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Amor en Auschwitz – Luis Alberto Ganderats
Amor en Auschwitz

Amor en Auschwitz

Hasta festivales de… chistes había en este campo de concentración. Para asistir al espectáculo, algunos prisioneros dejaban de comer. También existía amor -y del bueno- junto a la maldad más atroz, de unos y otros. Cuando el editor de Volare visitó Auschwitz quiso buscar razones para creer en el amor, a pesar de todo. Aquí cuenta lo que encontró, ayudado por algunos que vivieron en ese lugar.

Había amor al prójimo como a sí mismo en ese comandante nazi de un campo de concentración.

También había amor -amor a su propia vida- en esos varones adultos que aplastaban a los niños, a las mujeres y a los ancianos dentro de la cámara de gas, para trepar a una montaña humana que les permitía subir más rápidamente que los gases y así vivir (uno o dos minutos más…).

Había amor romántico y amor a la poesía en un cruel prisionero y vigilante al que llamaban “el capo asesino”. Ese hombre leía sus propios poemas de amor a los reclusos, quienes debían morderse los labios para no reírse en su cara.

Pero había ausencia de amor en una multitud de hombres buenos: era cosa tan común ver sufrir a los enfermos, a los agonizantes, que los prisioneros muy pronto no se conmovían en absoluto. Pasados los primeros días, incluso las cámaras de gas perdían para ellos todo su horror: al fin y al cabo, a muchos desesperados les ahorrarían el acto de suicidarse.

Recorrer campos de concentración buscando el amor, podría parecer una tarea inútil. O una extravagancia. Pero es lo que hicimos. Para este periodista viajero, al visitar Auschwitz, la búsqueda del amor tras las alambradas se le transformó en una faena imprescindible. Y se renueva el sentido de esa tarea ahora, cuando faltan semanas para un nuevo aniversario de la cobarde repartición e invasión de Polonia -donde se encuentra Auschwitz- por el acuerdo entre nazis y comunistas, representados por Ribbentrop-Molótov. (Ribbentrop moriría ajusticiado como criminal de guerra; Molotov, lejos del poder).

Todo empezó así

“Esta vez, señores, harán la guerra”, le dijo Hitler en abril de 1939 a sus generales, anunciando el ataque a Polonia, lo cual marcó el comienzo del conflicto mundial.

Balance en rojo: 50 millones de muertos y 29 millones de mutilados. Y de esa guerra quedaron muchos símbolos: Pearl Harbour, Londres, Dakar, Creta, Nueva Guinea, Normandía, Braunau, Hiroshima y tantos otros, que hemos ido visitando con pausa.

Pisamos el suelo inmaculado de Auschwitz, albo por el invierno, sintiendo que un volcán de horror hacía explosión en nuestra cabeza. Montañas de zapatos, de pelo humano, de anteojos y una sucesión de fotografías murales espeluznantes, flores o coronas de flores dejadas por deudos y visitantes conmovidos.

Auschwitz es hoy un museo. Un museo contra la muerte y contra el nazismo. Y debería ser contra el stalinismo. Un museo de la angustia.

Pero ¿no hay una salida distinta de la angustia? ¿No es posible pensar en el amor a pesar del horror, a pesar de sus hornos crematorios donde habrían sido reducidos a cenizas cuatro millones de cadáveres, hornos que hemos fotografiado con un temblor en las rodillas?

En verdad es posible y urgente pensar en el amor, pues convivió aquí con el horror. Aunque Celine ha dicho que “escribir poesía después de Auschwitz es una barbaridad”, creemos que hay motivos para creer en el amor justamente después de conocer la historia de Auschwitz.

Quizá por eso, no hace mucho, se suscitó una polémica porque alguien quería instalar comercios en su vecindario. El propio ministro polaco de Arte y Cultura, Zdzislaw Podkanski, pidió suspender los trabajos de rehabilitación de un complejo de edificios y tiendas que existía al frente del campo de concentración antes del holocausto.

