepal. El hinduismo, el tantrismo y el budismo tienen aquí algunos de sus santuarios más sagrados, porque a 250 km. de aquí nació Buda. Desde cualquier esquina o vuelta del camino veremos un templo o un palacio, divisaremos al Buda que medita, a una diosa que nos mira. “Aquí viven más dioses que hombres”, me dice un conductor de rickshaw. Pero hay más turistas que dioses. Budismo, hinduismo y… turismo son las tres religiones más importantes de Nepal hoy día. Todas conviven en paz, y a veces hinduismo y budismo se con- funden, comparten algunos lugares de oración, y coinciden en la adoración de ciertos dioses. Y esa tranquilidad sirve al gran turismo.

Intimidad de otros siglos.

Hay pequeñas barreras religiosas que aún no se levantan. Intentamos visitar el Templo Taleju y el de Kumari, la diosa viviente, junto al ex Palacio Real, pero un guardia nos detiene: “Sólo pueden entrar hinduistas”. El templo tiene apenas un piso, pero en su interior se mantienen intactas algunas de las obras de arte más admirables del país. Nos conformamos con admirar la Puerta Dorada, por la cual se ingresa al recinto del templo, donde en el centro aparece la diosa Taleju con sus cuatro cabezas y 10 brazos. La misma negativa recibimos en el vecino Pashupatinath, donde hace miles de años se incineran cadáveres junto a la orilla de un río sagrado tributario del Ganges.

Estos dos fueron casos excepcionales, ya que Bhakaptur es famoso por su carácter acogedor. Nadie nos ha preguntado cuándo nos vamos, pero sí muchos cuándo volveremos. (“Siempre será después de agosto, cuando se aleja el monzón…”, respondemos y ellos se ríen). Es invencible la alegría de su gente. En dos días hemos visto recorrer sus calles a novios que se casan acompañados de bulliciosas orquestas y comparsas. Resonaban muchas bandas comunitarias festejando junto a los vecinos que recorren los templos para entregar ofrendas al son de su música monótona, pero pegajosa, tocando platillos, tambores y flautas de bambú. Ni varios circos juntos producirían más regocijo entre la gente.

Bhaktapur es impresionante por lo hermoso y natural de muchas de las viejas costumbres que conserva. Muchas personas sacan agua de profundos pozos tirando un cántaro con cuerdas, y llenan sus vasijas de bronce. Las mujeres, a la vista de todos, se lavan el cuerpo o el pelo con el agua de los baldes y se dejan refregar la espalda por hijas o hermanas. En las calles donde viven los campesinos, hombres y mujeres se reúnen siempre por separado. Los varones, sentados en el suelo, lejos del gentío, formando círculos que ocultan el juego del parchís o los dados. Ellas tejen, cosen, conversan, conversan, conversan. Las casadas se reconocen de lejos: usan sari rojo con una franja negra y ancha. Las solteras tienen libertad para vestirse. El hombre lo hace casi siempre al modo occidental, aunque normalmente lleva un gorro tradicional de colores pastel.

En los más alejados barrios de la ciudad se multiplican las pagodas repletas de imágenes y significados. También las vemos camino a Nagarkot, pueblo vecino donde el Himalaya se muestra en su deslumbrante rudeza. Cada día, los templos ven llegar a mujeres hinduistas llevando sus pujas, pequeñas bandejas con agua, dulces, flores, arroz, granos de cereal… Los dioses, como siempre, las reciben en misterioso silencio. Vemos grupos de hombres y mujeres al sol, frente a los viejos santuarios y pagodas. No parecen tener otra ocupación que dejar pasar el tiempo o mover los palillos.

Son escenas puras. Emociona poder verlas hoy día. Los vecinos parecen actores en un viejo escenario de teatro. Una especie de Fuenteovejuna asiática al natural, por la belleza del conjunto, su colorido, su plasticidad algo barroca, como en la obra de Lope de Vega. Aquí somos testigos de la historia de Bhaktapur, en Bhaktapur por la gente de Bhaktapur.

Por algo Bertolucci escogió estos barrios para la filmación de importantes escenas de la película “El Pequeño Buda”. En una ciudad conocida por siglos como “pueblo del arroz” los campesinos siguen en las plazas separando la paja del grano. Otros producen cacharros de greda negra junto a las pagodas, a las norias cargadas de histo- ria y los maravillosos balcones y ventanas de madera tallados por remotos abuelos newar.