Resultaría inútil hacer ahora un inventario de crímenes, un balance estremecido de atrocidades. Ya otros lo han hecho, prolijamente. Hay una cordillera de libros y documentos sobre Auschwitz y sobre los casi mil centros especiales de detención, de trabajo y exterminio que instalaron los nazis en Europa. Entre esos libros, hemos rastreado aquellos en que se vislumbra la esperanza, a través de alguna rendija, entre esos hombres, tanto en víctimas como en victimarios. Era preciso encontrar aquellos testimonios que procuraron exhibir la realidad completa, tanto el dolor como el regocijo, que de ambas cosas conoce el hombre, aun en un campo de concentración.

Los mejores nunca regresaron

Para esta visita a Auschwitz no bastan nuestros ojos ni las fotografías que tomamos. Hemos pedido la lengua prestada a hombres y mujeres que vivieron aquí, de distinto modo.

Uno fue el creador y jefe máximo del campo, el S.S. Rudolf Hoess, autor de la autobiografía Yo,comandante de Auschwitz , que fuera condenado en el Tribunal de Nuremberg. (No confundir con Rudolf Hess, secretario de Hitler).

Otro es el siquiatra judío-austríaco Víctor E. Frankl, prisionero del anterior por largo tiempo, cuyos padres, esposa y hermanos murieron en campos de concentración. Es hombre que goza de gran prestigio en la siquiatría moderna, con conferencias, invitado de 200 universidades, con cátedras en Harvard, Stanford y Viena, autor del ensayo autobiográfico editado por Herder con el título El hombre en busca de sentido.

Un tercer testimonio corresponde a la polaca Anna Pawelczynsky o Pawelczynska, prisionera en Auschwitz por dos años, luego doctora en sociología y conocida universalmente por su obra Valores y violencia, publicada en Varsovia.

Los tres autores admiten que detrás de las alambradas de Auschwitz hubo amor.

El testimonio del siquiatra judío-austríaco resulta uno de los más sorprendentes. Habla mucho de la maldad de los propios prisioneros –de distintos orígenes- elegidos por los nazis para vigilar a sus compañeros (“había sádicos, sádicos en el sentido clínico más estricto“).

No puede evitar el resentimiento contra el sistema que dio muerte a sus propios padres y a su joven mujer, pero admite que había hombres “decentes e indecentes” en ambos bandos.

Mencionaré únicamente al comandante del campo del cual fui liberado” (no lo nombra). “Después de la liberación me enteré de que dicho comandante había comprado en la localidad más próxima medicinas destinadas a los prisioneros y había pagado de su bolsillo cantidades nada despreciables. Al acabar la guerra, tres jóvenes judíos húngaros lo escondieron en los bosques bávaros y más tarde consiguieron su libertad por parte de las tropas norteamericanas“.

En medio de la cotidiana violencia de los nazis surgía de pronto, dice, lo mejor del hombre:

“Recuerdo que un día el capataz me dio en secreto un trozo de pan que debió haber guardado de su propia ración del desayuno. Pero me dio algo más, un algo humano que hizo que me saltaran las lágrimas: la mirada y la palabra con que aquel hombre acompañó el regalo”.

Claro que los gestos más comunes estaban lejos de ser ésos. No eran ésos ni entre los jefes alemanes nazis ni entre los prisioneros. Por simple cuestión de supervivencia. “Sólo se mantenían vivos aquí“, añade Frankl, “aquellos que habían perdido todos sus escrúpulos en la lucha por la existencia”.

Fuerza bruta, robo, traición. Lo que fuera.

Admite con dolor:

“Los mejores de nosotros nunca regresaron”.

El prisionero que se limitaba a consumir la comida entregada por los guardias nazis, pobrísima en calorías, estaba irremediablemente condenado a morir en plazo de meses, aunque no trabajara. Quien hacía las tareas pesadas aceleraba el proceso en que “su cuerpo se devoraba a sí mismo”. O terminaba convertido en uno de esos seres cadavéricos que hemos visto en las fotografías tomadas por los aliados en los campos de concentración, después de vencer a los nazis. La mayoría había sido abandonada allí por no poder gastar ya un gramo más de energía en ser trasladados. Eran llamados “musulmanes“. Hoy, paradójicamente, la máxima flacura suele ser descrita así: “Parece un judío de campo de concentración”.

Pero ésos, normalmente, no eran judíos. Tanto judíos como gitanos fueron llevados de inmediato a las cámaras de gas, salvo los más fuertes. De todos los campos de Europa eran trasladados a Auschwitz para morir.

Auschwitz tenía una característica especial: era un “campo con chimenea“, es decir, con cámaras de gas y crematorios. Un campo de exterminio y de administración más que campo de concentración.

Eso era.

Hemos visitado, por dentro y por fuera, cada uno de sus 26 edificios, que en conjunto ocupan un terreno minúsculo: 300 por 200 metros. Menos de dos cuadras de ancho por tres de largo. En la vecindad se encuentra Auschwitz II o Auschwitz-Birkenau, con barracas para mujeres y hombres, con varios hornos y crematorios. Cuatro veces más extenso que el primer campo, fue el principal escenario de los horrores que hicieron de Auschwitz un nombre aterrorizante.

Pero no sólo había muertes por gas, desnutrición y enfermedad. También había lucha por sobrevivir, a menudo había solidaridad y, ocasionalmente, amor de pareja, como se cuenta en recuadro. Incluso los presos solían organizarse.

¿Servía para algo?

“La relativa organización de al menos parte de la gente y un ojo compuesto sobre las autoridades“, escribe Anna Pawelczynsky, “redujo significativamente las posibilidades de sufrir ofensas fuera de las reglamentaciones del mismo campo”.

La desobediencia de los bandos, que permitía encuentros entre prisioneros de barracas distintas, les hizo posible organizarse y tener cierta posibilidad de autodefensa “o les daba oportunidad para prepararse mentalmente para lo que podía pasarles”. Esta organización existió principalmente entre los que trabajaban en cocinas, bodegas, hospitales, depósito de ropa y oficinas administrativas.

Por eso, dice la socióloga polaca, “el sueño de todo prisionero” era ser llevado a las barracas del área de trabajo. En cambio, los que trabajaban en cuadrillas fuera del campo, en condiciones más o menos severas, de 20 a 200 cuadras de distancia estaban normalmente condenados a morir. Lo que ellos comían llevaba menos calorías de las que gastaban. Por eso, acarrear muertos y desfallecidos era la tarea que diariamente debían hacer esos miserables luego de una extenuante jornada de trabajo.

“Sin embargo, a pesar de lo que les esperaba al otro lado”, dice, “todos los prisioneros sentían un gran alivio al entrar en Auschwitz: pasar a través de la puerta era llegar a casa…”

El chiste reemplaza la comida

Había maneras de fortalecer el espíritu, de no entregarse anímicamente, cuenta el siquiatra Frankl. De vez en cuando se improvisaba una especie de espectáculo de cabaret, utilizando una de las barracas previamente vaciada. Los prisioneros recitaban, muchos cantaban y algunos contaban chistes, “que contenían alguna referencia satírica sobre el campo“. Tales espectáculos eran tan eficaces, asegura el ex recluso de Auschwitz, “que algunos prisioneros agotados asistían aunque perdieran su comida del día”.

Frankl recuerda a un prisionero italiano que cantaba arias de ópera mientras las cuadrillas almorzaban (así le mejoraban el rancho del día). En los privados de los campos solían escucharse violines que interpretaban tangos melancólicos y el propio Frankl fue invitado algunas veces por administradores y médicos del hospital a participar en animadas reuniones de espiritismo…

La vida, como vemos, fluía de algún modo, sorteando los temores a la cámara de gas, al látigo de los S.S., al hambre, a los piojos (“si no nos desnudábamos cada noche para despiojarnos, era imposible dormir”).