Empatan Shiva y Parvati.

No hay en Nepal una ciudad más orgullosa de su historia. Ellos saben que aquí nació un hermoso estilo de pagodas que fueron imitadas en China, en el Tíbet y hasta en Japón. Por eso, Bhaktapur tiene enormes palacios y santuarios, pero lo que más tiene son pagodas. La más alta de todo el país se halla aquí. Tiene cinco techos, se llama Nyatapola y está dedicada a Siddhi Lakshmi, encarnación de la temida diosa Durga. Un brahmán nos explica que esta pagoda fue construida tan grande para producir temor a Bhairab, el dios del templo vecino, el Kasi Biswanat. Curiosamente, estos dos dioses en competencia son representaciones distintas de dos esposos: Shivá y la diosa Párvati. (¿Entenderemos algún día esta aglomeración de divinidades que le ha nacido al Hinduismo?). En 1700, Bhairab, demonio maldito, tenía aterrada a la población, y por eso se levantó la enorme pagoda vecina en apenas cinco meses. Pero están empatados. La gente no le pierde el miedo: hasta hoy procura calmar las iras de Bhairab con el sacrificio de animales, ofrendas y cánticos. Al lado nuestro vemos a un hombre que lleva un chivo atado a una cuerda. Será degollado y luego quemado. En un rincón, varios músicos maduros, demasiado serios, tocan instrumentos y cantan para contentar al maldito.

Al frente, la gran pagoda hecha en cinco meses exhibe la protección especial con que fue dotada para contener a Bhairab. En los bordes de su ancha escalera vemos cinco parejas de seres temibles, que van creciendo a medida que suben, de modo que desde abajo todos parecen del mismo tamaño. También van aumentando en fuerza y peligrosidad. Los primeros son dos fieros luchadores de la etnia rajput que “tenían la fuerza de 10 hombres”. Les siguen dos elefantes, 10 veces más fuertes que ellos, y 10 leones más fuertes que los elefantes. Al final, vemos dos diosas mitad tigre, mitad león.

No todos creen esta explicación sobrenatural, naturalmente, pero la mayoría sigue pendiente de dioses y astros. Cerca de aquí, acompañados por una joven esotérica, subimos al estrecho piso donde un astrólogo atiende a una docena de mujeres. Silenciosas apiña- das sobre el suelo, a media luz, esperan turno para renovar su carta astral. Nada cambia en esta ciudad milenaria.

El hombre teme a los dioses, pero también al frío, al agotamiento, a pasar la noche sin techo, y por eso la ciudad ha intentado siempre darle alguna protección. Todavía abundan muchas pequeñas plataformas sólidas y techadas, con bellos pilares de madera. Les llaman patti. En estas pequeñísimas casas de paso, los peregrinos, juglares y mercaderes viajeros se instalaban noche y día cuando no había posadas para ellos. Hoy vemos que las patti continúan sirviendo a grupos familiares y a campesinos pobres con expresión desganada.

Tachapal, un área alejada de la Plaza Real, rebosa de santuarios, templos y casas históricas. Su plaza fue la primera construida en la ciudad, y en los edificios de su entorno vemos algunas de las ventanas talladas más admirables, partiendo por una excepcional con forma de pavo real. También sobresale el templo hinduista de este barrio. Por siglos ha sido santuario y a la vez lugar de descanso para peregrinos, los que hasta hoy siguen formando grupos de forasteros a su alrededor. El templo está dedicado a Dattatraya, un ser representado con tres cabezas porque forma la trinidad de los dioses más importantes del hinduismo.

La ciudad parece aquí un misterioso Bután de puertas abiertas. ¿Logrará sobrevivir sin traicionar su pasado? Un viajero nos dice que el viento borra las pisadas del hombre, “y ese es nuestro final”. Pero nadie ha podido borrar todavía el paso del pueblo newar, la huella de su genio. La Unesco ya ha dicho que este valle de Katmandú tiene “una concentración de monumentos únicos y sin precedentes en el mundo”. Quisiéramos creer que Bhaktapur seguirá emocionando mientras haya respiración humana sobre la Tierra.

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