Frankl:

“… recordamos hoy a los hombres que iban de barraca en barraca consolando a los demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede que éstos fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo, salvo una cosa: la última de las libertades humanas: la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias, para decidir su propio destino”.

“Nuestra generación es realista”, añade, “pues hemos llegado a saber lo que realmente es el hombre. Después de todo el hombre es ese ser que ha inventado las cámaras de gas en Auschwitz, pero también es el ser que ha entrado en esas cámaras con la cabeza erguida y el Padre Nuestro o el Shema Yisrael en sus labios”.

“La experiencia final para el prisionero que vuelve a su hogar es la maravillosa sensación de que después de todo lo que ha sufrido, ya no hay nada a lo que tenga que temer, excepto a Dios”.

Lo que queda aquí y en la conciencia

Pero ¿de qué modo enfrentan su propia conciencia los responsables de un sistema que permite la existencia de los campos de concentración?

Alberto Speer, segundo hombre de Hitler, el arquitecto, se lo dijo al periodista Eric Norden:

“Uno no pierde la conciencia de la noche a la mañana; se le va erosionando lentamente, de año en año, se le carcome día a día, anestesiada por una multiplicidad de delitos. Cosas que me hubieran espantado y horrorizado en 1934, como el asesinato de líderes opositores, la persecución de los judíos, el encarcelamiento y la tortura de hombres inocentes en los campos de concentración, en 1935 lo toleraba como ´excesos desafortunados´…Es sorprendente cómo uno puede taparse moralmente los ojos”.

¿Qué queda de Auschwitz más allá de la conciencia del mundo?

Queda aquí casi todo. Incluso los prisioneros, que nos miran impávidos desde grandes murales y miles de pequeñas fotos dispuestas por el ya extinguido régimen comunista polaco, y donde no está ausente el propósito ideológico.

Quedan los hornos, reconstruidos o reparados. Queda el pabellón 11 y el muro de la muerte repleto de flores y emblemas europeos, donde se hicieron los primeros asesinatos masivos con gas, los experimentos para esterilizar eslavos, los peores tormentos que podríamos imaginar en una pesadilla.

Queda el abedul gigantesco que hizo plantar el propio creador del campo, Rudolf Hoess. Se encuentra en la entrada de Auschwitz, junto al letrero puesto por los nazis y que sigue aquí: “El trabajo nos hace libres“, consigna que a la crueldad sumó el escarnio.

Queda, sobre todo, una esperanza sometida a la prueba máxima: Auschwitz demostró que el amor puede ir más lejos que la maldad.

Sexo para salvar vidas

La socióloga polaca Anna Pawelczynsky dice que la comunicación era difícil, pero no imposible entre las barracas separadas por alambradas. Ella vivió la experiencia como prisionera en Auschwitz. Teóricamente, los habitantes de unas y otras debían mantenerse aislados, pero a veces aflojaba la vigilancia o las cuadrillas de trabajo debían concurrir a alguna de las demás áreas, y entonces se producía con cierta facilidad el intercambio de información y aun de objetos. Baños, letrinas y dormitorios eran otros espacios utilizados para eludir la vigilancia de guardias y perros.

Incluso hubo amores desarrollados en Auschwitz.

“Estos amores sólo podían existir con la ayuda de otros prisioneros que transmitían sus palabras, cartas y reuniones ‘organizadas’. Un gran amor en el campo creaba una leyenda”, dice la Dra. Pawelczynsky. “Estaba rodeado de leal ayuda y silencio. El secreto de los dos amantes se escondía de las autoridades S.S. por todos los prisioneros. Y algunas veces incluso un oficial S.S. no reaccionó denunciando al interceptar una carta de amor. Para los prisioneros el fenómeno de un gran amor era como un signo del otro mundo, una prueba de que incluso ´ahí´ podían ocurrir esos sentimientos que unen a los seres libres. El cuidado comunitario sobre este amor bajo las condiciones de terror imperantes creaba un lazo optimista entre los prisioneros”.

En condiciones excepcionales, aquellos lazos amorosos podían incluso encontrar satisfacción física. Menos excepcionales fueron, sin embargo, las relaciones sexuales entre los simples reclusos y las prisioneras que ejercían cargos de jefaturas, como capos, en cada barraca. Especialmente beneficiadas eran las que tenían cuarto propio y buen abastecimiento.

Ocurrían esos encuentros durante períodos en que grupos de hombres eran llevados a trabajar al área de las mujeres, separadas también por alambradas de púas con electricidad, de las cuales colgaban letreros de detención. Halt-Stoj.

Tras esas rejas, el contacto físico y, a veces, la pasión entre las guardias y sus amantes prisioneros, relaciones que eran “más o menos permanentes“, produjeron un fenómeno que describe la Dra. Pawelczynsky:

“El grupo de las funcionarias prisioneras permitió que sus parejas sexuales adquirieran una gran influencia sobre ellas. Los hombres usaban esta influencia para proteger a todas las mujeres prisioneras de la agresión de esas funcionarias y también para conseguir que ciertas tareas fueran entregadas a las prisioneras, mejorando de este modo sus condiciones de vida”.

La leal ayuda de tales reclusos facilitó el encuentro entre matrimonios y parejas de amantes, y entre padres e hijos. Ellas contribuyeron a tener esperanza en medio de una situación en que la esperanza no tenía fundamento.

Pocos prisioneros, sin embargo, manifestaban apetito sexual, por culpa de su desnutrición. Los casos antes relatados corresponden normalmente a personas que conseguían alimentación suplementaria. Lo mismo puede decirse de las relaciones homosexuales.

Serena alegría de sufrir

¿Cómo se toleraba tanto sufrimiento?

El recluso vivía en un estado de semi conciencia, sostiene la socióloga y ex prisionera de Auschwitz Anna Pawelczinsky. La parte más concreta del individuo estaba centrada en la vida emocional que había quedado fuera del campo: sus hijos, su cónyuge, sus padres, su novio o novia… El resto era como una visión, un sueño. Si el prisionero había sido el proveedor de su hogar, la necesidad de volver le mantenía sus fuerzas para sobrevivir, al menos por un tiempo. Si su familia tenía cómo mantenerse, el prisionero no judío esperaba de ella un envío periódico de alimentos (los judíos no podían recibirlos). Y si eso fallaba, disminuían sus fuerzas y sufría por la certeza de que su familia estaba pasando hambre.

Más vulnerable y proclive a derrumbarse fácilmente y morir era quien antes de ser prisionero estaba acostumbrado a ser protegido por la familia. En cambio quienes solían tener una “serena alegría” dentro del campo, y aun una alegría muchísimo mayor, eran los que habían sido arrestados por la Gestapo en circunstancias que permitieron a sus familias evitar ser detenidas. Cada sufrimiento físico que ellos tenían, dice la Dra. Pawelczynsky, y cada forma de tormento, era tomada entonces como un acto de amor. Estaban conscientes de que libraban así a sus seres queridos de esos dolores inmensos.

Tal satisfacción les ayudaba a vivir y a soportar.

De igual modo, la traición “rompía los frágiles recursos físicos de un prisionero“.

Con traición o sin ella, fortalecidos o no por ese recuerdo de sus familias o de una novia que esperaban, los prisioneros bajaban de pronto la guardia. Como vivían junto a seres humanos que en su mayoría morían, todos (aunque fuera fugazmente alguna vez) pensaban en el suicidio, dice la doctora. Añade: los individuos con vida espiritual más profunda, aunque tuvieran contextura física frágil, resistían mejor el encarcelamiento y la alimentación de hambre.

Nota. Este texto es una versión ampliada de un reportaje de revista Paula, abril de 1989, titulado Amor en Auschwitz. Ver texto publicado en revista en formato PDF amor-en_Auschwitz